SU PADRE LE DEJÓ SOLO UN POZO SECO… HERMANOS SE BURLARON, 4 AÑOS DESPUÉS IMPLORÓ AGUA

SU PADRE LE DEJÓ SOLO UN POZO SECO… HERMANOS SE BURLARON, 4 AÑOS DESPUÉS IMPLORÓ AGUA

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El Pozo y la Paciencia

I. El Legado

El pozo era solo un agujero negro en la tierra. Carmen miraba sus paredes agrietadas, el balde oxidado, la cuerda deshilachada. Sus hermanos reían desde el auto.

—Es tuyo, hermanita —dijo Miguel sin bajar la ventana—. Papá sabía lo que hacía.

El motor arrancó y se fueron, dejando tras de sí una nube de polvo y una sensación de abandono que pesaba más que el calor del mediodía.

Carmen se quedó parada junto al pozo seco con el papel notarial arrugado en una mano y las llaves de la casa abandonada en la otra. A sus 32 años nunca se había sentido tan pequeña. La casa de adobe parecía tan seca como el pozo. Las ventanas rotas, la puerta colgando de una bisagra, los recuerdos de una infancia que nunca fue feliz.

Era todo lo que su padre le había dejado en el testamento: cinco hectáreas de tierra árida en las afueras de Mendoza y un pozo que llevaba años sin dar una gota de agua. ¿Por qué a mí?, murmuró mirando hacia la carretera donde ya no se veía ni el polvo del auto de sus hermanos. Miguel y Roberto se habían quedado con la casa familiar en la ciudad, el negocio de repuestos y la camioneta. A ella le tocó esto, un lugar que parecía olvidado hasta por Dios.

Carmen caminó hacia la casa arrastrando su única maleta. Por dentro estaba peor que por fuera. El techo tenía goteras aunque no había llovido en meses. Los muebles cubiertos de polvo y telarañas, el grifo seco, el silencio absoluto. Se sentó en una silla que crujió bajo su peso y sacó su teléfono sin señal. La primera noche durmió en el suelo, envuelta en su abrigo. Los ruidos del campo la mantuvieron despierta: grillos, búhos y algo que sonaba como pasos en el techo, probablemente ratas.

Al amanecer salió a caminar por el terreno. Era más grande de lo que recordaba de niña. Había venido aquí solo una vez cuando tenía ocho años, para el funeral de su abuelo. El lugar ya estaba abandonado entonces, pero mientras caminaba notó algo: la tierra no era completamente seca. Había zonas más oscuras, como si hubiera humedad por debajo, y plantas resistentes que no reconocía.

—Tiene que haber agua en algún lado —dijo, solo para escuchar su propia voz.

Regresó al pozo y se asomó. Era profundo, muy profundo. Pero en el fondo, donde antes había visto solo sombras, le pareció ver un brillo. Tomó una piedra pequeña y la dejó caer. El sonido tardó varios segundos en llegar, pero cuando llegó no fue el golpe seco de piedra contra tierra, sino el chapoteo de agua.

Carmen sintió que el corazón le daba un vuelco. Bajó corriendo a la casa y buscó una linterna vieja en un cajón. Las pilas estaban gastadas, pero aún funcionaba. Volvió al pozo y dirigió la luz hacia abajo. Allí, a unos treinta metros de profundidad, había agua. No mucha, pero había.

—El problema no es que no haya agua —susurró—. El problema es que no llega arriba.

Se sentó en el brocal del pozo y miró alrededor. Por primera vez en días no sintió desesperación. Sintió algo parecido a un desafío.

II. El Desafío

Sus hermanos habían estado seguros de que este lugar no valía nada. La habían dejado allí pensando que se rendiría en una semana y les vendería el terreno por nada. Miguel se lo había dicho antes de irse: “Cuando te canses de jugar a la granjera, llámanos. Te daremos algo justo por el terreno”.

Carmen cerró los ojos y respiró hondo. El aire olía a tierra seca y a plantas silvestres. No era desagradable, era diferente. Esa tarde caminó hasta el pueblo más cercano, a seis kilómetros. El almacén era pequeño, pero tenía lo básico. El dueño, don Alfonso, la miró con curiosidad cuando le preguntó por herramientas para pozos.

