EL HOMBRE QUE DIBUJABA RECUERDOS EN LAS PAREDES

EL HOMBRE QUE DIBUJABA RECUERDOS EN LAS PAREDES

En un pueblo costero de Portugal, donde las gaviotas volaban tan bajo que casi tocaban las cabezas y el mar golpeaba con paciencia las rocas, vivía un hombre llamado Tomás. Tenía 67 años, el pelo desordenado como las olas del Atlántico y un andar lento, como si sus pasos arrastraran historias.
.
.
.
May be an image of 1 person

Tomás no era artista. No oficialmente. Nunca había ido a una escuela de arte ni había vendido un cuadro. Pero todos lo llamaban el pintor de muros. Porque desde hacía diez años, recorría las calles del pueblo con una caja de pinturas y pinceles viejos, y sin pedir permiso, dibujaba en las paredes.

No eran grafitis ni murales modernos. Eran recuerdos.

Un columpio colgando de un árbol que ya no existía. Una pareja bailando en una plaza vacía. Un niño con botas de agua corriendo bajo una lluvia que parecía real. Un pescador joven sosteniendo una red llena, aunque él mismo ya estaba enterrado.

—¿Cómo sabe qué pintar? —le preguntó una niña que lo miraba fascinada mientras él dibujaba un perro dormido frente a una puerta.

—No lo sé. Lo escucho.

—¿Escucha qué?

Tomás sonrió, sin dejar de mover el pincel.

—Las paredes. Todas guardan secretos. Yo solo los saco a la luz.

Algunos vecinos lo criticaban.

—¡Está ensuciando las fachadas!

—¡Eso no es arte, son garabatos!

Pero otros le dejaban café, pan caliente, incluso brochas nuevas.

Porque sabían que lo que hacía era más que pintar.

Una mañana, apareció una mujer desconocida frente a una de sus obras. Se llamaba Clara. Venía de Lisboa, buscaba las raíces de su madre, que había crecido en ese pueblo. Al ver el mural de una mujer joven sentada junto al río, con una trenza larga y un cuaderno en las manos, se quedó helada.

—Es ella… —susurró, con los ojos llenos de agua.

Tomás, que la observaba desde una esquina, se acercó.

—¿La conocías?

—Era mi madre. Murió hace dos años. Nunca volví a verla junto a ese río… hasta ahora.

—La pared me lo contó —respondió él, como si eso fuera natural.

Desde ese día, Clara lo acompañó a pintar.

Le traía historias, fotos antiguas, trozos de cartas. Y Tomás los traducía en imágenes, como si sus pinceles leyeran entre líneas del pasado.

Un día, sin avisar, Tomás no salió. Clara lo buscó. Lo encontró en su casa, sentado frente a una pared en blanco, la brocha en la mano, los ojos vidriosos.

—Ya no me vienen imágenes.

—¿Por qué?

—Creo que ya lo conté todo. Todo lo que el pueblo quería recordar.

Ella le tocó el hombro con ternura.

—No todo. Falta uno.

—¿Cuál?

Clara se acercó a la pared. Le dio un papel con una foto de él, joven, con una sonrisa apenas visible.

—El tuyo.

Esa tarde, por primera vez, Tomás se pintó a sí mismo. No como era ahora, sino como niño. Con los pies llenos de arena, un pez en las manos y una mirada que aún no conocía el dolor.

Abajo, escribió en letras pequeñas:

“Para que no me olviden… pero tampoco me idealicen.”

Y así, en un pueblo de paredes vivas, un hombre humilde dejó su alma dibujada en cada rincón, recordando que la memoria no vive en museos… sino en lo que somos capaces de ver, aunque ya no esté.

Related Posts

Our Privacy policy

https://rb.goc5.com - © 2025 News