—Hace mucho tiempo que nadie me toca… —dijo la morena… y el granjero dejó de respirar.

—Hace mucho tiempo que nadie me toca… —dijo la morena… y el granjero dejó de respirar.

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Hace mucho tiempo que nadie me toca

El viento susurraba entre las hileras de maíz, cargando el olor de tierra seca y algo más, algo que no debía estar allí. Antonio Ferreira, granjero en el interior de Texas, avanzó despacio, con los pasos quebrando el silencio como ramitas bajo una bota vieja. A lo lejos, creyó ver un espantapájaros torcido, de esos que uno deja para espantar cuervos y luego olvida. Pero el viento no movía aquella figura como debía. Entonces oyó un sonido tenue, un suspiro atrapado en la garganta del campo. Apretó el paso. La mano fue instintivamente al ala del sombrero; el corazón subió al cuello.

Cuando llegó, la vio: una mujer morena, amarrada a un poste de cerca que él mismo había clavado años atrás. Los brazos marcados por la cuerda, la piel manchada de polvo y de algo más oscuro, tal vez sangre seca o solo el peso de demasiados días. Estaba de rodillas. El cabello negro, pegado al rostro por el sudor y la tierra. Antonio se arrodilló con cuidado, sacó el cuchillo de la bota y empezó a cortar. Ella no se movió ni gritó ni lloró; apenas respiraba bajito, como quien aprendió a no hacer ruido para seguir viva.

La cuerda cedió y, al abrir los ojos —ojos hondos, oscuros, ojos que ya habían visto demasiado—, dijo con voz ronca, casi rota: “Hace mucho tiempo que nadie me toca”. Antonio se quedó inmóvil, no por lo que dijo, sino por cómo lo dijo, como quien recuerda algo que el resto del mundo olvidó, como quien carga una historia que nadie quiso escuchar.

Se apartó un poco, aún con el cuchillo en la mano, sin saber qué hacer. Ella lo miraba sin verlo, como si él fuese una sombra más entre surcos. “¿Quién te hizo esto?”, preguntó por fin. La mujer no respondió: giró el rostro hacia los pies de maíz que se mecían al viento y cerró los ojos un instante. Antonio sacó el cantimplora y le ofreció agua. Ella bebió lentamente, como si cada trago doliera. Luego, con la manga de la camisa, él le limpió el rostro; descubrió marcas que no eran solo de cuerda. Eran firmas de un daño profundo. “¿Puedes andar?”, probó. Ella asintió, pero al incorporarse las piernas cedieron. Antonio la sujetó antes de que cayera y, al tocarla, sintió un temblor que no era de frío, sino de algo hondo: miedo guardado, dolor sin nombre.

La cargó en brazos rumbo a la casa. No estaba lejos, pero cada paso pesaba más que el anterior. El sol ya se escondía cuando la acomodó en la mecedora de su madre, aquella que nadie ocupaba desde que ella partió. Encendió el quinqué y trajo una manta. Ella se envolvió callada, aún ausente. Antonio buscó pan, queso, un poco de carne seca. “Come despacio”, dijo. La mujer miró la comida, luego a él, y por primera vez Antonio vio algo distinto en aquellos ojos: no gratitud, sino desconfianza.

Se sentó en la otra punta de la galería, lo bastante lejos para no asustarla, lo bastante cerca para que supiera que él estaba allí. El viento traía el aroma de maíz y tierra que prometía lluvia. A lo lejos aulló un coyote. Ella se estremeció. “No tenés que tener miedo”, dijo Antonio. “Aquí estás segura.” Ella lo encaró, y su voz salió firme, fría, aprendida a las malas: “Nadie está seguro”. No tuvo respuesta. Tenía razón. En ese mundo, a veces ni los buenos ni los que intentan hacer lo correcto lo están. Pero él no dejaría que quien le hizo aquello regresara para terminar el trabajo. Lo juró en silencio, con el quinqué titilando y la noche cayendo como plomo sobre la granja.

