«Nadie quiere pasar la noche con mis hijas…»La vieja apache desesperada llegó con sus dos hijas…

«Nadie quiere pasar la noche con mis hijas…»La vieja apache desesperada llegó con sus dos hijas…

El viento del desierto de Sonora soplaba con furia aquella noche de otoño de 1883, un viento seco y caliente que arrastraba arena como si el mismísimo infierno hubiera abierto sus puertas. La choza de adobe y vigas torcidas de Bill el cojo se estremecía con cada ráfaga, como un animal viejo que ya no quiere seguir viviendo. Dentro, el fuego apenas sobrevivía en la chimenea, luchando por mantenerse vivo en medio de la oscuridad y el frío que se colaba por las rendijas.

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Bill, a quien los mexicanos llamaban el gringo cojo, y los apaches simplemente el que no se rinde, miraba las brasas con ojos cansados. Tenía 42 años, aunque su cuerpo y su alma parecían llevar el peso de seis décadas. Una bala chyene le había destrozado la rodilla izquierda en el ’73, y desde entonces arrastraba la pierna como un castigo eterno. Vivía solo desde que su socio, un irlandés borracho llamado Omay, había muerto de fiebre dos inviernos atrás. No tenía amigos, no tenía mujer, no tenía Dios. Solo contaba con su Winchester, su Colt, un caballo flaco llamado Sombra y una deuda eterna con la muerte que todavía no había venido a cobrarle.

Aquella noche, mientras bebía mezcal de olla en una taza rota —la misma que había pertenecido a su madre en Mazorre antes de que la guerra se lo llevara todo—, el licor le quemaba la garganta y le recordaba que seguía vivo. Fue entonces cuando oyó los golpes: débiles, casi temerosos, en la puerta de troncos. Se levantó con dificultad, apoyándose en la mesa, y tomó el revólver del cinturón antes de abrir de un tirón.

El viento entró primero, luego la noche y después tres figuras que parecían arrancadas de un sueño antiguo. Una anciana apache, encorbada como un sauce seco, se presentó envuelta en una manta de piel de búfalo cubierta de polvo y sangre vieja. A su lado, dos muchachas jóvenes, idénticas como reflejos en un arroyo quieto, la acompañaban. Tenían 17, tal vez 18 años, con piel morena, ojos negros tan profundos que parecían pozos de obsidiana, y trenzas largas que llegaban hasta la cintura. Vestían túnicas de gamuza teñida de rojo oscuro, collares de turquesa y plumas de águila. No lloraban, no temblaban de miedo, solo de frío.

La anciana habló primero. Su voz era ronca, como si hubiera tragado arena toda su vida. “Buenas noches, hombre blanco. Me llamo Nasca del clan Nedni. Estas son mis hijas, Naiche y Losen. Venimos del sur. Los soldados mexicanos quemaron nuestra ranchería hace tres lunas. Mataron a los hombres, a los niños, a los ancianos. Solo quedamos nosotras. Ellos vienen detrás. Quieren llevarse a mis hijas como trofeo. Yo no lo permitiré mientras tenga aliento.”

Bill las miró largo rato. La luna apenas iluminaba sus rostros, pero alcanzó a ver las cicatrices de viruela en la cara de la anciana y la fuerza quieta en los ojos de las muchachas. “¿Y qué quieren de mí?” preguntó con voz áspera. “No soy asilo de nadie.”

La anciana dio un paso adelante, se arrodilló en el polvo sin orgullo. “Ya dicen que tú mataste a 20 de los nuestros con una sola mano hace años en la frontera. Dicen que odias a los rurales más que a nosotros. Dicen que no le tienes miedo a nada. Te ofrezco lo único que me queda. Mis hijas son fuertes, son honorables. Prefiero que queden bajo la protección de un hombre como tú, un enemigo digno, antes de que las atrapen y las humillen. Acepta cuidarlas. A cambio, te daremos lealtad hasta la muerte. Si los soldados vienen, lucharemos contigo. Si mueres, moriremos contigo.”

Bill se quedó en silencio. El viento y el mezcal aún quemaban en su lengua. Las muchachas no bajaron la mirada. Naiche, la de la cicatriz pequeña en el labio superior, lo observaba como quien estudia a un nuevo herido. Losen, la que llevaba un cuchillo escondido en la cintura, tenía los ojos brillantes de determinación.