—¿Usted es de la familia Morales? ¿Del terreno de allá por el cerro? —Sí, señor, era de mi papá. —Su abuelo era buena gente. Ese pozo daba agua dulce en su época. Dicen que se secó cuando él murió, como si la tierra se hubiera puesto triste.

Carmen compró una cuerda nueva, un balde de metal y algunas herramientas básicas. Don Alfonso le fió parte de la compra cuando ella le explicó que no tenía dinero.

—Si necesita trabajo mientras arregla lo del agua, mi esposa conoce a unas señoras que hacen conservas. Siempre necesitan ayuda en la temporada.

De vuelta en el terreno, Carmen ató el balde nuevo a la cuerda y lo bajó al pozo. Cuando lo subió, venía con casi un litro de agua clara. No era mucha, pero era suficiente para beber, para cocinar, para lavarse la cara. Esa noche volvió a dormir en el suelo, pero esta vez sonrió antes de cerrar los ojos. Mañana iba a caminar de nuevo por todo el terreno. Iba a fijarse en qué plantas crecían y dónde. Iba a averiguar por qué el agua no subía sola y qué se necesitaba para que lo hiciera.

Sus hermanos pensaban que estaba acabada, que este lugar era una carga, pero ellos no habían visto el brillo del agua en el fondo del pozo. No habían hablado con don Alfonso. No habían notado que la tierra oscura aparecía en líneas que iban desde el pozo hacia diferentes partes del terreno.

III. El Sistema

Los primeros días fueron duros. Carmen desarrolló una rutina: levantarse al amanecer, bajar el balde tres veces para tener agua suficiente, caminar por el terreno para entender la tierra y trabajar en reparar lo que se pudiera de la casa.

El cuarto día encontró algo interesante. Siguiendo una de las líneas de tierra más oscura, llegó a un lugar donde había una piedra grande y plana. Cuando la movió, descubrió que cubría una abertura pequeña en el suelo. No era otro pozo, sino algo parecido a un canal tapado con piedras y tierra.

—Un sistema de riego —murmuró.

Esa tarde caminó hasta el pueblo y encontró a don Alfonso cerrando el almacén.

—Don Alfonso, ¿usted conoció bien a mi abuelo? —Claro, mi hija. Don Esteban era un maestro con el agua. Decía que la tierra sabía dónde estaba, pero que había que ayudarla a encontrar el camino. Él tenía cultivos, los mejores tomates y hierbas aromáticas que vendía hasta en la capital. Su secreto era que nunca peleaba contra la sequía. La entendía.

Carmen regresó al terreno con una idea formándose en su cabeza. Si el abuelo había logrado que esto funcionara, ella también podía.

Una semana después ya había destapado tres metros del canal enterrado. Era trabajo duro, pero cada piedra que quitaba revelaba más del sistema. Los canales llevaban el agua desde el pozo hacia diferentes sectores del terreno, aprovechando la pendiente natural. El problema era que sin una bomba, el agua no subía sola desde treinta metros de profundidad.

IV. La Bomba

Fue don Alfonso quien le dio la solución sin darse cuenta. Carmen había ido al pueblo a comprar más herramientas cuando lo escuchó hablando con otro hombre sobre una bomba manual que alguien vendía barata en el pueblo de al lado.

—Está usada, pero funciona. El dueño se fue a la ciudad y quiere deshacerse de todo rápido.

Carmen usó los últimos pesos que tenía para tomar un colectivo hasta ese pueblo. La bomba era vieja pero sólida. El hombre le pidió un precio que ella no tenía.

—¿Qué sabe hacer? —le preguntó él. —Sé cocinar, sé limpiar. Sé trabajar. —Mi esposa está enferma y no puede hacer las conservas para la temporada. Si me ayuda dos semanas con eso, la bomba es suya.

Carmen aceptó inmediatamente. Las dos semanas siguientes trabajó desde las cinco de la mañana hasta las ocho de la noche pelando tomates, preparando salsas, llenando frascos. Era trabajo repetitivo y cansador, pero aprendió algo valioso: cómo se hacían conservas que duraban meses sin refrigeración.