Después de un tiempo, ella comió, cada bocado un esfuerzo. Cuando terminó, se puso de pie. “Debo irme.” Antonio también se levantó. “¿Adónde?” Ella miró el horizonte, una oscuridad que se tragaba todo. “No sé. Pero no puedo quedarme.” Antonio dio un paso al frente. “No estás en condiciones de ir a ninguna parte. Y aunque lo estuvieras, el que te amarró ahí afuera sigue rondando.” Por primera vez vio el miedo verdadero: no miedo a él, sino a alguien que la mujer conocía. “No entiendes”, dijo ella, con la voz temblando. “Él volverá. Y cuando vuelva, me encontrará.” Antonio apretó los puños. “Que venga. Mientras estés en esta casa, nadie te pondrá la mano encima. Te lo garantizo.” Ella lo miró largo rato, sopesando si podía creerle. Despacio, asintió y volvió a la mecedora.

Faz tempo que não me tocam…” – Disse a morena… e o fazendeiro parou de  respirar. - YouTube

La noche avanzó lenta. Antonio guardó vela, con el rifle en el regazo y la mirada fija en el camino de tierra que conducía a la granja. El viento olía a polvo y a otra cosa que no supo nombrar; sentía que la tierra guardaba un secreto, y que ese secreto acababa de despertar. Al primer filo de luz en el horizonte, ella dormía aún, enroscada en la manta, respirando al fin tranquila. Antonio se desperezó y miró el camino: nada. Solo pájaros. Sabía que aquello era apenas el comienzo. Hombres capaces de amarrar a una mujer en medio del maizal no se rinden. Y si volvían, él los esperaría.

Despertó con el sol alto. Antonio estaba en la cocina friendo huevos y tocino cuando oyó el crujido de la silla. Ella se plantó en el umbral, todavía envuelta en la manta, los ojos enrojecidos por el cansancio. “Buenos días”, dijo él, intentando sonar normal. Ella no respondió. La observaba como se observa una amenaza desconocida. Sirvió café y puso el plato en la mesa. “Siéntate. Come.” Dudó, se aproximó despacio y comió en silencio, cada movimiento calculado. Al terminar, se limpió la boca con el dorso de la mano: “¿Por qué me ayudaste?” La pregunta quedó suspendida entre ambos como humo. “Porque era lo correcto”, respondió él. Ella dejó escapar una risa amarga. “Lo correcto… Nadie hace lo correcto sin querer algo a cambio.” Antonio la miró de frente. “Entonces debo ser nadie, porque no quiero nada de ti.” Ella apartó la mirada, mordiéndose el labio. “No sabes quién soy.” “No necesito saberlo”, dijo él. “Sé que estabas amarrada, sola, casi sin vida. Me alcanza.”

Guardó silencio, jugueteando con el borde de la manta. Luego empezó a hablar, despacio, como quien desentierra una espina: “Me llamo Lucía. Vivía en un pueblo pequeño, a dos horas de aquí. Trabajaba en un saloon, nada grande. Servía bebidas, barría el piso, sobrevivía. Un hombre rico, dueño de la mitad de la ciudad, me quiso para él. Cuando dije que no…” La voz le falló. Cerró los ojos, como si intentara expulsar una sombra. “No lo aceptó. ‘Si no eres mía, no serás de nadie’, dijo. Me llevó por la fuerza a una casa perdida. Me escapé, pero mandó a sus hombres. Cuando me atraparon, me amarraron en tu maizal. Prometieron volver para terminar.” Antonio sintió cómo la rabia le subía al pecho, caliente y pesada. “¿Quién es?”, preguntó, más duro de lo que pretendía. Ella tragó saliva. “Thomas Carver. ¿Lo conoces?” El nombre cayó como piedra. Todos conocían a Carver: hectáreas, ganado, negocios en cada esquina. Compraba justicia y vendía miedo. Lucía no huía: estaba condenada.

“Te va a encontrar”, dijo ella, apagada. “Tiene ojos en todas partes. Cuando lo haga, me hará pagar por huir, por decir no, por seguir viva.” Antonio fue a la ventana. Afuera, el maíz se movía manso, dorado, mentiroso. “No te va a encontrar”, dijo sin volverse. “No saldrás de aquí. Y si viene, tendrá que pasar sobre mí.” Ella rió de nuevo, amarga. “No sabes lo que dices. Tiene hombres, armas, dinero. Tú eres solo un granjero.” Antonio se giró. “Lo soy. Y también fui soldado. He visto cosas peores que un rico asustado por perder el control. Si viene, aprenderá que el dinero no lo hace invencible.” Ella lo estudió, como calibrándolo entre loco y valiente. Tal vez ambas.

