El sonido metálico de unas tijeras cerrándose en el vacío rompió el silencio de la mansión como un disparo. Inmediatamente después se oyó un grito agudo, desesperado, inconfundible. No me cortes el pelo otra vez, por favor, no lo hagas. Alejandro Torres se detuvo en medio del pasillo con el corazón latiéndole en el cuello, como si cada latido fuera empujado fuera de su pecho.
Había llegado a casa temprano, planeando sorprender a su familia con una noche tranquila. Pero no había tranquilidad. Lo que escuchó no fue música ni risas infantiles, fue el terror crudo de su propia hija. El eco recorrió los amplios y fríos pasillos de la mansión, golpeando las paredes cubiertas de cuadros y regresando en oleadas. El perfume floral que impregnaba la casa, antes señal de orden y sofisticación, ahora parecía sofocante, pesado, cómplice.
Alejandro avanzó rápidamente, sintiendo cómo crujía la madera del suelo bajo sus zapatos. Cada paso era una batalla entre creer que había oído mal y el pánico de saber que no era así. El grito se repitió más débil, más suplicante. No otra vez, por favor, no otra vez. La sangre se le heló en las venas. La palabra otra vez lo atravesó como una navaja. Otra vez.

No era la primera vez. Cuántas otras veces. El corazón de Alejandro se aceleró y su mente se llenó de flashes. La mirada abatida de su hija, los silencios demasiado largos, la repentina pérdida de alegría. Nunca quiso unir las piezas, pero ahora las piezas gritaban. Empujó la puerta del dormitorio con violencia. La escena que encontró lo persiguió hasta el último día de su vida.
Sofía, de solo 5 años temblaba sobre la cama con su cabello rubio cayendo en mechones irregulares sobre el suelo de madera, algunos aún pegados a las lágrimas que le corrían por la cara. Tenía las mejillas rojas e hinchadas de tanto llorar. Sus ojos azules, siempre dulces y curiosos, estaban vidriosos de puro terror.
Frente a ella, con una frialdad que cortaba el aire, Isabel empuñaba unas tijeras de cocina como si fueran un instrumento de castigo. El gesto era metódico, cruel, no tenía nada de corrección o descuido. Cada corte iba acompañado de una frase dicha en tono bajo, casi venenoso. Niña fea, nunca serás tan guapa como lo fue tu madre.
El sonido seco de las tijeras al cerrarse, repetido a un ritmo constante, marcaba el compás de una tortura íntima. El suelo estaba cubierto de mechones rubios, como trofeos grotescos de una guerra unilateral. El pequeño lazo rosa de Sofía yacía en un rincón.
Aplastado bajo la suela de un zapato, