“Quiero hacerte el amor toda la noche”, le dijo el vaquero gruñón a su cocinera viuda y solitaria.
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El Vaquero y la Cocinera: Una Noche de Pasión
La lluvia había estado cayendo toda la noche, un aguacero frío e implacable que difuminaba la línea entre la tierra y el cielo. El camino embarrado se extendía a través de la niebla, y el silencio solo era interrumpido por el distante zumbido de un trueno. En medio de ese paisaje solitario, una figura se erguía en la puerta de la cocina de un rancho en el corazón de Texas.
“Quiero hacerte el amor toda la noche”, dijo Jake Thompson, el vaquero gruñón, con su voz profunda resonando en el aire. La cocinera, María Rodríguez, congeló su movimiento. La faca que sostenía se le escapó de las manos y cayó al suelo de madera con un estruendo. Ella se giró lentamente, sintiendo el calor que emanaba del cuerpo gigante de Jake, que estaba parado en el umbral.
María tragó saliva, sus dedos temblando mientras se aferraba a la mesa. Era solo su cocinera, pero en ese momento, bajo la mirada intensa de Jake, supo que sus vidas estaban a punto de cambiar para siempre. La declaración de Jake no era una pregunta; era un grito desesperado de un hombre que había reprimido sus deseos durante meses.
Era 1887, y esa región de Texas aún era dura, donde solo los fuertes sobrevivían. Jake, a sus 35 años, había construido su imperio con esfuerzo: 2000 acres de tierra, 500 cabezas de ganado y una reputación que hacía que los hombres pensaran dos veces antes de cruzar su camino. Pero aquella noche, mientras desmontaba de su caballo y ataba las riendas, su mente no estaba en el ganado ni en las tierras; estaba en María.
María había llegado al rancho cuatro meses antes, respondiendo a un anuncio que Jake había publicado en el periódico de San Antonio. Él necesitaba a alguien que cocinara, limpiara y mantuviera la casa en funcionamiento. Esperaba contratar a una mujer mayor, tal vez una viuda experimentada que necesitara trabajo. Pero lo que no esperaba era a María. Ella apareció en su puerta una mañana de primavera, pequeña y delicada como una flor salvaje, pero con ojos que llevaban la sabiduría de quien ya había conocido el dolor.
Apenas tenía 24 años, pero era viuda. Su marido había muerto en un accidente de minería seis meses antes, dejándola con deudas y soledad. Jake la contrató de inmediato, diciéndose a sí mismo que era porque ella necesitaba el trabajo y él necesitaba una cocinera. Pero la verdad, aquella verdad que él había enterrado, era que desde el momento en que sus ojos marrones se encontraron con los suyos, algo despertó dentro de su pecho, algo que había cerrado a cal y canto tras la muerte de su esposa tres años atrás.
Durante los primeros meses, Jake mantuvo una distancia rigurosa. Era cordial, pero frío. La trataba como a una empleada y nada más. Desayunaba en silencio, trabajaba todo el día en el campo, regresaba para cenar, agradecía brevemente y se retiraba a su habitación. Pero era una tortura silenciosa. María no solo era una buena cocinera; era excepcional. Sus platos tenían el sabor de la tierra, de la tradición, del amor que ella ponía en cada receta. Tortillas hechas a mano cada mañana, frijoles negros sazonados con comino y cilantro, carnes asadas con chiles que ella cultivaba en un pequeño jardín detrás de la casa. Café fuerte como la propia tierra de Texas.

Sin embargo, no era solo la comida; era la forma en que ella canturreaba mientras trabajaba, melodías mexicanas suaves que flotaban por la casa como fantasmas de recuerdos felices. Era el aroma de su piel, una mezcla de jabón simple y canela, y algo indefinible que era solo de ella. Era la visión de María por la mañana, cuando el sol naciente iluminaba su perfil dorado mientras amasaba la masa del pan. Era la curva de su cuello al inclinarse sobre la estufa, la gracia de sus manos pequeñas mientras picaba verduras. Jake comenzó a evitar la cocina. Empezó a salir más temprano y regresar más tarde, trabajando hasta la extenuación, esperando que el cansancio físico apagara el fuego del deseo que crecía dentro de él.
No funcionó. Esa noche, acostado solo en su cama demasiado grande, pensaba en ella. Imaginaba cómo sería tocarla, sus pequeñas manos sobre su pecho, sus labios suaves bajo los suyos, su cuerpo delicado temblando de placer bajo su peso. Se odiaba por esos pensamientos. Ella era su empleada. Ella confiaba en él. Merecía respeto, no los pensamientos lujuriosos de un vaquero solitario.
María también sentía la tensión entre ellos. ¿Cómo podría no sentirlo? Veía la manera en que Jake la miraba cuando pensaba que ella no lo estaba observando. Sus ojos verdes, normalmente fríos como piedras de río, se encendían con algo cálido y peligroso antes de que él desviara la mirada rápidamente. Ella notaba cómo sus músculos se tensaban cuando accidentalmente lo rozaba en la estrecha cocina, cómo su mandíbula se apretaba cuando ella reía.
Jake Thompson era el hombre más magnífico que ella había visto. Casi dos metros de pura masculinidad, hombros tan anchos que bloqueaban puertas, brazos del tamaño de troncos de árbol cubiertos de músculos definidos por el trabajo duro. No era guapo en el sentido tradicional; era rudo, marcado por el sol y el viento. Pero había una fuerza en él, una presencia que hacía que el aire se volviera más pesado cuando entraba en una habitación. María se encontraba observándolo por la ventana de la cocina mientras él trabajaba sin camisa bajo el sol abrasador, su cuerpo bronceado brillando de sudor, los músculos contrayéndose y relajándose con cada movimiento. Ella se imaginaba cómo sería ser tocada por esas manos enormes, ser abrazada por esos poderosos brazos, ser besada por esa boca firme.
Esa noche, Jake regresó de la ciudad después de vender un lote de ganado. Había sido un buen negocio, lucrativo, pero durante todo el viaje de regreso, apenas pensó en el dinero. Pensaba solo en María, en llegar a casa y verla, en escuchar su voz, en sentir su presencia. Cuando llegó, la casa estaba iluminada por la cálida luz de las lámparas. Podía ver la silueta de María a través de la ventana de la cocina, moviéndose con la gracia natural que la caracterizaba. Su corazón aceleró al verla.
Entró por la puerta trasera directamente a la cocina. Normalmente iba por delante, se lavaba y cambiaba de ropa antes de cenar, pero esa noche algo dentro de él era diferente. Una inquietud, una urgencia. Necesitaba estar cerca de ella. María estaba de espaldas a la puerta, picando patatas para el guiso. Llevaba un vestido simple de algodón azul, con un delantal blanco atado en la cintura. Su cabello negro estaba recogido en un moño suelto, algunos mechones rebeldes caían alrededor de su rostro.
Jake se quedó parado en la puerta, observándola. Su pecho subía y bajaba pesadamente. Su cuerpo entero estaba tenso, cada músculo contraído. Había aguantado durante cuatro meses. Cuatro meses largos y tortuosos. Pero en ese momento, mirando a María, algo dentro de él simplemente se rompió. No podía más.
“María”, su voz salió ronca, más grave de lo habitual. Ella se congeló, la cuchilla suspendida en el aire. “No te gires, Sr. Thompson”, respondió, y él pudo escuchar el temblor en su voz. “La cena estará lista en breve.” La cuchilla cayó de sus manos con un estruendo que resonó en la silenciosa cocina. María se aferró a la mesa, sus dedos blancos de tanto esfuerzo. Su corazón latía con fuerza, casi podía sentir el pulso en sus oídos.
El silencio que siguió fue absoluto, solo se escuchaba el crepitar del fuego y su respiración pesada detrás de ella. “¡María!”, dijo Jake nuevamente, y había un dolor crudo en su voz. “Por favor, gírate.” Ella quería huir, quería fingir que no había escuchado, pero su cuerpo no obedecía. Lentamente, como si estuviera en un sueño, se giró para mirarlo.
Jake estaba apoyado en el marco de la puerta, como si necesitara ese soporte para mantenerse en pie. Se había quitado el sombrero en algún momento, y su cabello oscuro estaba desordenado. Su camisa estaba abierta en los primeros botones, revelando su pecho musculoso cubierto de pelos oscuros. Sus manos grandes sostenían el sombrero con tanta fuerza que los nudillos se volvían blancos. Pero eran sus ojos los que más la impactaban. Aquellos ojos verdes, que normalmente eran tan fríos y controlados, ahora ardían con una intensidad que hacía que sus piernas temblaran.