El resto del día fue de pequeñas normalidades: lavó platos, barrió la casa, gestos que la volvieron casi una mujer cualquiera, casi. Pero en sus ojos seguía escondido el susto. Por la tarde, Antonio revisó cercas y linderos: ninguna huella, ninguna marca. Sabía que era cuestión de tiempo. Hombres como Carver no dejan cabos sueltos.

Al caer la noche, Lucía salió a la galería. “¿Qué harás cuando venga?”, preguntó sin mirarlo. “Lo que haga falta”, dijo él. “¿Aunque signifique quitar una vida?” La pregunta cayó pesada, con sabor a plomo. Antonio no respondió de inmediato. Había quitado vidas en la guerra, en defensa propia, y jamás le pareció ligero. “Si es él o tú”, dijo al fin, “te elijo a ti.” Ella lo miró con brillo húmedo. “¿Por qué? Ni me conoces.” Él pensó en su rostro marcado por el sol y los días duros. “Porque todos merecen una segunda oportunidad. Y porque, si no hago nada, cargaré con eso toda la vida.” Ella no dijo nada. Le tomó la mano, apretando suave, como diciendo lo que no podía decir.

La paz duró lo que tarda el viento en cambiar. A medianoche, el sonido de cascos llegó por la llanura. Antonio se puso de pie, rifle en mano. Tres caballos, tres hombres. Reconoció la silueta de Jasper, capataz de Carver. Los otros dos, pistoleros de alquiler. Descendió los escalones con calma tensa. “Hasta ahí”, dijo. “Propiedad privada.” Jasper sonrió torcido. “No queremos problemas, viejo. Vinimos a buscar lo que es nuestro.” “Ella no es de ustedes”, contestó Antonio. “Ni lo será.” Jasper desmontó; los otros se mantuvieron a caballo, manos cerca del hierro. “El patrón la quiere. Y lo que el patrón quiere, lo consigue.” “No esta vez.”

El viento soplaba entre ellos, trayendo olor a sudor y pólvora. Jasper chistó. Los pistoleros bajaron. Lucía apareció en la puerta, la manta en los hombros y el miedo en los ojos. “No… por favor.” Jasper se relamió. “Ahí estás, bonita. ¿Me extrañaste?” Lucía retrocedió. Antonio se interpuso. “No irá a ninguna parte. Lárguense antes de que pierda la paciencia.” Uno dio un paso, la mano sobre la culata. “Estás solo, viejo. Somos tres. Haz la cuenta.” Antonio alzó la Winchester. “La cuenta que importa es esta: tengo seis cargas y diez segundos para que decidan si quieren probar.” Jasper levantó la mano para calmar a los suyos. “Tranquilos. Aún no queremos sangre.” Miró a Lucía, luego a Antonio. “Pero al patrón no le va a gustar. Cuando no le gusta, se pone feo.” “Que se ponga. Aquí ella está protegida.” Jasper escupió, montó y tiró de las riendas. “Te vas a arrepentir.” Se alejaron a galope, tragados por la oscuridad.

Lucía corrió y abrazó a Antonio, llorando bajito. “Gracias.” Él la sostuvo, sintiendo el peso del mundo en los hombros. Sabía que aquello apenas empezaba. Los días siguientes se tensaron como alambre. Reforzó cercas, colocó trampas sencillas, vigiló cada polvo levantado en la ruta. Lucía ayudó como pudo; de noche despertaba gritando, expulsando pesadillas a las que él no encontraba puerta. Poco a poco, algo cambió. Sonrisas pequeñas, gestos mínimos regresaron a su rostro, como quien aprende de nuevo el verbo vivir. Antonio, que llevaba años solo, se descubrió habitando un hogar.

Tres semanas después, la paz se rompió de otro modo: Carver apareció en persona, no con pistoleros, sino con el sheriff. Bajó de una calesa como si el mundo fuese suyo: sombrero caro, ropa impecable, sonrisa de quien nunca oyó un no. “Señor Ferreira”, saludó, quitándose el sombrero. “¿Podemos hablar?” Antonio cruzó los brazos. “Diga lo que vino a decir.” Carver miró hacia Lucía, que había salido a la galería. “Esa mujer me pertenece. Huyó de un acuerdo. Vengo a buscarla.” “¿Acuerdo?”, repitió Antonio, con la voz subiendo. “¿Qué clase de acuerdo amarra a una persona en un maizal?” Carver sonrió. “Detalles. Lo importante es que es mía, y la ley está de mi lado.” El sheriff, bajo y nervioso, asintió: “Tiene documentos. Es su… propiedad.” Antonio sintió que le ardía la sangre. “Propiedad… Ella no es ganado.” Carver encogió hombros. “Las personas también se compran, señor Ferreira. Debería saberlo.” Antonio adelantó un paso, la mano acercándose a la funda: “No se irá con usted. Ni hoy ni nunca.” El sheriff levantó la mano: “No lo haga. Sería resistencia a la ley.” “¿Qué ley?”, rugió Antonio, “¿La que permite que hombres como él hagan lo que quieran? Esa ley no la reconozco.”

El silencio fue un lazo ajustándose. Lucía bajó los escalones y se paró junto a Antonio. “No me voy”, dijo firme. “Máteme aquí si quiere, pero no vuelvo.” Carver perdió la sonrisa. “Te arrepentirás.” “Ya me he arrepentido de muchas cosas”, dijo ella. “De decirte que no, jamás.” Carver miró a uno y otro, volvió a la calesa. “Esto no ha terminado.” El sheriff vaciló y lo siguió.

Quedaron en la galería, con el sol recalentándoles la espalda. “¿Y ahora?”, preguntó Lucía. Antonio miró el horizonte: campos dorados, cielo abierto. “Ahora vivimos”, respondió. “Vivimos y somos libres. Ni Carver ni la ley nos quitarán eso.” No porque el mundo hubiera cambiado, sino porque ellos habían elegido luchar. Y a veces, eso basta: alguien que decide quedarse cuando todo indica que hay que huir.

Con el tiempo, los rumores corrieron por los caminos: que un granjero le plantó cara a Carver; que una mujer, marcada por la vida, encontró su libertad entre maizales. Algunos juraron que el sheriff, cansado de ser perro ajeno, empezó a mirar mejor sus propias manos. Otros contaron que Carver perdió pleitos lejos, donde su dinero no alcanzaba a comprar conciencias. La verdad y el cuento, en la llanura, beben del mismo pozo.

Una tarde de otoño, Antonio y Lucía caminaron entre los surcos dorados. El viento volvió a susurrar aquello que había dicho el primer día. Lucía se detuvo, tocó el poste viejo de la cerca. “Aquí empezó de nuevo mi vida”, murmuró. Antonio asintió. “Aquí recordaste que tu cuerpo te pertenece. Y tu nombre.” Ella lo miró, con esos ojos que ya no eran pozo de miedo, sino agua profunda. “Hace mucho tiempo que nadie me tocaba sin lastimar”, dijo, suave. “Y tú me tocaste para soltar, no para atar.” Antonio le tomó la mano, no como un dueño, sino como quien acompaña. “Que eso no vuelva a cambiar”, respondió. Y siguieron caminando, dejando que el maíz les rozara los brazos como un rezo.

Porque, al final, la humanidad se sostiene en gestos así de simples: cortar una cuerda, abrir una puerta, quedarse de guardia mientras otro duerme. Y cuando vuelvan los cascos en la noche —porque vuelven—, habrá manos que ya no tiemblen, habrá voces que digan no. Habrá, sobre todo, dos personas que eligieron ser libres y que, al elegirlo, enseñaron al campo entero a respirar de nuevo. Y si alguna vez te preguntan por qué un granjero arriesgó su vida por una desconocida, podrás decir: porque hacer lo correcto fue lo único que lo mantuvo humano.

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