“¡Muéstrame tu cuerpo!”Exigió el Montañés la Viuda,Pero Su Verdadera Intención la Dejó Sin Aliento..

“¡Muéstrame tu cuerpo!”Exigió el Montañés la Viuda,Pero Su Verdadera Intención la Dejó Sin Aliento..

La Viuda y el Oso de las Rocosas

En el polvoriento pueblo de Santa Fe, bajo el sol implacable del desierto de Nuevo México, la viuda Elena Ramírez vivía sola en su humilde cabaña de adobe. Había perdido a su esposo hacía apenas seis meses, víctima de una emboscada de bandidos apache en las montañas. Desde entonces, su vida se había convertido en una rutina silenciosa, rota solo por el viento que aullaba como un lobo herido entre las grietas de las paredes.

Elena tenía veintiocho años, la piel morena curtida por el sol y los días de trabajo duro. Sus ojos negros, profundos como la medianoche, miraban el horizonte cada tarde, esperando respuestas que nunca llegaban. El cabello largo caía en cascada sobre sus hombros, y su vestido de algodón, raído por el tiempo, era testigo de una existencia austera.

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Pero esa noche, todo cambió.

La puerta se abrió de golpe, y un hombre enorme irrumpió como una tormenta. Era un montañés, con barba espesa como maleza, ojos salvajes y un rifle colgado al hombro. Olía a humo de fogata y sudor de días en la sierra. “Muéstrame tu cuerpo”, rugió con voz ronca, apuntándola con un dedo tembloroso.

Elena retrocedió, el corazón latiendo como un tambor de guerra. ¿Quién era ese loco? ¿Un violador, un asesino? El suspense la ahogaba. ¿Sobreviviría a esa noche? Miró alrededor, buscando con desesperación algún arma, pero solo encontró una vela parpadeante sobre la mesa. Escapar era imposible; el desierto la mataría antes que él.

El montañés, conocido en las leyendas locales como El Oso de las Rocosas, se llamaba Jedediah Blackwood. Medía más de dos metros, con músculos forjados en peleas contra indios y bestias. Llevaba un sombrero de piel de castor y botas cubiertas de barro seco. “No te lo pediré dos veces, mujer. Quítate la ropa”, insistió, cerrando la puerta tras de sí con un portazo que hizo temblar las vigas.

Elena, temblando, comenzó a desabrocharse el vestido, mientras su mente gritaba. ¿Y si luchaba? ¿Y si este era el fin?

Mientras el vestido caía al suelo, dejando al descubierto su piel marcada por el sol y las cicatrices de una vida dura, Jedediah no se movió. No había lujuria en su mirada, solo una concentración feroz, como un cazador examinando una presa. Elena se cubrió con los brazos, lágrimas rodando por sus mejillas.

Por favor, Dios mío, pensó.

Jedediah se acercó, su aliento cálido contra su rostro, extendió una mano callosa y tocó su hombro, no con rudeza, sino con una delicadeza inesperada.

—¿Ves esto? —murmuró, señalando una marca en su clavícula, una cicatriz en forma de media luna.

Elena frunció el ceño, el shock la paralizaba. ¿Cómo sabía de eso? El suspense crecía. Este no era un asalto común.

Jedediah retrocedió un paso, sacando de su bolsillo un medallón oxidado. Lo abrió, revelando un retrato descolorido de una mujer que se parecía a Elena, con la misma marca en el hombro.

—Tu madre —explicó.

Elena jadeó, el mundo girando a su alrededor. Madre. Ella había sido huérfana, criada por monjas en un convento de Chihuahua antes de casarse y mudarse al norte. No podía ser, balbuceó.

Pero Jedediah continuó su relato, tejiendo una red de suspense que la atrapaba. Hace veinticinco años, en las montañas de Colorado, tu familia fue atacada por comanches. Tu padre, un explorador como yo, me salvó la vida en una trampa de osos. Juré proteger a su hija si algo les pasaba. Sobreviviste, pero te perdí el rastro hasta ahora.

Elena sintió un escalofrío. ¿Era verdad? ¿O una trampa para algo más siniestro? El montañés se sentó en una silla crujiente, su rifle apoyado en la pared.

—Vi el anuncio en el periódico. Viuda busca ayuda en rancho. Sabía que eras tú por la descripción, pero necesitaba confirmar la marca.

Elena, aún semidesnuda, se envolvió en una manta, el shock convirtiéndose en ira.

