La ama que dominaba y llevaba a su esclavo al límite, no te lo vas a creer.

La ama que dominaba y llevaba a su esclavo al límite, no te lo vas a creer..

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🇧🇷 El Precio del Deseo: La Sinhá Que Llevó a Su Esclavo al Límite

 

En aquella mañana de sol abrasador, cuando el canto del sabiá aún resonaba en los cafetales de Vassouras, el destino de Domingos estaba sellado sin que él lo supiera. Pues la Sinhá Mariana había puesto los ojos en él con un hambre que ninguna oración del Padre Honório podría aplacar.

 

La Tentación Prohibida

 

Domingos era un negro alto y fuerte, de unos 30 años, que trabajaba en la Casa Grande desde niño. El coronel Jacinto de Albuquerque lo había traído de una hacienda en el Recôncavo bahiano, dejando atrás a su madre, Zefa, a quien jamás volvió a ver. En la casa de los Albuquerque, Domingos había aprendido a leer a escondidas con la hija mayor de los patrones, la niña Isaura, quien tenía un corazón manso y le gustaba enseñar las letras a los esclavos. Pero Isaura creció y se fue. Domingos se quedó solo con sus libros escondidos debajo del colchón de paja.

El coronel Jacinto era un hombre de trato duro, pero justo dentro de lo que la época permitía. No golpeaba a los esclavos sin motivo y daba comida suficiente. Sin embargo, su esposa, la Sinhá Mariana, era una criatura de otra índole.

Mariana había venido de Río de Janeiro a los 18 años, una moza linda de cabellos negros y ojos de felino. Se casó con Jacinto por arreglo de las familias, y desde el primer día sintió el peso del tedio y la soledad en aquella hacienda perdida entre montañas. Mariana pasaba los días bordando en la terraza, leyendo romances franceses y observando a los esclavos trabajar en el terreiro.

Fue así como comenzó a reparar en Domingos, en la forma en que él cargaba los sacos de café en su espalda ancha, en el sudor que le escurría por el pecho, en los músculos que se dibujaban bajo la piel oscura como bronce pulido. El deseo que nació en ella era prohibido por todas las leyes divinas y humanas. Pero Mariana no era mujer que se curvaba fácilmente a los mandamientos.

El coronel Jacinto pasaba largas temporadas fuera, tratando de negocios. Y era en esas ausencias que Mariana sentía la tentación crecer como hierba dañina en su corazón.

El Poder y la Vergüenza

 

Una noche de luna llena, con el coronel fuera hacía 15 días, Mariana mandó llamar a Domingos a la Casa Grande. Dijo que necesitaba que él reparara una ventana de su cuarto que no cerraba bien. Domingos subió las escaleras con el corazón apretado, porque sabía que no había ninguna ventana rota.

Cuando entró en el cuarto de la Sinhá, ella estaba en camisón blanco, los cabellos sueltos, y había una botella de vino de Oporto sobre la mesita de noche.

“Domingos, arregle esa ventana para mí,” dijo ella con voz suave, apuntando a una ventana que abría y cerraba perfectamente.

Él se acercó, fingiendo examinar la cerradura, las manos temblando. Fue cuando sintió la mano de ella tocar su espalda, los dedos subiendo despacio por su camisa.

“Sí, ah, eso no está bien,” murmuró él sin volverse.

Mariana rió bajito, un riso que era al mismo tiempo dulce y cruel, y dijo: “¿Quién es usted para decir lo que está bien, Domingos? Usted es mío, así como todo en esta hacienda es mío.”

Él se giró entonces y vio en los ojos de ella una mezcla de deseo y poder que le heló la sangre, porque entendió en aquel momento que no tenía elección. Que si se rehusaba podría ser vendido, azotado o cosa peor. Ella tenía sobre él el poder de vida o muerte.

Aquella noche, Domingos hizo lo que ella mandó. Y mientras la poseía, sintió que estaba perdiendo algo de sí mismo, un pedazo de su alma que jamás recuperaría, porque no había placer en aquello, solo vergüenza y asco de sí propio. Mariana, sin embargo, sintió placer, un placer mezclado con la embriaguez del poder, de haber doblegado a aquel hombre fuerte a su voluntad, de haber violado todas las reglas y salir impune.

 

La Conspiración del Destino

 

Después de aquella primera noche, ella lo llamó otras veces, siempre cuando el coronel estaba fuera. Domingos iba porque no tenía alternativa, pero cada vez que subía aquellas escaleras, sentía que moría un poco por dentro.