“Yo sé que no tengo derecho”, comenzó Jake, su voz saliendo ronca y quebrada. “Tú trabajas para mí. Eres una mujer respetable, decente, pero yo…” Pasó la mano por su cabello frustrado. “No aguanto más, María. No puedo seguir fingiendo que eres solo mi cocinera. No puedo seguir pretendiendo que no pienso en ti cada segundo del día.”
María no podía hablar. Su garganta estaba cerrada. Su cuerpo entero temblaba. “Toda la noche me acuesto solo en esa cama”, continuó él, dando un paso hacia la cocina. “Y todo lo que puedo pensar eres tú aquí, tan cerca y tan lejos. Imagino cómo sería tenerte en mis brazos, cómo sería besarte, tocarte, hacerte gemir mi nombre.”
Otro paso, ahora estaba más cerca. María podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo masivo. “Sueño contigo, María”, confesó Jake, su voz baja e intensa. “Sueño que te hago mía de todas las formas que un hombre puede hacer que una mujer sea suya. Sueño con el sabor de tu piel, con el sonido de tu respiración acelerada, con la sensación de tu cuerpo temblando bajo el mío.”
El corazón de María latía con tanta fuerza que dolía. Se aferró a la mesa detrás de ella para no caer. “Si me dices que no”, dijo él, ahora a solo dos pasos de distancia, “respetaré tu decisión. Nunca más mencionaré esto. Lo enterraré bien profundo y continuaremos como antes. Tienes mi palabra de honor.”
Se detuvo tan cerca que ella podía ver las gotas de sudor en su frente, las pequeñas cicatrices en su rostro, la rápida pulsación en su cuello. “Pero si me dices que sí”, su voz se convirtió en un susurro profundo y peligroso, “si me dices que sí, María, prometo que te adoraré toda la noche. Descubriré cada lugar de tu cuerpo que te haga temblar. Te haré sentir cosas que nunca has sentido antes. Te haré mía de una manera que nunca olvidarás.”
Sus ojos verdes perforaron los de ella, ardían con deseo, pero también con algo más: vulnerabilidad, necesidad, soledad. “Estoy hambriento de ti”, admitió, su voz quebrándose. “Hambriento de una manera que ninguna comida puede satisfacer. Hambriento de tu toque, de tu calor, de ti.” Extendió su mano, aquella mano enorme y callosa, la palma hacia arriba. “Una invitación, una elección.”
“Ven conmigo”, pidió él, y no había comando en su voz ahora, solo súplica. “Déjame mostrarte lo que haces conmigo. Déjame darte lo que nunca tuviste hasta el amanecer. Y si por la mañana quieres irte, te pagaré el doble y te llevaré personalmente a cualquier lugar que desees. Pero dame esta noche, María, por favor. Solo una noche.”
María miró aquella mano extendida, tan grande que podría aplastarla con facilidad. Pero sabía, en lo más profundo de su alma, que él sería gentil, que esas manos que dominaban caballos salvajes y trabajaban bajo el sol implacable serían delicadas con ella. Su corazón y su mente libraban una feroz batalla. La parte respetable de ella gritaba para que se negara, para que recordara su lugar, para que mantuviera su dignidad. Pero otra parte, una parte salvaje y hambrienta que había mantenido atrapada desde que quedó viuda, imploraba que tomara esa mano.
Pensó en todas las noches solitarias, en cada vez que despertaba sola, deseando ser tocada, deseada, amada. Pensó en lo corta y brutal que era la vida en el oeste. Su marido lo había probado, muerto a los 28 años, aplastado en una mina, dejándola sola y hambrienta de más que solo comida. Miró a Jake, ese hombre magnífico y atormentado que se ofrecía a ella tan completamente. Vio la hambre en sus ojos, sí, pero también vio el dolor, la soledad, la desesperada necesidad de conexión que reflejaba la suya.
¿Por qué negarlo? ¿Por qué negarles a ambos esta única noche de no estar solos? Lentamente, con el corazón en la garganta y la respiración entrecortada, María extendió su pequeña mano y la colocó en la de él.
La reacción de Jake fue instantánea. Sus dedos se cerraron alrededor de la mano de ella con una delicadeza sorprendente para un hombre tan grande. Sus ojos se cerraron por un momento, como si estuviera rezando una oración de gratitud. Cuando los abrió nuevamente, estaban más oscuros, más intensos. “¿Estás segura?”, preguntó una última vez, dándole la última oportunidad de retroceder. “Porque si vienes conmigo ahora, María, no podré detenerme. Te haré completamente mía.”