—¿Y por eso me exiges mostrarme? Podías haber preguntado.

Jedediah rió, un sonido grave como trueno lejano.

—En este oeste las palabras mienten, los cuerpos no.

El suspense se intensificaba. ¿Qué más ocultaba? Él sacó un mapa amarillento de su chaqueta.

—Tu padre dejó un tesoro enterrado en las montañas, oro de una mina secreta. Solo la heredera con la marca puede reclamarlo. Los bandidos que mataron a tu esposo lo buscaban y ahora vienen por ti.

Elena se vistió rápidamente, la mente un torbellino. El desierto afuera aullaba como si presagiara peligro.

—¿Por qué yo? ¿Por qué ahora? —preguntó, sentándose frente a él.

Jedediah encendió un cigarro, el humo danzando en la luz tenue.

—Porque anoche en el cañón maté a uno de ellos. Me confesó que te vigilaban. Si no actúo, te matarán antes del amanecer.

El hook era demoledor, muerte acechando en la oscuridad. Elena recordó las sombras que había visto merodeando su rancho, los ruidos extraños. ¿Era paranoia o realidad?

Jedediah se levantó, cargando su rifle.

—Ven conmigo. Te llevaré al tesoro, pero primero debemos despistar a los perseguidores.

Salieron a la noche estrellada, montando en el caballo de Jedediah, un mustang negro como la pez. El viento azotaba sus rostros mientras galopaban hacia las montañas Sangre de Cristo. Elena se aferraba a su cintura, sintiendo la fuerza de ese hombre que había irrumpido en su vida como un vendaval.

—¿Confías en mí? —gritó él sobre el estruendo de los cascos.

—No tengo opción —respondió ella, pero en su interior el suspense bullía. ¿Era salvador o traidor?

Horas después, en una cueva oculta, Jedediah cavó con una pala improvisada. El oro brilló bajo la luna, barras relucientes suficientes para una nueva vida. Pero entonces, un disparo resonó en la noche.

—¡Nos encontraron! —rugió Jedediah, empujándola al suelo.

Los bandidos, liderados por un mexicano renegado llamado El Rojo, con cicatriz en el rostro y sombrero charro, surgieron de las rocas.

—¡El oro es mío! —aulló disparando su revólver.

Jedediah respondió con fuego preciso, derribando a dos. Elena, aterrorizada, tomó una piedra y golpeó a uno que se acercaba. La batalla era feroz, balas silbando como serpientes. Jedediah fue herido en el brazo, sangre tiñendo su camisa.

—¡Corre, Elena, lleva el oro! —gritó, pero ella no huyó. En cambio, vendó su herida con un trozo de su vestido.

—No te dejo solo —dijo, el vínculo forjándose en el fuego.

Al amanecer, los bandidos yacían muertos o huyendo. Jedediah, exhausto, se apoyó en ella.

—Tu verdadero nombre es Elena Blackwood. Tu padre me adoptó como hermano de sangre.

El shock final la dejó sin aliento. No era solo heredera, sino familia.

Su real intención no era lujuria, sino redención, protegerla como juró. Elena lo miró, lágrimas mezclándose con polvo.

—Me salvaste —murmuró.

Él sonrió débilmente.

—Y tú me diste un propósito.

Juntos cabalgaron de vuelta, el oro asegurando un futuro. Pero en el oeste los secretos nunca mueren, vendrían más. El suspense persistía, pero por ahora la viuda había encontrado un guardián.

En los días siguientes, Elena y Jedediah reconstruyeron el rancho. Él le enseñó a disparar, a rastrear, a sobrevivir en la sierra. Ella le mostró la calidez de un hogar, cocinando frijoles y tortillas como en su México natal.

Pero una noche, un mensajero llegó con una carta. El tesoro tenía un mapa incompleto. Había más oro, pero también más enemigos. El hook regresaba. Aventura interminable.

Elena, ahora fuerte, tomó su rifle.

—Vamos. Juntos.

Jedediah asintió. Su demanda inicial, dura y suspensiva, había revelado un lazo eterno. Años después, en las leyendas del oeste contaban de la viuda y el montañés que desafiaron al desierto. Pero solo ellos sabían la verdad: un cuerpo mostrado no por deseo, sino por destino.

Elena vivió larga, rica en oro y amor platónico. Jedediah a su lado como hermano. El suspense de esa noche los unió para siempre en un mundo donde cada sombra podía ser muerte o salvación.

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