Cuando volvió a su terreno, con la bomba manual atada a una carretilla prestada, se sintió como si hubiera ganado una guerra. Instalar la bomba le tomó tres días más y la ayuda de don Alfonso, que resultó saber más de mecánica de lo que aparentaba. Pero cuando finalmente giraron la manivela y el agua empezó a subir por el tubo, Carmen gritó de alegría.

—¡Sale, sale agua! —Su abuelo estaría orgulloso —dijo don Alfonso.

Con el agua funcionando, Carmen pudo limpiar los canales completamente y empezar a planificar qué plantar. Recordaba las hierbas aromáticas que había visto secándose en casa del hombre de las conservas: orégano, tomillo, romero, plantas que resistían la sequía y se vendían bien. Compró semillas con el dinero que había ganado haciendo conservas. No era mucho, pero era un comienzo.

También reparó tres ventanas de la casa y arregló la puerta principal. Por las noches, cuando regaba las primeras plantas que empezaban a brotar, se sentaba en el brocal del pozo y miraba las estrellas.

V. El Primer Brote

Un mes después de haber llegado al terreno, Carmen tenía agua corriendo por los canales, treinta plantas de hierbas aromáticas creciendo en líneas ordenadas y una rutina que la hacía sentir útil. Pero lo más importante era algo que había descubierto por accidente.

Un día, mientras regaba, vio que una mujer mayor se había detenido en la cerca del terreno y miraba las plantas con interés.

—¿Son suyas esas hierbas? —le preguntó la mujer. —Sí, señora. —Se ven muy buenas. ¿Las va a vender?

Carmen no había pensado en vender todavía. Las plantas apenas tenían un mes, pero la mujer siguió hablando.

—Soy Rosa Fernández. Tengo un puesto en la feria del pueblo. Si tiene orégano fresco, yo le compro todo lo que pueda traerme. Es difícil encontrar orégano bueno por aquí.

Esa noche Carmen no pudo dormir de la emoción. No solo había logrado que el agua funcionara, no solo había hecho crecer plantas en tierra que sus hermanos creían muerta. Ahora tenía su primera clienta.

Tres días después cortó las primeras hierbas y las llevó al pueblo en una bolsa de tela. Rosa las examinó, las olió y asintió satisfecha.

—Están perfectas. ¿Cuánto quiere por todo? —Lo que sea justo —dijo Carmen.

Rosa le pagó el doble de lo que Carmen había esperado.

—La semana que viene traiga más y si tiene tomillo, también lo quiero.

Carmen regresó al terreno sintiéndose diferente. Ya no era la mujer que había llegado desesperada hace dos meses. Era alguien que había hecho que el agua subiera desde las profundidades de la tierra. Alguien que había logrado que creciera vida donde antes había solo sequía.

VI. El Crecimiento

Tres meses después, Carmen tenía una rutina que la hacía levantarse cada día con energía, regar al amanecer, cosechar lo que estaba listo, preparar los pedidos para Rosa y plantar nuevas semillas en los espacios que había ido ganándole al monte.

Su primer gran cambio llegó cuando Rosa le trajo una propuesta inesperada.

—Carmen, tengo tres amigas que también tienen puestos en ferias de otros pueblos. Todas me preguntan por tus hierbas. ¿Podrías abastecer a más gente?

Carmen miró sus plantas. Había expandido el cultivo, pero todavía era pequeño.

—¿Cuánto necesitarían? —El triple de lo que me traes a mí.

Esa noche Carmen se quedó despierta haciendo cálculos. Para triplicar la producción necesitaba más terreno preparado, más semillas y sobre todo más agua. El sistema de canales funcionaba bien para el área que tenía cultivada, pero necesitaba expandirlo. También necesitaba ayuda.

Pasaron dos semanas hasta que encontró la solución. Una mañana, mientras trabajaba en limpiar un nuevo canal, vio a un muchacho joven que se había detenido a mirarla desde la cerca.

—Buenos días —le gritó.

El muchacho se acercó tímidamente. Tendría unos 17 años. Era delgado y tenía las manos callosas.

—Soy Matías, vivo en el pueblo. Mi abuela Rosa me mandó a ver si usted necesitaba ayuda. —¿Tú sabes de plantas? —Mi papá tenía un huerto pequeño antes de irse a Buenos Aires. Yo lo ayudaba.

