El cartel estaba pegado en la entrada de la residencia: “Clases de teatro comunitario. Abierto a todas las edades”. La mayoría pasó de largo, pero ellos se detuvieron.

El cartel estaba pegado en la entrada de la residencia: “Clases de teatro comunitario. Abierto a todas las edades”. La mayoría pasó de largo, pero ellos se detuvieron.

—¿Te imaginas? —preguntó ella, con una sonrisa traviesa.
—¿A nuestra edad? —respondió él, arqueando una ceja.
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—Precisamente. Si siempre fuimos espectadores, ya es hora de subir al escenario.

La primera clase fue un caos maravilloso. Jóvenes recitaban textos de memoria, niños corrían entre las sillas, y ellos, dos ancianos que nunca habían actuado, trataban de seguir instrucciones que parecían en otro idioma.

—¡Proyecta la voz! —decía la profesora.
Él carraspeó y gritó tan fuerte que hizo reír a todos.
Ella, nerviosa, olvidaba frases sencillas y terminaba improvisando con naturalidad.

—Lo haces mejor que el guion —le susurró él, aplaudiéndola en secreto.
—No exageres —respondió ella, ruborizada—. Pero… ¿a que es divertido?

Semana tras semana, fueron encontrando su lugar. En los ejercicios de confianza, se lanzaban a los brazos del otro con una complicidad que sorprendía a los demás. En los ensayos de improvisación, convertían discusiones ficticias en escenas tan creíbles que arrancaban aplausos.

Un día, la profesora los llamó aparte.
—Tengo una propuesta: quiero que ustedes dos sean los protagonistas de la obra final.
Ellos se miraron, incrédulos.
—¿Nosotros? —dijeron a coro.
—Sí. Porque cuando se miran, no actúan: viven.

El estreno se anunció en el teatro del barrio. Sus hijos, al enterarse, protestaron.
—Mamá, ¿qué necesidad tienes de hacer el ridículo en público?
—Papá, el teatro es cansado, te va a dar un infarto.

Pero ellos ya no pedían permiso.

La noche del estreno, el camerino olía a polvo y maquillaje barato. Ella temblaba, sujetando el guion arrugado.
—Me voy a olvidar de todo, lo sé.
Él tomó su mano.
—Entonces improvisa. Como hemos hecho toda la vida.

El telón se abrió y las luces los cegaron. Al principio, la voz le temblaba a ella, y él olvidó una línea importante. Pero entonces se miraron, y el miedo desapareció. Sus diálogos se volvieron fluidos, sus gestos auténticos. El público reía cuando reían, lloraba cuando callaban.

En una de las escenas finales, él debía decir:
—Te amaré aunque el tiempo nos borre la memoria.
La frase estaba escrita en el guion, pero al pronunciarla, le salió con tal emoción que a ella se le llenaron los ojos de lágrimas. Contestó con voz quebrada:
—Y yo te amaré aunque el telón se cierre para siempre.

El silencio que siguió fue tan profundo que parecía que todo el teatro contenía la respiración. Luego, un aplauso atronador llenó la sala. La gente se puso de pie. Algunos lloraban, otros gritaban “¡Bravo!”.

Tras el telón, ella cayó en sus brazos, riendo y llorando al mismo tiempo.
—¿Te das cuenta? Somos actores de verdad.
Él la abrazó fuerte.
—No, somos más que actores. Somos dos viejos que se atrevieron a vivir otra vida, aunque fuera sobre un escenario.

Días después, los periódicos locales hablaron de “la pareja de ancianos que robó el corazón del público”. Pero para ellos, lo más importante era lo que quedó escrito en su libreta de aventuras:

“Hoy descubrimos que nunca es tarde para subir al escenario. Que el teatro no se trata de fingir, sino de atreverse a mostrar la verdad. Y nuestra verdad es simple: aún sabemos amar bajo los focos.”

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