“La Noche de los Secretos: Un Matrimonio en Ruinas”
En la noche más espertenzadora de mi vida, cuando lo que empezó como un cuento de hadas se convirtió en una pesadilla, no tenía ni idea de lo que me esperaba…
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Justo ahora la fiesta de fumadores había terminado. Familiares y amigos nos habían colmado de bendiciones. Yo seguía eufórico: por el vino, por el éxtasis del día y por la convicción de que me había casado con la mayor felicidad de mi vida: una joven dulce, modesta, suave como una brisa de verano. Todos decían que había encontrado un tesoro.
La noche de las noches debería empezar pronto. Pero en cuanto se cerró la puerta de nuestra habitación, el ambiente se ensombreció. Ella se sentó en silencio al borde de la cama, con las manos apretadas, su temblor era difícil de ignorar. Lo interpreté como timidez, así que intenté calmarla con una sonrisa burlona. Sin embargo, cada palabra que decía parecía empujarla aún más hacia atrás, como un ciervo ante la tormenta. Su rechazo fue decidido, casi presa del pánico.
Los minutos pasan lentamente, y mi primera impresión es un mal presentimiento. La ira se extiende silenciosamente dentro de mí, acompañada de una pregunta acuciante que no me dejaba ir:
“¿Qué me oculta?”
La tenue luz de la lámpara de la mesilla de noche proyectaba largas sombras en la habitación, mientras ella seguía escondida bajo el techo, temblando por completo. Me acerqué, dejé mi mano suavemente sobre su hombro y le hablé en voz baja, casi suplicando:
—¿Qué te deprime…? Estamos casados, no confíes en mí.
No dijo nada. Apretó los labios, sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no habló. En cambio, se aferró más fuerte al techo; su silencio resonó en mis oídos.
Un momento de tensión interna se liberó. La curiosidad y el miedo se mezclaron en un tremendo impulso. Extendí la mano hacia el techo y lo retiré lentamente.
Lo que entonces se desplegó ante mis ojos hizo que mi corazón se encogiera como una piedra en el pecho. Me quedé sin aliento. Me desmayé.
Y en ese momento lo supe: había visto algo que me obligó a arrodillarme, no por miedo, sino por culpa…