Bill suspiró y se hizo a un lado. “Pasen. Pero si hay traición, las mato a las tres antes de que cante el primer gallo.” La anciana sonrió sin dientes y entró arrastrando los pies. Sus hijas la siguieron sin prisa, como si entraran a su propia casa. Adentro olía a humo viejo, cuero curtido y soledad.

Bill cerró la puerta, echó el cerrojo y añadió leña al fuego. Sirvió mezcal en tres tazas rotas. Nasca bebió de un trago. Las muchachas apenas mojaron los labios. Durante una hora nadie habló. Solo se oía el viento, el fuego y el latido de cuatro corazones que no sabían si volverían a latir al día siguiente.

Entonces la anciana se levantó, tomó a sus hijas de la mano y las puso frente a Bill. “Es hora,” dijo simplemente. Naiche y Losen se miraron un instante, luego dieron un paso al frente. Naiche habló primero, con voz baja pero firme. “Mi madre dice que eres un guerrero de verdad, que tiene cicatrices que cuentan historias. Queremos escucharlas.”

Losen se acercó por detrás y, con movimientos lentos, comenzó a desabrocharle la camisa polvorienta. “Nunca hemos tenido un hogar seguro,” susurró. “Pero sabemos cómo cuidar a quien nos protege. Sabemos cómo hacer que un hombre no se sienta solo.”

Bill sintió que algo se rompía dentro de él, algo que llevaba años muerto. Dejó caer el revólver al suelo. Ya no lo necesitaba. Esa noche, la choza dejó de ser un lugar de soledad. El fuego creció. Las sombras bailaron en las paredes de adobe. Las palabras fueron pocas, pero las miradas lo dijeron todo. Naiche y Losen se sentaron junto a él, una a cada lado. Le quitaron el polvo del alma con manos suaves y firmes. Le contaron historias de su pueblo, de las estrellas que guían a los guerreros, de la madre tierra que nunca abandona a sus hijos.

Bill, por primera vez en años, habló. Les habló de Masor, de la guerra, de la bala que le quitó la pierna y le dio una nueva forma de caminar por el mundo. La anciana Nasca se quedó en un rincón, fumando un cigarro de hoja de maíz, mirando con ojos brillantes. No dijo nada, solo asintió, como quien ve cumplido un último deseo. Cuando el fuego se convirtió en brasas y la noche se hizo más profunda, los cuatro durmieron cerca, compartiendo calor, compartiendo silencio, compartiendo un pacto que ninguno había pedido, pero que todos necesitaban.

Antes del amanecer, llegaron los rurales: 12 hombres a caballo, uniformes rotos, ojos inyectados de tequila y odio. El capitán, un teniente gordo llamado Morales, gritó desde afuera. “Gringo maldito, sabemos que tienes a las apaches. Entrégalas o quemamos la choza contigo dentro.”

Bill se levantó sin prisa, se puso la camisa, cargó el Winchester y revisó el tambor del Colt. Naiche y Losen ya estaban de pie. Naiche tomó su cuchillo, mientras Losen agarró la lanza que su madre había traído envuelta en la manta. Nasca se paró en la puerta, erguida como si tuviera 20 años menos. “Vengan por ella si tienen valor,” gritó en español perfecto. “Aquí los espera la muerte.”

La balacera comenzó al instante. Bill disparaba desde la ventana con la calma de quien ya no tiene nada que perder. El primer rural cayó con un agujero en la frente. El segundo recibió una bala en el pecho antes de poder bajar del caballo. Naiche y Losen no se quedaron atrás. Cuando un soldado intentó entrar por la parte trasera, Losen lanzó la lanza con tanta fuerza que lo atravesó de lado a lado. Naiche corrió hacia otro que había logrado abrir la puerta y, con un movimiento rápido, le cortó el tendón de la pierna. El hombre cayó gritando.

Nasca luchó como una leona. Cuando el capitán Morales irrumpió en la choza, ella se lanzó sobre él con un cuchillo escondido. El gordo disparó casi a quemarropa. La bala entró en el pecho de la anciana, pero antes de caer, Nasca clavó el cuchillo en el cuello del capitán. “Por mis hijas,” fueron sus últimas palabras. Cayó de rodillas, luego de bruces. Sonreía.

Cuando el humo se disipó, nueve rurales estaban muertos. Los tres sobrevivientes huyeron, dejando los caballos y el miedo atrás. Bill tenía una bala rozándole el hombro. Naiche, un corte profundo en la pierna. Losen, solo rasguños y sangre ajena en las manos. Silencio. Luego, el llanto contenido de dos muchachas que acababan de perder a su madre, pero que habían ganado una nueva vida.