Carmen lo miró. El muchacho parecía serio y trabajador.

—Te puedo pagar poco al principio, pero si esto crece, va a crecer para los dos.

Matías sonrió por primera vez.

—Mi abuela dice que usted es de palabra. Eso me basta.

Con Matías ayudando, el trabajo se hizo más rápido y más llevadero. El muchacho aprendía rápido y tenía ideas buenas. Fue él quien sugirió plantar en surcos dobles para aprovechar mejor el riego y él quien notó que algunas plantas crecían mejor en las zonas con más sombra.

Para el quinto mes, Carmen ya abastecía a cuatro ferias diferentes. Los ingresos le permitieron comprar mejores herramientas, más semillas y hasta contratar a Matías mediodía todos los días.

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VII. El Reconocimiento

El cambio más importante llegó de una manera que no esperaba. Un sábado por la mañana, mientras Carmen empacaba hierbas para las entregas, llegó un hombre en una camioneta.

—Buenos días, soy Daniel Moreno. Tengo un pequeño restaurante en Mendoza.

Carmen salió a recibirlo.

—Rosa Fernández me dijo que usted cultiva las mejores hierbas aromáticas de la zona. Vengo a ver si es cierto.

Daniel se acercó a las plantas y las examinó con cuidado. Tomó una hoja de orégano, la frotó entre sus dedos y la olió.

—Rosa tenía razón. ¿Cuánto produce por semana? —Depende de la época, pero ahora entrego unos ocho kilos semanales. —Y si yo le comprara cinco kilos semanales solo para mi restaurante, ¿podría mantener esa cantidad constante?

Carmen sintió un vuelco en el estómago. Cinco kilos semanales era más de la mitad de lo que producía.

—Le pago por adelantado el primer mes. Eso le da tiempo para prepararse.

La propuesta de Daniel cambió todo. Con el pago adelantado, Carmen pudo contratar a Matías tiempo completo y a su hermana menor Sofía, para ayudar con el empaque y la clasificación.

También significó que necesitaba un sistema más organizado. Ya no podía simplemente cortar hierbas cuando las necesitaba. Tenía que planificar la producción, calcular tiempos de crecimiento y asegurar entregas constantes.

Carmen descubrió que le gustaba esa parte del trabajo. Le gustaba hacer listas, planificar siembras, calcular cantidades. Se sentía como si estuviera armando un rompecabezas donde cada pieza encajaba perfectamente.

VIII. El Regreso

Seis meses después del día que había llegado al terreno con una maleta y sin esperanzas, Carmen tenía ocho personas trabajando para ella de manera regular. Matías y Sofía a tiempo completo, Rosa y sus amigas vendiendo en las ferias y cuatro mujeres del pueblo que venían dos veces por semana a ayudar con la cosecha y el empaque.

El terreno que sus hermanos habían considerado inútil ahora tenía tres hectáreas cultivadas, un sistema de riego que funcionaba como un reloj y una pequeña construcción nueva donde se secaban y empacaban las hierbas.

Carmen también había arreglado completamente la casa, ya no dormía en el suelo, tenía una cama, una cocina que funcionaba y hasta había instalado un baño con agua corriente.

Pero lo que más la sorprendía era cómo había cambiado ella misma. Ya no se levantaba pensando en los problemas, se levantaba pensando en las soluciones. Ya no miraba la tierra seca con desesperación. La miraba calculando dónde podía expandir el próximo cultivo.

Una tarde, mientras revisaba las plantas con Matías, él le hizo una pregunta que la sorprendió.

—¿Usted sabía desde el principio que esto iba a funcionar?

Carmen pensó en la respuesta.

—No, al principio solo sabía que no me iba a rendir.

Ahora Carmen miró el terreno. Las plantas se extendían en líneas verdes ordenadas. El agua corría por los canales como si siempre hubiera estado ahí. Las mujeres que trabajaban con ella reían mientras empacaban hierbas bajo la sombra del galpón nuevo.

—Ahora sé que apenas estamos empezando.

IX. La Revancha

Un año y medio después del día que la habían abandonado junto al pozo seco, Carmen estaba revisando los pedidos de la semana cuando Matías llegó corriendo.

