“Duele Muchísimo, No Puedo Soportarlo” — Dijo la Joven Apache al Ranchero Solitario

“Duele Muchísimo, No Puedo Soportarlo” — Dijo la Joven Apache al Ranchero Solitario

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Ayita y Jacob: Un Amor en la Pradera

Desde niña, Ayita había aprendido a soportar miradas que la juzgaban. En la tribu apache en la que creció, su cuerpo siempre fue motivo de comentarios. Era más alta y fuerte que las demás chicas, con hombros anchos y brazos firmes que parecían hechos para el trabajo duro. Mientras las mujeres de la tribu aprendían a ser delicadas, a bajar la cabeza y a moverse con gracia, Ayita aprendía a cargar cubos de agua pesados, a transportar leña durante largas distancias y a resistir el paso del tiempo con una fortaleza que no encajaba con lo que se esperaba de una mujer.

Los susurros la seguían a todas partes. Algunos decían que era demasiado parecida a un hombre, que nunca sería amada, que nadie querría casarse con alguien como ella. Los blancos la miraban diferente, pero no con miedo, sino con una mezcla de curiosidad y desprecio. Sus ojos la estudiaban como si fuera una rareza, algo que no debería existir. Ayita había crecido en dos mundos, pero no pertenecía a ninguno. Era una extranjera en su propia tierra.

A los 25 años, cansada de la soledad y del rechazo, Ayita tomó una decisión que muchos consideraron un error. Aceptó casarse con Jacob Caldwell, un ranchero viudo que vivía solo en una pequeña casa de madera en la pradera. Jacob no buscaba a la mujer perfecta; solo quería llenar el vacío que había dejado la muerte de su esposa. Ayita dijo que sí, no porque creyera en el amor, sino porque estaba cansada de cargar sola con su vida.

La ceremonia fue sencilla, sin grandes celebraciones. El viento barría la hierba seca detrás del rancho mientras Ayita, con su vestido de piel de ciervo, se sentaba en silencio junto a los establos. Jacob se acercó a ella con pasos cautelosos, y aunque Ayita no se apartó, las lágrimas comenzaron a rodar por su rostro. Su cuerpo, tan fuerte y resistente, temblaba como el de una niña que había soportado demasiado durante demasiado tiempo. Con la voz quebrada por los sollozos, susurró:

—Me duele muchísimo… No puedo soportarlo.

Jacob, sin decir una palabra, la rodeó con sus brazos. Por primera vez, sintió el peso del dolor que Ayita había cargado durante 25 años. No era un dolor físico, sino algo más profundo, enterrado en su corazón. Era el peso de una vida llena de rechazo y de un alma que nunca había creído merecer amor.

Esa noche, mientras el fuego de la chimenea crepitaba suavemente en la pequeña casa de madera, Ayita se quedó junto a la cama, con las manos aferrando su vestido. Sus hombros anchos y su figura alta parecían más frágiles que nunca. Cuando Jacob se acercó, ella no pudo mirarlo a los ojos.

—Tengo miedo —dijo, con la voz temblorosa.

Jacob dejó la lámpara de aceite y se acercó despacio, manteniendo cierta distancia para no asustarla. No dijo nada, simplemente esperó. Ayita respiró profundamente y, como si un dique se rompiera dentro de ella, dejó salir todo lo que había guardado durante años. Le habló de las burlas en la tribu, de los hombres que la habían mirado con desprecio, de las palabras que la habían hecho sentir menos que una mujer. Le confesó su miedo al dolor, al rechazo, a no ser suficiente.

Jacob la escuchó en silencio, con una paciencia que Ayita nunca había conocido. Cuando ella terminó de hablar, él se acercó un poco más y dijo suavemente:

—No me casé contigo porque me recordaras a alguien más. Me casé contigo porque eres tú.

Ayita tembló cuando Jacob posó una mano ligera en su brazo, como pidiendo permiso. Ella contuvo el aliento y luego asintió.