Bill y las hermanas enterraron a Nasca detrás de la choza, bajo un mesquite viejo. No hubo rezos cristianos ni cantos apaches, solo silencio, respeto y tres paladas de tierra que cayeron como lágrimas. Esa misma tarde, Bill cargó lo poco que tenía: una manta, algo de comida, municiones y el Winchester. Encilló a Sombra y preparó dos mulas. Naiche y Losen subieron detrás de él sin mirar atrás.

Cuando ya estaban en las montañas, lejos del alcance de cualquier uniforme, Naiche apoyó la cabeza en la espalda de Bill y habló por primera vez desde la batalla. “Mi madre siempre dijo que encontraría al hombre capaz de protegernos. Tenía razón.” Losen le rodeó la cintura con los brazos y añadió: “Ahora somos tu familia para siempre, aunque vengan todos los ejércitos del mundo.” Bill no contestó con palabras, solo espoleó al caballo y siguió adelante.

Dicen que nunca volvieron a Sonora. Dicen que Bill el cojo se convirtió en jefe de una banda mixta: apaches Nedni, blancos renegados, mestizos sin patria, que vivieron libres en la Sierra Madre, donde ni los rurales mexicanos ni los soldados gringos se atrevían a entrar. Dicen que Naiche y Losen le dieron siete hijos fuertes como encinos y fieros como coyotes. Y dicen que en las noches de luna llena, cuando el viento del desierto sopla fuerte, aún se oye la voz ronca de la anciana Nasca susurrando entre los mezquites: “Nadie quiso proteger a mis hijas, pero alguien sí quiso. Y ese alguien pagó el precio y lo sigue pagando cada día con sangre, con sudor, con amor, y nunca se arrepintió.”

El Viaje Hacia la Libertad

Los días se convirtieron en semanas mientras Bill, Naiche y Losen se adentraban en la Sierra Madre. La vida en el desierto era dura, pero la libertad que habían encontrado valía la pena. Cada mañana, Bill se despertaba con el sonido del viento entre los árboles y el canto de las aves, un recordatorio de que estaban vivos y libres.

Naiche y Losen aprendieron a cazar y recolectar, convirtiéndose en expertas en la tierra que ahora llamaban hogar. Bill les enseñó a disparar y a defenderse. Con cada día que pasaba, su vínculo se fortalecía, y la tristeza por la pérdida de Nasca se transformó en un impulso de supervivencia y esperanza.

Una tarde, mientras cazaban, encontraron un pequeño arroyo. Se detuvieron a beber agua y refrescarse. Bill, observando a las jóvenes, no pudo evitar sonreír. “Nunca pensé que sería capaz de sentirme así de vivo de nuevo,” dijo, mirando a Naiche, que estaba riendo mientras jugaba con el agua.

“Esto es solo el comienzo,” respondió Losen, sonriendo también. “La libertad es un regalo que debemos cuidar.”

Con el paso del tiempo, los tres establecieron un campamento en un claro rodeado de altos pinos. Era un lugar seguro, alejado de los caminos transitados. Allí, comenzaron a construir una nueva vida. Bill se convirtió en un líder natural, guiando a las jóvenes con su experiencia y sabiduría.

Sin embargo, la paz no duraría para siempre. Los rumores de un grupo de apaches renegados que estaban causando estragos en las tierras cercanas comenzaron a llegar a sus oídos. Bill sabía que debían estar preparados. “No podemos permitir que nos encuentren desprevenidos,” les dijo una noche mientras se sentaban alrededor de la fogata.

Naiche y Losen asintieron, comprendiendo que su libertad estaba en juego. “Estamos contigo, Bill,” dijo Naiche, con determinación en su voz. “Haremos lo que sea necesario para proteger nuestro hogar.”

La Amenaza

Unos días después, mientras cazaban, escucharon el sonido de caballos galopando en la distancia. Bill levantó la mano, señalando a las jóvenes que se detuvieran. “Escuchen,” susurró. “Vienen hacia aquí.”

Se escondieron detrás de unos arbustos y observaron cómo un grupo de hombres armados se acercaba. Eran rurales, buscando a los apaches que se habían escapado. Bill sintió que la ira y el miedo se apoderaban de él. Sabía que no podían dejar que esos hombres los encontraran.