—Carmen, hay una camioneta parada en el portón. Son dos hombres que dicen ser sus hermanos.

Carmen sintió que algo se le revolvía en el estómago. Llevaba más de un año sin saber nada de Miguel y Roberto.

—Están bajando, ¿no? Están parados junto a la camioneta mirando.

Carmen se limpió las manos y caminó hacia el portón. A medida que se acercaba, podía ver las expresiones de sus hermanos. Miguel tenía la boca ligeramente abierta. Roberto se veía pálido.

El terreno que habían dejado como un páramo seco ahora parecía un oasis. Tres hectáreas de cultivos verdes se extendían en líneas perfectas. El sistema de riego funcionaba con un murmullo constante y suave. El galpón nuevo tenía un cartel pintado a mano que decía “Hierbas Carmen, directo del campo”. Cinco mujeres trabajaban clasificando plantas bajo la sombra, charlando y riendo.

Carmen abrió el portón.

—Hola, Miguel. Hola, Roberto.

Miguel fue el primero en recuperarse.

—Carmen, nosotros venimos a ver cómo estabas. —Como pueden ver, estoy bien.

Roberto miraba los cultivos como si no pudiera creer lo que veía.

—Todo esto, ¿lo hiciste tú? —Con ayuda.

Hubo un silencio incómodo. Miguel se aclaró la garganta.

—Nosotros pensamos, bueno, cuando papá te dejó este lugar, pensamos que era porque era lo único que quedaba. Nunca pensamos que valiera algo.

Carmen los miró. Miguel llevaba la misma ropa cara de siempre, pero se veía cansado. Roberto tenía ojeras y había engordado.

—¿Cómo anda el negocio de repuestos? —preguntó.

Los hermanos intercambiaron una mirada.

—Ha sido difícil —admitió Roberto—. La competencia, la crisis, tuvimos que cerrar una sucursal y la casa familiar la tuvimos que vender —dijo Miguel en voz baja—. Las deudas.

Carmen asintió sin decir nada.

—Venimos a hablar contigo porque, bueno, porque somos familia —continuó Miguel.

—¿Ah, sí? Ahora somos familia.

Miguel bajó la cabeza.

—Sabemos que no nos portamos bien contigo. Cuando papá murió, cuando te dejamos aquí, no estuvo bien.

Roberto se acercó.

—Pensamos que te íbamos a ayudar llevándote lo que tenía valor real. Nunca imaginamos que este lugar pudiera funcionar, darte una vida. Nunca imaginamos que fueras capaz —dijo Miguel.

Carmen se quedó en silencio por un momento. A lo lejos podía escuchar a Matías explicándole algo a una de las mujeres nuevas. El agua corría suavemente por los canales. Una brisa traía el aroma del orégano que se secaba en el galpón.

—¿Qué quieren? —preguntó finalmente.

—Queremos ser parte de esto —dijo Roberto—. Podríamos ayudarte. Miguel sabe de administración, yo de ventas. Parte de esto, somos hermanos.

—Papá quería que fuéramos una familia unida —insistió Miguel.

Carmen los miró a los dos. Habían llegado en una camioneta que se veía nueva, pero sus expresiones eran de hombres desesperados.

—¿Cuándo fue la última vez que me llamaron para saber cómo estaba? ¿Cuándo preguntaron si necesitaba algo? ¿Alguna vez pensaron en venir a ver si había sobrevivido al primer invierno?

Miguel finalmente habló.

—Tienes razón. No fuimos buenos hermanos.

—No, no lo fueron.

Roberto se acercó más.

—Pero ahora podríamos cambiar eso. Podríamos trabajar juntos, hacer esto más grande.

Carmen miró hacia sus cultivos, hacia el futuro que había construido desde cero.

—Yo ya lo hice más grande. Sin ustedes.

—Carmen, por favor —suplicó Miguel—. Estamos en problemas. Necesitamos…

—¿Necesitan qué?

—Necesitamos empezar de nuevo. Y esto es más exitoso que cualquier cosa que hayamos hecho.

Carmen sintió algo extraño. No era la rabia que había esperado sentir en un momento como este. Era algo más parecido a la compasión, pero una compasión que no la obligaba a nada.

