EL DUELO QUE NUNCA SE LIBRÓ
En la provincia de Echizen, un samurái llamado Takeda era conocido por su orgullo. Había ganado muchos combates y llevaba su armadura con un aire tan altivo que incluso los niños del pueblo lo imitaban cuando pasaba.
Un día, al llegar al templo local, Takeda desafió a los monjes:
—Dicen que aquí enseñan a vencer al ego. ¡Quiero enfrentarme a su mejor discípulo para demostrar que mi espada es invencible!
Los aldeanos se reunieron, intrigados. Algunos murmuraban que sería un combate interesante, otros temían que los monjes se negaran y provocaran la ira del guerrero.
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El maestro zen, Genryu, salió a recibirlo. Era un anciano de barba blanca y andar tranquilo. A su lado estaba un joven campesino llamado Daichi, que solía ayudar en el templo a cambio de comida.
—Takeda —dijo Genryu—, si deseas un duelo, Daichi será tu rival.
Las risas estallaron en la multitud.
—¡Un campesino contra un samurái! —decían—. ¡Esto será una burla!
Takeda se sintió insultado.
—¿Me toman por un tonto? No lucharé contra un campesino sin entrenamiento.
El maestro Genryu sonrió.
—Entonces ya has perdido.
El samurái enrojeció de furia.
—¡Explícate!
—Un verdadero guerrero no mide su valor por la grandeza del oponente, sino por su capacidad de contener la espada. Tu orgullo necesita aplausos, sangre y victorias. Daichi, en cambio, no necesita nada de eso.
El joven campesino dio un paso al frente y dijo con voz firme:
—Señor Takeda, yo no tengo espada. Pero si desea, puedo compartirle el arroz que coseché esta mañana. Así ambos salimos con vida.
Un murmullo recorrió la multitud. El ofrecimiento, simple y sincero, sonaba más fuerte que cualquier grito.
El samurái temblaba, dividido entre la ira y la vergüenza. Finalmente, bajó la mirada.
—He pasado mi vida peleando para que otros me reconozcan. Pero hoy me derrota alguien que no pelea.
Genryu asintió.
—Esa es la lección: la humildad vence donde el orgullo se destruye a sí mismo.
Los aldeanos, conmovidos, aplaudieron al campesino. Takeda, avergonzado pero transformado, dejó su espada en el suelo del templo y se inclinó ante Daichi.
—Tú me has mostrado una victoria más grande que todas mis batallas.
Con el tiempo, Takeda dejó de buscar duelos y comenzó a enseñar a los niños del pueblo no a pelear, sino a cultivar disciplina y respeto. Y en las noches, compartía arroz con Daichi, recordando que la verdadera fuerza no estaba en la espada, sino en saber cuándo no usarla.
En la entrada del templo quedó grabada una frase que los aldeanos repetían:
“El orgullo busca enemigos. La humildad encuentra hermanos.”