“Debemos movernos,” dijo Bill, su voz grave. “No podemos arriesgarnos a ser encontrados.”

Naiche y Losen asintieron, y juntos comenzaron a retroceder silenciosamente, alejándose de la amenaza. Sin embargo, los rurales eran astutos y pronto comenzaron a seguir sus rastros. Una noche, mientras dormían, Bill escuchó el sonido de cascos acercándose. Se despertó de un salto y sacó su Winchester.

“¡Despierten!” gritó, mientras Naiche y Losen se levantaban rápidamente, listas para luchar. “Están aquí.”

Los rurales rodearon su campamento, y la tensión en el aire era palpable. “Gringos, salgan de sus escondites,” gritó el capitán Morales, su voz resonando en la oscuridad. “Sabemos que están aquí.”

Bill miró a las jóvenes. “Estén listas,” les dijo. “No podemos dejar que nos atrapen.”

La Batalla

La balacera comenzó casi instantáneamente. Bill disparó desde detrás de un árbol, apuntando con precisión. Uno de los rurales cayó al suelo, y el caos se desató. Naiche y Losen, armadas con cuchillos y lanzas, lucharon valientemente a su lado.

El enfrentamiento fue feroz. Bill disparaba con la calma de quien ya no tiene nada que perder, mientras Naiche y Losen se movían con agilidad, atacando a los hombres que intentaban acercarse. La lucha se prolongó, y el aire se llenó de gritos y disparos.

Cuando el humo se disipó, varios rurales yacían muertos en el suelo. Bill, Naiche y Losen habían logrado defender su hogar, pero no sin costo. Bill recibió un disparo en el hombro, y Naiche tenía un corte profundo en la pierna. Losen, aunque herida, seguía de pie, lista para seguir luchando.

“¡Tenemos que irnos!” gritó Bill, sintiendo que la adrenalina comenzaba a desvanecerse. “No podemos quedarnos aquí.”

Con gran esfuerzo, lograron escapar hacia el bosque, dejando atrás el caos. La noche se cerró sobre ellos, y el silencio reemplazó el estruendo de la batalla. Se detuvieron en un claro, agotados y heridos, pero vivos.

“¿Estamos a salvo?” preguntó Naiche, mirando a su alrededor.

“Por ahora,” respondió Bill, tratando de calmar su respiración. “Pero debemos movernos rápidamente.”

La Recuperación

Los días siguientes fueron difíciles. Bill se recuperaba de su herida, mientras Naiche y Losen cuidaban de él y de sí mismas. La vida en el desierto era dura, pero su determinación y unidad les daban fuerzas. Cada día, se adentraban más en las montañas, buscando un lugar donde pudieran estar a salvo.

Una tarde, mientras estaban en un arroyo, Bill se sentó a descansar. “No sé cuánto tiempo podremos seguir así,” dijo, mirando a las jóvenes. “Los rurales no se detendrán hasta encontrarnos.”

Naiche, con una mirada decidida, respondió: “No podemos rendirnos. La libertad vale la pena. Debemos encontrar un nuevo hogar.”

“Ella tiene razón,” añadió Losen. “Si seguimos juntos, podemos superar cualquier obstáculo.”

Bill sonrió, sintiendo un renovado sentido de propósito. “Entonces sigamos adelante. Juntos.”

El Nuevo Comienzo

Finalmente, tras semanas de búsqueda, encontraron un valle escondido, rodeado de montañas altas y árboles densos. Era un lugar hermoso y seguro, un refugio perfecto. “Este será nuestro hogar,” declaró Bill, sintiendo que por fin habían encontrado un lugar donde podían vivir en paz.

Con el tiempo, establecieron un campamento en el valle. Construyeron cabañas de madera y comenzaron a cultivar la tierra. La vida era dura, pero la libertad que habían ganado les daba fuerzas. Con cada día que pasaba, el vínculo entre ellos se fortalecía.

Bill se convirtió en un líder respetado, guiando a Naiche y Losen con sabiduría. Juntos, enfrentaron los desafíos de la vida en el desierto y comenzaron a construir una nueva comunidad. Poco a poco, otros apaches y renegados se unieron a ellos, atraídos por la promesa de libertad y seguridad.

La Familia Creciente

Con el tiempo, Naiche y Losen se convirtieron en mujeres fuertes y respetadas. Juntas, tenían un papel crucial en la comunidad, ayudando a otros a adaptarse a la vida en el valle. Bill continuó protegiendo a su familia, asegurándose de que siempre estuvieran a salvo.

