La cajera del supermercado que descubrió que el anciano solo compraba un huevo cada día — y la razón que la hizo llorar
El supermercado abría a las siete de la mañana, y para las seis y media ya estaba Ana, con su uniforme azul marino, la coleta bien apretada y el rostro aún medio dormido. Trabajaba allí desde hacía tres años, y aunque no le apasionaba el trabajo, había aprendido a disfrutar de los pequeños gestos: el olor del pan recién hecho, los saludos apresurados de los vecinos, las conversaciones triviales sobre el tiempo o el fútbol.
Cada día, a la misma hora —o casi—, un hombre mayor aparecía por la puerta automática. Caminaba despacio, con una leve cojera, y siempre vestía la misma chaqueta marrón, gastada en los codos. Nunca llevaba cesta ni carro. Tomaba directamente una caja de huevos, la abría con cuidado, y elegía uno solo. Luego se acercaba a la caja donde trabajaba Ana, le sonreía con una ternura que ella no sabía cómo describir, y pagaba el precio exacto: unos pocos céntimos.
—Buenos días, don Ernesto —saludaba ella siempre.
—Buenos días, muchacha —respondía él con voz temblorosa, pero alegre.
Y así, cada día. Uno solo. Un huevo.
Al principio, Ana lo tomaba como una rareza más de los clientes del barrio. Había quien contaba los céntimos, quien discutía por un descuento de veinte, quien pedía probar las mandarinas antes de comprarlas. Pero con el tiempo, la imagen del anciano se fue quedando en su mente como una pequeña pregunta que no tenía respuesta.
“¿Por qué solo un huevo?”
Una mañana lluviosa de noviembre, mientras los paraguas goteaban en la entrada del local, Ana no pudo resistir la curiosidad. Esperó a que don Ernesto terminara de pagar y se animó a preguntarle:
—Disculpe… ¿no le gustaría llevar más huevos? Así le durarían toda la semana.
El anciano la miró unos segundos, con una expresión entre dulce y melancólica.
—Uno es suficiente, hija. Uno al día… es justo lo que necesito.
Ana sonrió, pero la respuesta la dejó pensando. En los días siguientes, su atención hacia él creció. A veces, disimuladamente, lo observaba mientras se alejaba por la calle con el huevo en una pequeña bolsa de papel, siempre con la misma delicadeza, como si llevara un tesoro frágil.
Pasaron las semanas. Llegó diciembre, con sus luces y villancicos. El supermercado se llenó de familias, de risas, de compras apresuradas. Sin embargo, don Ernesto seguía igual: llegaba solo, con su paso pausado, y compraba su único huevo.
Un sábado, al salir de su turno, Ana vio al anciano sentado en un banco frente a la iglesia. Dudó unos segundos y se acercó.
—¿Le molesta si me siento?
—En absoluto —respondió él, haciendo un gesto amable.
Hablaron de cosas simples: del frío, de los precios, de los días que parecían cada vez más cortos. Ana, poco a poco, se sintió en confianza.
—¿Vive usted solo? —preguntó.
—Desde hace unos años, sí. Antes vivía con mi esposa, pero… —sonrió con un suspiro— ella se marchó antes de tiempo.
El silencio se alargó. Ana sintió un nudo en la garganta.
—Lo siento mucho.
—Gracias. Pero ya ve, sigo viniendo al supermercado todos los días. Es una forma de mantener la rutina… y la memoria.
Esa frase se le quedó grabada. “Mantener la memoria”.
Días después, movida por una mezcla de ternura y curiosidad, Ana decidió seguirlo discretamente al salir del trabajo. Don Ernesto caminó despacio por las calles del barrio hasta llegar a un edificio antiguo de ladrillo rojo. Subió al tercer piso y entró en un pequeño apartamento. Ana esperó unos minutos, dudando si debía irse, pero al final llamó a la puerta.
El anciano tardó un poco en abrir. Parecía sorprendido, aunque no molesto.
—¿Se encuentra bien, don Ernesto?
—Sí, claro… ¿quiere pasar?
El apartamento era modesto pero limpio. Sobre la mesa de la cocina, una fotografía enmarcada mostraba a una mujer sonriente, de cabello gris y ojos luminosos. Frente a la foto, un pequeño plato de cerámica contenía… un huevo cocido.
Ana se quedó inmóvil.
—Era su desayuno favorito —dijo él, notando su mirada—. Desde que se fue, preparo uno cada día. No lo como. Solo… lo dejo ahí, por ella.
El silencio llenó la habitación como un suspiro. Ana sintió que las lágrimas le subían sin permiso.
—Debe quererla mucho.
—Aún la quiero —respondió él—. Y mientras le lleve su huevo, es como si siguiera aquí, esperándome para desayunar juntos.
Aquella noche, Ana no pudo dormir. Pensó en el amor, en la soledad, en los gestos pequeños que a veces dicen más que mil palabras. Al día siguiente, llevó al supermercado una pequeña canasta con huevos pintados a mano. Cada uno tenía un dibujo diferente: flores, corazones, frases alegres.
Cuando don Ernesto llegó, ella le entregó la canasta.
—Para usted.
El anciano la miró con sorpresa y una emoción contenida.
—Gracias, hija… pero yo solo necesito uno.
—Entonces quédese con uno —respondió Ana sonriendo—, y reparta los demás con quien quiera. Quizás así la memoria se comparta un poquito más.
Él rió suavemente. Esa fue la primera vez que Ana lo vio sonreír de verdad.
Un mes después, el anciano dejó de ir al supermercado. Ana esperó, inquieta, varios días. Finalmente, decidió visitar su casa. La puerta estaba entreabierta, y dentro, el silencio era absoluto. En la mesa, junto a la fotografía de su esposa, había un huevo pintado con un corazón azul… y una nota:
“Gracias por recordarme que el amor no se acaba, solo cambia de forma.”
Ana lloró. Pero aquella vez, no de tristeza, sino de gratitud. Porque comprendió que incluso en los actos más sencillos —como comprar un solo huevo— puede esconderse la historia más profunda de amor y memoria.