En la Senzala (los barracones), los otros esclavos comenzaron a percibir. Benedito, que trabajaba en el molino, notó cómo Domingos estaba callado y triste, sin comer derecho. Luego todos supieron lo que estaba pasando. Algunos lo miraban con pena, otros con desprecio, pensando que se había entregado voluntariamente a los encantos de la Sinhá, pero nadie decía nada en voz alta, porque sabían que hablar era peligroso.

Lo peor vino cuando el coronel Jacinto regresó de sus viajes y la Sinhá Mariana continuó llamando a Domingos, ahora con más cuidado, escogiendo las horas en que el marido estaba en el cafetal. Domingos vivía en pánico constante, imaginando que, incluso siendo víctima, sería él el castigado, tal vez muerto.

Él pensó en huir hacia los quilombos (comunidades de esclavos fugitivos), pero sabía que los Capitães do Mato (cazadores de esclavos) lo encontrarían y lo traerían de vuelta para ser azotado.

Una noche, en la terraza de la Casa Grande, oyó una voz detrás de sí. Era Joaquim do Rosário, un esclavo viejo y sabio que cuidaba de los caballos.

“Mi hijo,” dijo Joaquim con voz pausada. “Yo sé lo que te está pasando y sé que no tienes culpa, pero necesitas tener cuidado porque el destino está tramando una desgracia grande para ti.”

“No puedes decir no,” dijo Joaquim. “Y eso es lo que duele en el alma. Porque tú eres hombre, pero no eres tratado como hombre. Eres tratado como cosa, como animal que se usa cuando se quiere.”

 

El Castigo Final

 

Joaquim tenía razón, porque tres semanas después, la Sinhá Mariana descubrió que estaba embarazada. Y aunque el coronel Jacinto creyera que el hijo era de él, Mariana sabía la verdad en el fondo del corazón. Sabía que aquel niño podría nacer con rasgos que denunciarían todo.

El miedo la consumió. Dejó de llamar a Domingos y pensó en la manera de hacerlo desaparecer de la hacienda, venderlo a algún traficante de esclavos que lo llevase para muy lejos.

El alivio de Domingos duró poco, porque una tarde el coronel Jacinto lo llamó a la oficina de la hacienda.

“Domingos,” dijo el coronel con voz fría. “Me contaron unas historias sobre usted y mi esposa. Historias que no quiero creer, pero que necesito investigar.”

El coronel lo observó con aquellos ojos de acero. “¿Entonces, por qué ella anda nerviosa? ¿Por qué usted anda desaparecido? ¿Por qué Maria das Dores vio usted saliendo del cuarto de ella de noche?”

Domingos, en un lampejo (destello) de desesperación, decidió contar todo. Contó cómo la Sinhá lo llamaba, cómo él no podía rehusarse, cómo sufría cada vez que subía aquellas escaleras. Las lágrimas descendían por su rostro, 30 años de dolor y humillación, saliendo en palabras entrecortadas.

El coronel Jacinto oyó todo en silencio, el rostro cada vez más rojo, las manos apretando el chicote. Y cuando Domingos terminó, el coronel dijo apenas: “Salga de aquí, vaya para Senzala y no salga de allí hasta que yo decida lo que hacer.”

A la mañana siguiente, el capataz vino a la Senzala y mandó a Domingos prepararse. Dijo que el coronel lo iba a vender a un comprador de esclavos que lo llevaría al sur, para las charqueadas (fábricas de carne seca), donde la vida era aún más dura.

Antes de partir, Domingos miró una última vez hacia la Casa Grande y vio a la Sinhá Mariana en la ventana del cuarto, la mano en el vientre ya levemente redondeado. Sus ojos estaban rojos de lloro. En aquel momento, él no sintió odio ni pena de ella. Sintió apenas un vacío inmenso, porque entendió que ambos eran víctimas de un sistema cruel que transformaba seres humanos en objetos, en propiedades, en cosas sin voluntad propia.

La carreta que lo llevaría lejos estaba esperando. Domingos subió encadenado con otros cinco esclavos que también habían sido vendidos. Y mientras la hacienda quedaba atrás, él pensó en la madre que nunca más viera, en la niña Isaura que le enseñara las letras, en el viejo Joaquim, y pensó también en aquella criatura que tal vez naciese con sus ojos o su nariz y que crecería sin nunca saber quién fue el padre verdadero.

La historia de Domingos se perdió en los caminos del Brasil esclavista. Pero su dolor resonó a través de los tiempos, un grito silencioso de todos aquellos que no pudieron decir no, que no tuvieron elección, que cargaron en la espalda no solo el peso del trabajo forzado, sino también la violencia íntima y cruel que sucedía en las sombras de las Casas Grandes.

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