Ambas jóvenes comenzaron a formar sus propias familias. Naiche se casó con un joven apache, y juntos tuvieron varios hijos. Losen, por su parte, se convirtió en una guerrera valiente, defendiendo su hogar y su gente con ferocidad.

Bill observaba con orgullo cómo sus hijas adoptivas florecían en el nuevo hogar que habían construido. La vida en el valle era dura, pero también estaba llena de alegría y amor. Las risas de los niños resonaban en el aire, y las historias de su pasado se contaban junto a la fogata cada noche.

El Eco del Pasado

Sin embargo, el eco del pasado nunca desapareció por completo. A veces, en las noches más oscuras, Bill recordaba a Nasca y la promesa que le había hecho. Sabía que su lucha por la libertad no había terminado. Los rurales aún acechaban en la distancia, y la amenaza de la guerra siempre estaba presente.

Una noche, mientras miraba las estrellas, Bill sintió una profunda conexión con su madre y con Nasca. “Siempre estaré agradecido por lo que hiciste por mí,” murmuró en la oscuridad. “Tu sacrificio nos dio esta vida.”

Naiche, que había estado escuchando, se acercó y se sentó junto a él. “Ella siempre estará con nosotros, Bill. Su espíritu vive en cada uno de nosotros.”

Bill asintió, sintiendo que la verdad de sus palabras resonaba en su corazón. “Sí, y debemos seguir luchando por lo que es correcto. No solo por nosotros, sino por todos los que no tienen voz.”

El Último Enfrentamiento

Con el tiempo, la paz en el valle fue puesta a prueba. Un grupo de rurales, al enterarse de la comunidad que se había formado, decidió atacar. Bill, Naiche y Losen se prepararon para defender su hogar una vez más.

“Esta vez no nos rendiremos,” dijo Bill, mirando a las jóvenes con determinación. “Hemos luchado demasiado por esto.”

La batalla fue feroz. La comunidad se unió para defender su hogar, y Bill lideró la carga. Con cada disparo y cada grito, la lucha se intensificó. Naiche y Losen lucharon valientemente, recordando las lecciones que Bill les había enseñado.

Cuando el polvo se asentó, los rurales fueron derrotados, pero no sin costo. Bill resultó herido gravemente, y el dolor en su corazón era tan intenso como la herida en su cuerpo. Naiche y Losen lo llevaron de regreso al campamento, donde la comunidad se reunió para cuidar de él.

“Siempre estaré aquí,” murmuró Bill, sintiendo que su tiempo estaba llegando a su fin. “He luchado por ustedes, y siempre lo haré.”

El Legado de Bill

Con el tiempo, Bill se recuperó, pero su salud nunca volvió a ser la misma. Sin embargo, su espíritu seguía siendo fuerte. Se convirtió en un anciano sabio, compartiendo sus historias y enseñanzas con la nueva generación. Naiche y Losen se convirtieron en líderes en su propia derecha, guiando a la comunidad con amor y determinación.

El legado de Bill el cojo perduró en el corazón de todos. Su historia se convirtió en leyenda, un símbolo de resistencia y valentía. La comunidad prosperó, y los hijos de Naiche y Losen crecieron fuertes y valientes, listos para enfrentar cualquier desafío.

El Eco de la Libertad

En las noches de luna llena, cuando el viento del desierto sopla fuerte, aún se oye la voz ronca de la anciana Nasca susurrando entre los mezquites. “Nadie quiso proteger a mis hijas, pero alguien sí quiso. Y ese alguien pagó el precio y lo sigue pagando cada día con sangre, con sudor, con amor, y nunca se arrepintió.”

La historia de Bill, Naiche y Losen se convirtió en una leyenda contada a lo largo de generaciones. La lucha por la libertad nunca se detuvo, y el espíritu de aquellos que habían caído seguía vivo en cada rincón de la Sierra Madre. La comunidad, unida y fuerte, continuó prosperando, recordando siempre la importancia de la familia, la lealtad y la lucha por lo que es correcto.

Y así, en el desierto de Sonora, donde el viento sopla con furia y la luna brilla con fuerza, la historia de un hombre y dos mujeres se convirtió en un símbolo de esperanza y resistencia, un recordatorio de que, incluso en los momentos más oscuros, la luz de la libertad siempre encontrará su camino.

 

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