—Los perdono —dijo simplemente.

Los hermanos la miraron sorprendidos.

—Los perdono por abandonarme. Los perdono por subestimar este lugar. Los perdono por subestimarme a mí.

Hubo una pausa larga.

—Pero no pueden quedarse.

—Carmen, este lugar me enseñó algo importante. Me enseñó que puedo crear algo valioso desde la nada, que puedo confiar en mi propio juicio, que no necesito que nadie me rescate.

Se dio vuelta para irse, pero se detuvo.

—También me enseñó a valorar a la gente que estuvo conmigo cuando no tenía nada que ofrecer. Matías, Rosa, don Alfonso, todas las mujeres que trabajaron aquí cuando esto no era más que tierra seca y esperanza.

Miguel dio un paso adelante.

—Carmen, somos tu familia.

—No, mi familia está trabajando en ese galpón. Mi familia vino a ayudarme cuando ustedes ni siquiera llamaron para saber si estaba viva.

Se acercó al portón y lo abrió completamente.

—Pueden irse.

Roberto intentó una última vez.

—Y si fuéramos socios, inversionistas, podríamos aportar capital.

Carmen sonrió por primera vez desde que habían llegado.

—¿Con qué capital? ¿Con el de la casa que tuvieron que vender? ¿Con el del negocio que está quebrando?

Los hermanos no respondieron.

—Yo ya tengo todo el capital que necesito. Tengo tierra que produce. Tengo agua que funciona. Tengo gente que confía en mí y tengo algo que ustedes nunca tuvieron: paciencia para construir paso a paso.

Miguel y Roberto caminaron lentamente hacia la camioneta. Antes de subir, Miguel se dio vuelta una última vez.

—¿Podremos volver alguna vez?

Carmen pensó en la pregunta.

—Cuando vengan solo para saber cómo estoy sin necesitar nada a cambio, van a ser bienvenidos.

Los vio alejarse por la carretera polvorosa. Cuando desaparecieron completamente, Carmen se quedó parada junto al portón por unos minutos más. Matías se acercó.

—¿Está bien?

Carmen miró hacia el terreno, hacia todo lo que había construido, hacia todo lo que seguía creciendo.

—Sí —dijo—. Estoy muy bien.

Y por primera vez en su vida lo decía completamente en serio.

X. El Futuro

Cuatro años después del día que había llegado con una maleta y un corazón roto, Carmen se despertó como siempre al amanecer. Pero esa mañana era especial. Era el día en que inauguraba la escuela de agricultura sostenible que había construido en la parte trasera de su propiedad.

Se vistió despacio, mirando por la ventana el terreno que ahora se extendía por quince hectáreas. Ya no solo cultivaba hierbas aromáticas, tenía verduras, frutas pequeñas y un sector donde experimentaba con plantas medicinales. Pero más importante que el tamaño era lo que había creado alrededor del cultivo.

Veintidós personas trabajaban de manera regular en Hierbas Carmen. Matías se había convertido en su mano derecha y acababa de terminar un curso de administración rural. Sofía manejaba todas las ventas online que ahora llegaban hasta otras provincias. Rosa seguía siendo su primera vendedora, pero ahora tenía su propio puesto permanente en la feria principal de Mendoza.

Carmen bajó a la cocina y preparó café. Desde la ventana podía ver a las primeras personas del día llegando al trabajo. Ya no tenía que revisar personalmente cada tarea. Su equipo sabía exactamente qué hacer y cómo hacerlo.

A las nueve llegaron los primeros estudiantes de la escuela, doce mujeres de pueblos cercanos que querían aprender agricultura sostenible. Algunas venían de situaciones parecidas a la que ella había vivido: divorcios difíciles, viudez temprana, pérdida de trabajo. Otras simplemente querían independizarse económicamente.

—Bienvenidas a su primera clase —saludó Carmen desde la entrada del aula que habían construido donde antes estaba el galpón viejo.

Durante las siguientes tres horas, Carmen les enseñó lo que había aprendido a golpes: cómo leer la tierra, cómo encontrar agua, cómo hacer que las plantas crezcan donde otros creen que no es posible. Pero sobre todo les enseñó algo que ningún libro podía enseñar: cómo confiar en su propia capacidad de crear algo de la nada.

