Te Tomarás los Dos Esta Noche Los Gemelos Vaqueros Gigantes Le Dijeron la Virgen Hija del Predicador
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En el polvoriento pueblo de Río Seco, al sur de la frontera, el sol quemaba la tierra como un hierro al rojo y los coyotes aullaban como almas en pena en las noches. Allí, en una solitaria cabaña de madera, la hija del predicador, María, esperaba.
Tenía dieciocho años recién cumplidos, con el cabello rubio como el trigo maduro y ojos azules que reflejaban la pureza de un cielo sin nubes. Su padre, el Reverendo José, un hombre de fe reciente y pasado oscuro, había partido al amanecer para predicar en el pueblo vecino, dejándola con la Biblia en las manos y una advertencia que le resonaba en los oídos: “Cuídate de los hombres del desierto, hija mía. El Mal anda suelto en estas tierras.”
Pero el mal no andaba solo. Venía en pares.
Los Gemelos Vaqueros Gigantes, como eran conocidos desde Texas hasta Sonora, irrumpieron en la cabaña esa noche con la fuerza de un huracán. Eran dos montañas de músculos y carne, con cabello largo y dorado cayendo sobre hombros anchos como yugos de bueyes. Sus sombreros blancos estaban inclinados sobre rostros curtidos por el sol y el viento, rostros que la ley buscaba sin éxito. Sus nombres eran Juan y Pedro, pero en la frontera eran simplemente “Los Gemelos,” leyendas vivas de pistoleros invencibles que habían dejado un rastro de sangre en cada estado que pisaban.
María retrocedió hasta chocar contra la pared de troncos, aferrando la Biblia contra su pecho como un escudo inútil. Su sencillo vestido a cuadros se pegaba a su cuerpo tembloroso, revelando curvas inocentes que nunca habían conocido el toque de un hombre.
—¿Qué… qué quieren aquí? —balbuceó su voz, un susurro quebrado.
Juan, el que tenía una cicatriz fina y plateada en la mejilla izquierda, se acercó primero. Su mano enorme, curtida por años de empuñar revólveres y lazos, se extendió y tocó su barbilla, levantándola con una inusitada gentileza que contrastaba con su tamaño colosal.
—Míranos bien, pequeña —gruñó con una voz profunda como el eco en un cañón seco.
Pedro, idéntico a su hermano salvo por una mirada ligeramente más salvaje y una impaciencia palpable, se sentó a su lado en la cama deshecha, su brazo rodeando la cintura de María con una posesión inmediata y escalofriante.
—Esta noche nos tomarás a los dos —dijo Pedro, sus palabras cayendo como plomo fundido—. O tu padre predicador no verá el amanecer.
El corazón de María latió como un tambor de guerra en sus oídos. ¿Cómo habían llegado hasta allí? Los Gemelos eran forajidos, buscados por robar bancos en El Paso y matar a sheriffs corruptos en Chihuahua. Se decía que compartían todo: caballos, botines, peligros, y mujeres. Pero nunca se habían acercado a una virgen, y menos a la hija de un hombre de Dios.
—¡Por favor, no! —suplicó María, lágrimas rodando por sus mejillas pecosas. Intentó apartar la mano de Juan, pero era como empujar una roca de granito.
Pedro sacó un cuchillo Bowie de su bota, jugándolo entre sus dedos con destreza letal. —No llores, angelito. Somos hombres de honor a nuestro modo. Tu padre nos debe una deuda antigua. Predicó contra nosotros en el pueblo, nos llamó demonios por robar para sobrevivir. Ahora pagará con lo más preciado.
La revelación golpeó a María como un latigazo en el alma. Una deuda. Su padre, el santo reverendo, había sido un vaquero salvaje en su juventud, amigo y socio de los Gemelos antes de encontrar a Dios y la Biblia. Juntos habían asaltado un tren en Nuevo México, pero José, su padre, los había traicionado, llevándose el oro y dejándolos por muertos en una emboscada federal.
Ahora, veinte años después, buscaban venganza, no solo plata, sino algo que doliera en el alma.
Juan inclinó su cabeza, su aliento cálido contra el cuello de ella. —Te ves como tu madre, ¿sabes? La que murió en el desierto por culpa de tu padre.
María jadeó. Nunca había oído esa historia. Su madre, según el reverendo, había fallecido de fiebre. Pero los Gemelos contaban otra versión: José la había abandonado para salvar su pellejo durante una persecución en la que ella, débil, no pudo seguir el ritmo.
—¡Mentiras! —gritó María, pero la duda se clavó en su mente como una espina envenenada.
Pedro apretó su agarre, su mano subiendo por su brazo. —Esta noche nos darás lo que nos quitaron: tu pureza por su pecado.
La tensión crecía. María sentía el calor de sus cuerpos gigantes, el olor a cuero, pólvora y sudor. La puerta estaba cerca, pero los gemelos eran rápidos como serpientes cascabel. Afuera, el desierto era un vasto mar de arena donde nadie oiría sus gritos. María se preguntó si, en el torbellino de la adrenalina y el miedo, el toque de esos gigantes despertaría algo en ella, algo que la Biblia condenaba.
De repente, un ruido. Cascos de caballo en la distancia. No era el reverendo, regresando temprano, sino una presencia diferente. Los gemelos se tensaron, manos y miradas yendo a sus revólveres Colt .45.
—Si es él, lo matamos aquí mismo —siseó Juan.

María contuvo el aliento, su mente girando en un torbellino de terror y una curiosidad prohibida que la hacía arder por dentro.
Los cascos se acercaron y Pedro se levantó, asomándose por la ventana empañada por el calor corporal. —Es un jinete solo —murmuró.
No era un mensajero. Era el Sheriff Mendoza, un hombre corrupto de la ciudad vecina que había vendido su alma a los bandidos locales. Entró en la cabaña sin llamar, su estrella brillando falsamente bajo la luz parpadeante de la vela.
—¡Gemelos! —dijo Mendoza con una sonrisa torcida, viendo a María inmovilizada—. El reverendo está muerto. Lo encontré en el camino, acribillado por apaches.
María ahogó un grito, cayendo de rodillas, el shock paralizándola.
—¡Muerto! ¡Imposible!
Pero el sheriff sacó un crucifijo ensangrentado, el mismo que su padre llevaba colgado al cuello. —Ahora la chica es nuestra —rió Mendoza con avaricia.
Los gemelos intercambiaron miradas. —Esto no era parte del plan —frunció el ceño Juan—. Nosotros la encontramos primero.
La habitación se cargó de electricidad, revólveres listos para desenfundar. En ese momento de caos, María vio su oportunidad. Gateando, alcanzó el rifle colgado en la pared, el que su padre usaba para cazar coyotes. Sus manos temblaban, pero su dedo encontró el gatillo.
—¡Basta! —gritó, apuntando a los tres hombres.
Los forajidos se congelaron, sorprendidos por la virgen convertida en leona. Pedro sonrió, admirado por el coraje de ella. —Vaya, la pequeña tiene fuego.
Pero Mendoza, el traidor, se movió primero, sacando su arma. Un disparo resonó en la madera. Juan cayó de lado, sangre brotando de su hombro.
—¡Hijo de perra! —rugió Pedro, su rostro transfigurado por la furia, respondiendo con balas que hicieron volar el sombrero del sheriff.
La cabaña se convirtió en un infierno de humo, gritos y balas rebotando. María, con el corazón en la garganta, disparó su rifle al azar, acertando en la pierna de Mendoza. Él cayó maldiciendo, y Pedro, sin piedad, lo remató de un tiro en la cabeza.
Un silencio mortal siguió, roto solo por la respiración agitada de Juan.
—¿Por qué? —preguntó María, bajando el rifle humeante.
Pedro se arrodilló junto a su hermano herido, vendándole la herida con un trapo rasgado. —El sheriff nos traicionó. Quería la chica para él y el oro que tu padre escondió. —Reveló la verdad con voz áspera—. El reverendo no estaba muerto. Mendoza lo había inventado para reclamar todo. Los apaches eran una mentira; el crucifijo, robado de un cadáver.
Juan, pálido pero vivo, se incorporó con dificultad. —Tu padre vive, pero nosotros… nosotros cambiamos de idea. —Miró a María con algo nuevo en los ojos: respeto—. No te tocaremos si no quieres, pero únete a nosotros. El desierto es cruel, pero libre.
María dudó. La Biblia aún estaba en el suelo, abierta. El pulso de la aventura la llamaba. Finalmente, dejó caer el libro sagrado.
—Los tomo a los dos —susurró, sonriendo, incluso a sí misma—. Pero en mis términos.
Así comenzó su odisea. Cabalgando bajo las estrellas, los Gemelos y la ex-virgen predicadora se convirtieron en leyenda. Robaron a los ricos, ayudaron a los pobres y en las noches frías del desierto, compartieron más que fogatas. María descubrió placeres prohibidos, toques que la hacían arder como el sol de mediodía. Juan y Pedro, gigantes gentiles, la protegieron como a un tesoro, pero ella los domó con su inteligencia y fuego.
Meses después, confrontaron al reverendo en una iglesia abandonada. —Hija, ¿qué has hecho? —lloró él, viendo sus ojos cambiados y su fuerza. —Lo que debiste hacer tú: vivir —respondió ella.
Le perdonaron la deuda, pero tomaron el oro. Al final, en una hacienda en las sierras, María yacía entre los gemelos, su cuerpo marcado por besos y balas.
—Esta noche… y todas —murmuraron ellos.
Y ella, ya no inocente, sonrió al destino.
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