—Tengo miedo del dolor —susurró—. Tengo miedo de que mi cuerpo esté mal.

Jacob la atrajo hacia sus brazos, dejando que apoyara la frente en su pecho.

—Si esta noche solo hablamos, será suficiente. No tengo prisa. No voy a ninguna parte.

Por primera vez en su vida, Ayita sintió que su miedo era escuchado, no ridiculizado. La noche transcurrió despacio, en un silencio lleno de significado. Hablaron de sus vidas, de sus miedos, de sus sueños. Jacob no interrumpía ni corregía. Solo escuchaba, dejando que Ayita marcara el ritmo de cada palabra.

Cuando el sueño finalmente la venció, Ayita se dio cuenta de algo profundamente importante: no tenía que soportarlo todo sola.

Los días pasaron, y poco a poco Ayita comenzó a sentirse más cómoda en la casa de Jacob. Ya no temía tanto el contacto, y aunque todavía dudaba, empezó a abrirse a la posibilidad de que el amor no tenía por qué doler. Jacob, por su parte, nunca la presionó. Siempre estaba allí, esperando pacientemente, dejando que Ayita decidiera cuándo estaba lista para avanzar.

Una tarde, mientras el sol se ponía sobre la pradera, Ayita se volvió hacia Jacob y dijo:

—Creo que estoy lista… Si tú todavía estás aquí.

Jacob asintió, con una sonrisa tranquila.

—Siempre estaré aquí.

Esa noche, Ayita descubrió algo que nunca había creído posible. No hubo dolor, como le habían advertido. Solo hubo calor, conexión y una sensación de seguridad que nunca antes había conocido. Por primera vez, su cuerpo no era algo que debía defender. Era un lugar donde se le permitía estar.

Con el tiempo, Ayita y Jacob construyeron una vida juntos. La pradera, que una vez le había parecido un lugar solitario y hostil, ahora se sentía como un hogar. Ayita comenzó a caminar por el pueblo con la cabeza en alto, sin esconder su altura ni su fuerza. Los susurros seguían allí, pero ya no la afectaban. Jacob siempre estaba a su lado, tomándola de la mano, no para guiarla, sino para recordarle que no estaba sola.

Meses después, Ayita descubrió que estaba embarazada. La noticia la llenó de una mezcla de miedo y esperanza. Su cuerpo, que durante tanto tiempo había sido motivo de vergüenza, ahora era el hogar de una nueva vida. Cada movimiento del bebé dentro de ella era un recordatorio de que su cuerpo no era una carga, sino un milagro.

Una mañana, mientras cabalgaban juntos por la pradera, Jacob detuvo su caballo y se volvió hacia ella. Posó una mano sobre su vientre y dijo:

—¿Estás bien?

Ayita sonrió, una sonrisa plena y sincera.

—Nunca he estado mejor.

Miró la vasta pradera que se extendía ante ellos, un lugar donde antes se había sentido perdida. Ahora, ese mismo paisaje se sentía como una bienvenida, un recordatorio de que había encontrado su lugar en el mundo.

—No necesito ser más pequeña —dijo en voz baja, mirando a Jacob—. Solo necesito ser amada de la manera correcta.

Jacob la besó suavemente en la frente.

—Y siempre lo serás —respondió.

Con el tiempo, Ayita comprendió una verdad que había tardado años en aprender: el verdadero amor no llega para cambiar quién eres. Llega para darte permiso de ser tú mismo, sin miedo, sin dolor. El amor que compartía con Jacob no era perfecto ni fácil, pero era real. Y eso era suficiente.

En la pequeña casa de madera, con el viento de la pradera soplando suavemente, Ayita finalmente encontró lo que había buscado toda su vida: un lugar donde no tenía que encogerse para encajar. Un lugar donde podía ser ella misma, y eso era más que suficiente.

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