María tragó saliva. Su cuerpo entero temblaba, pero no de miedo. Era anticipación, deseo, necesidad. “Sí”, susurró, su voz apenas audible. “Sí, Jake, estoy segura.”
El nombre de ella en sus labios rompió el último hilo de control que Jake mantenía. Con un gemido bajo y primitivo que salió de lo más profundo de su pecho, la atrajo bruscamente contra su cuerpo. María soltó un grito de sorpresa cuando su pequeño cuerpo colisionó con el de él. Era como chocar contra una pared de músculo sólido y calor. Los brazos de Jake la rodearon con tal fuerza que la hicieron sentir pequeña y protegida al mismo tiempo.
“¡Dios, María!”, murmuró él contra su cabello, inhalando profundamente su aroma. “No tienes idea de lo que me haces.” Antes de que ella pudiera responder, Jake la levantó del suelo como si no pesara nada. María soltó un pequeño grito, aferrándose instintivamente a sus anchos hombros. Nunca había sido cargada así antes. Su difunto marido era un hombre pequeño, incapaz de tal demostración de fuerza bruta, pero Jake la sostenía como si fuera de plumas, un brazo bajo sus rodillas, el otro apoyando su espalda, presionándola contra su enorme pecho.
“Agárrate a mí”, ordenó él, su voz grave de deseo, y comenzó a caminar. La llevó fuera de la cocina, atravesando la sala principal, subiendo las escaleras de madera que crujían bajo su peso. El corazón de María latía descontroladamente. Cada paso que él daba la acercaba más al desconocido, más cerca de cruzar una línea que nunca podría ser deshecha.
La habitación de Jake era espartana: una gran cama de madera oscura, un armario, una silla. La luz de la luna entraba por la ventana, bañando todo en plata. Olía a cuero, tabaco y algo indefinible que era puramente masculino, puramente Jake. La colocó de pie junto a la cama con una sorprendente gentileza. Por un largo momento, solo se miraron. El pecho de Jake subía y bajaba pesadamente. Sus manos temblaban levemente cuando levantó una para tocar su rostro.
“Tan hermosa”, murmuró, su pulgar trazando la línea de su mandíbula. “¡Tan perfecta!” María cerró los ojos al toque de él. Era cálido, áspero, perfecto. “Jake”, susurró ella. “No sé qué hacer.” “No necesitas hacer nada”, respondió él con voz suave. “Solo siente. Déjame cuidar de ti.”
Y entonces la besó. No fue un beso gentil o titubeante; fue pura hambre. Meses de deseo reprimido estallaron de una vez. Su boca se apoderó de la de ella con una posesividad que hizo que sus rodillas flaquearan. Sus labios eran firmes y exigentes, su lengua invadiendo, explorando, reclamando. María gimió contra su boca, y el sonido pareció incendiarlo aún más. Sus grandes manos descendieron por su espalda, agarrando sus caderas, atrayéndola firmemente contra él. Ella pudo sentir la evidencia dura de su deseo presionada contra su abdomen, y el conocimiento de cuánto la quería la hizo sentirse poderosa y deseada de una manera que nunca había experimentado.
Jake rompió el beso solo para arrancarse la propia camisa, revelando el cuerpo que María solo había vislumbrado antes. “Dios mío”, pensó ella. “Es magnífico”, todo músculo definido, piel bronceada marcada con cicatrices que contaban historias de una vida dura. “Tu vestido”, dijo él, su voz ronca. “Quítatelo o lo rasgaré.” Con dedos temblorosos, María desabotonó el vestido, dejándolo caer al suelo. Se quedó de pie solo en su delgada camisón, sintiéndose más expuesta que nunca.
Los ojos de Jake la devoraron. “¡Perfecta!”, murmuró nuevamente. “Eres perfecta, María.” Y luego la levantó de nuevo, acostándola sobre la cama con una reverencia que hizo que lágrimas brotaran de sus ojos. Esa noche, bajo la luz de la luna de Texas, Jake Thompson cumplió cada promesa que había hecho. La adoró. Descubrió cada lugar sensible de su cuerpo. Le enseñó sobre el placer de maneras que ella nunca había imaginado. Y cuando finalmente la hizo completamente suya, María gritó su nombre al cielo nocturno, entendiendo por primera vez lo que significaba ser verdaderamente deseada.
El acuerdo era para una noche, pero cuando el amanecer llegó y Jake la sostuvo contra su pecho, ambos sabían que una noche jamás sería suficiente.
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