Al mediodía, después de que las estudiantes se fueran a almorzar, Carmen caminó sola por el terreno. Era algo que hacía una vez por semana, recorrer todo desde el pozo original hasta los límites más nuevos del cultivo. El pozo que había sido su salvación ahora tenía una bomba eléctrica moderna, pero Carmen había conservado la bomba manual original como recuerdo. A veces, cuando necesitaba pensar, venía aquí y bombeaba agua a la antigua solo para recordar cómo había empezado todo.

—Señora Carmen —se dio vuelta. Era una de las estudiantes nuevas, Patricia. —¿Usted nunca tuvo miedo de que no funcionara? —Incluso ahora, a veces me despierto preguntándome si todo esto va a seguir funcionando. —¿Y qué hace cuando siente miedo? —Vengo aquí —dijo Carmen señalando el pozo—. Me acuerdo de que empecé sin nada más que agua en el fondo de un agujero y ganas de no rendirme. Si pude empezar desde ahí, puedo manejar cualquier problema que venga.

—¿Usted extraña a su familia, a sus hermanos? —Los extraño —dijo Carmen—. Pero no extraño la persona que era yo cuando estaba con ellos.

—¿Cómo era? —Alguien que esperaba que otros decidieran por mí, que esperaba que otros me dieran oportunidades, que creía que necesitaba permiso para hacer cosas importantes.

Carmen miró hacia el horizonte, donde las montañas se veían azules en la distancia.

—Aquí aprendí que nadie te va a dar permiso para cambiar tu vida. Lo tienes que tomar tú.

Esa tarde después de las clases, Carmen se quedó sola en su oficina revisando los planes para el año siguiente. Tenía pedidos de tres provincias diferentes. Dos universidades querían que diera cursos sobre agricultura en tierras difíciles. Una editorial le había propuesto escribir un libro sobre su experiencia, pero lo que más la emocionaba era el proyecto que acababa de aprobar el gobierno provincial, un programa para enseñar técnicas de agricultura sostenible en diez comunidades rurales que estaban perdiendo población porque los jóvenes no veían futuro en el campo.

Alguien tocó la puerta. Era Matías, acompañado por Eduardo, un ingeniero agrónomo que quería proponer una sociedad para expandir la escuela.

—No quiero cambiar nada de lo que usted hace —le aseguró Eduardo—. Quiero ayudar a que llegue a más gente.

Carmen lo escuchó con atención. Eduardo no hablaba como alguien que quisiera tomar control, sino como alguien que entendía que ella había construido algo valioso y quería contribuir a hacerlo crecer.

—Déjeme pensarlo —le dijo.

Cuando Eduardo se fue, Carmen se quedó charlando con Matías.

—¿Qué opinas? —Creo que es buena gente y creo que usted ya no necesita hacerlo todo sola.

Carmen sonríó. Tenía razón. Ya no era la mujer desesperada que había llegado aquí con miedo de no poder sobrevivir sola. Era alguien que había demostrado que podía crear algo importante desde cero. Era alguien que podía elegir con quién asociarse desde una posición de fuerza, no de necesidad.

Esa noche Carmen hizo su caminata habitual hasta el pozo, pero esta vez no fue sola. La acompañó Luna, la perra que había adoptado el año pasado cuando alguien la había abandonado en la carretera. Se sentó en el brocal del pozo y miró el terreno bajo la luz de la luna. Las plantas se mecían suavemente con la brisa. El agua corría por los canales con el mismo murmullo constante que había escuchado durante cuatro años.

Carmen ya no se sentaba aquí para combatir el miedo o la soledad, se sentaba para sentir gratitud. Gratitud por el padre que le había dejado este terreno, incluso si al principio había parecido una carga. Gratitud por los hermanos que la habían abandonado aquí, porque sin esa situación desesperante nunca habría descubierto lo que era capaz de hacer. Gratitud por cada persona que la había ayudado en el camino, pero sobre todo gratitud por haberse dado cuenta de que no necesitaba que nadie más completara su historia. Ella misma era suficiente.

Sus plantas lo sabían, su tierra lo sabía, su agua lo sabía. Y finalmente ella también lo sabía.

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