“Julieta y el Poder de la Imaginación: Creando Libros en un Mundo Sin Páginas”

En un pueblo diminuto de la sierra ecuatoriana, donde el viento siempre huele a tierra mojada y los días pasan lento como las nubes, vivía Julieta, una niña de nueve años con dos trenzas largas, voz dulce y una imaginación sin frenos.

Vivía con su abuelo Mauro, un campesino jubilado que había quedado ciego a los setenta. Desde entonces, pasaba los días en su silla de mimbre, frente a la ventana, escuchando el sonido del molino y los pasos de su nieta.

—Abuelo, ¿te leo algo hoy?

—Claro, Juli. ¿Qué toca hoy?

La verdad es que en casa no había libros. Solo uno: un catecismo viejo, con las páginas amarillentas. Pero Julieta no se lo dijo nunca.

En lugar de eso… los inventaba.

Cada tarde, abría el catecismo como si fuera una novela nueva, y comenzaba:

—“Capítulo uno: El león que no quería rugir…”

—¿Y ese de dónde salió? —preguntaba el abuelo, sonriendo.

—De África, pero se perdió y terminó en Ambato. Lo estoy traduciendo del inglés —respondía, con total seriedad.

Así comenzaron sus sesiones de “lectura imaginaria”. Julieta inventaba mundos, personajes, aventuras y tragedias. Y Mauro escuchaba fascinado.

—¿Y cómo sabes tantos libros, niña?

—Es que la biblioteca está dentro de mí —decía, tocándose el pecho.

Un día, la maestra de la escuela preguntó qué libro estaban leyendo en casa. Julieta contestó:

—Estamos en el cuarto volumen de Las Crónicas del Sombrero de Lluvia.

—¿Quién lo escribió?

—Yo —respondió, sin dudar.

La maestra sonrió, confundida. Y le pidió que trajera uno al día siguiente.

Esa noche, Julieta llegó a casa con los ojos grandes de emoción.

—Abuelo, tenemos que escribir uno de verdad. Con lápiz y todo.

Mauro, aunque no veía, la ayudó a recordar los detalles.

—El perro del capítulo tres tenía un parche, ¿no?

—Sí, y se llamaba Capitán Calcetín.

Lo escribieron en hojas sueltas, con dibujos torpes, con errores, con manchas… pero con un corazón enorme latiendo entre líneas.

Julieta lo llevó a la escuela. Lo leyó frente a toda la clase. Hubo risas, lágrimas, y un aplauso largo como un abrazo.

La historia se hizo popular. Otros niños querían “inventar libros” también. La maestra organizó una pequeña biblioteca con cuadernos de los alumnos. Y en la entrada, escribió:

“Aquí también valen los libros que aún no existen.”

Una tarde, Julieta se sentó con su abuelo y le dijo:

—Hoy ya no tengo que inventar uno.

—¿Por qué?

—Porque el nuestro ya lo escribimos. Y lo están leyendo.

Mauro acarició su cabeza y murmuró:

—Entonces ahora sí puedo cerrar los ojos tranquilo… sabiendo que alguien, en algún lugar, vive una historia que tú creaste.

Julieta siguió escribiendo. Nunca dejó de inventar. Ni de leer en voz alta.

Hoy, a la entrada de la escuelita rural, cuelga un cartel pintado con acuarela:

“Donde no hay libros, nace la imaginación. Y donde hay amor… hay biblioteca.”

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