Durante meses, una mujer dejaba comida en la puerta de su vecino anciano.

Durante seis meses, cada tarde a las cinco, dejé un plato de comida frente a la puerta del señor Henríquez. Pan casero los lunes, guisos los miércoles… siempre algo caliente, algo hecho con mis propias manos.

Todo comenzó una tarde cualquiera, cuando lo vi en el pasillo. Había adelgazado tanto que su ropa parecía colgarle del alma. Su figura encorvada y su mirada perdida me llenaron de una tristeza indescriptible.

 

 

—¿Ha comido hoy? —le pregunté con suavidad.

Él apenas levantó la vista. Sus ojos, hundidos y apagados, reflejaban un vacío inmenso.

—¿Qué importa? —susurró, antes de cerrar la puerta lentamente.

Esa noche no pude dormir pensando en su mirada vacía. Sentí que algo debía hacer, aunque fuera pequeño, aunque fuera insignificante. Al día siguiente, me levanté temprano y preparé sopa de lentejas. La cociné con cariño, como si fuera para mí misma o para alguien muy querido. A las cinco de la tarde, toqué su puerta. Al no obtener respuesta, dejé el plato con una nota:

“De su vecina del 3B. Buen provecho.”

Pasaron semanas sin palabras. Solo los platos vacíos y lavados que aparecían frente a mi puerta cada mañana. Era su forma de responder, de agradecerme en silencio.

Hasta que un día, al recoger el plato, encontré una nota suya:

“Gracias. Hacía años que la comida no me sabía a nada.”

A partir de ese momento, comenzamos a comunicarnos a través de notas breves. Yo le contaba recetas, pequeños secretos de cocina que había aprendido de mi madre. Él, por su parte, me hablaba de los muebles que construyó en su juventud, de su esposa fallecida, del silencio pesado que había llenado su vida desde que ella se fue.

—Usted me hace creer que todavía hay gente buena —me dijo una tarde, con una sonrisa temblorosa que iluminó su rostro por un instante.

Los meses siguieron, y aquella puerta que antes se cerraba al mundo empezó a abrirse un poco más cada día. A veces conversábamos quince minutos. A veces solo bastaba con una mirada agradecida.

Una tarde de agosto, mientras tomábamos té en el pasillo, me confesó algo que me dejó sin palabras:

—Ya había decidido irme. —Su voz era apenas un susurro—. Pero entonces llegó usted con su comida y sus notas tontas… y pensé: “Quizás pueda quedarme un día más.”

Dos días después de que le llevara empanadas, vi una ambulancia frente al edificio. Mi corazón se detuvo por un instante, como si ya supiera lo que había sucedido. Supe que ese “día más” que él había decidido regalarse había llegado a su fin.

Una semana después, alguien tocó mi puerta. Era su hija. Traía los ojos hinchados por el llanto y un sobre entre las manos.

—Papá dejó esto para usted —me dijo con voz quebrada.

Dentro del sobre había una nota escrita con letra temblorosa:

“Para la vecina del 3B: usted no me salvó la vida… me devolvió las ganas de vivirla. Gracias por recordarme que aún existía bondad en este mundo. Me fui en paz, sabiendo que todavía hay personas que cocinan con el corazón.”

Esa noche preparé sopa de lentejas. Serví dos platos. Uno para mí… y otro que dejé frente a la puerta vacía del 3C.

A la mañana siguiente, al recoger el plato, noté algo que me dejó sin aliento. Sobre el borde del plato descansaba una mariposa blanca. Sus alas parecían de papel, delicadas y puras. Batió las alas suavemente, como si me agradeciera, y voló hacia la luz del amanecer.

Me quedé ahí, en el umbral de mi puerta, con el corazón lleno de una mezcla de tristeza y gratitud. Porque a veces, los gestos más pequeños pueden cambiarlo todo. Y porque, aunque el señor Henríquez ya no estaba, su espíritu seguía vivo en cada plato, en cada nota, en cada recuerdo compartido.

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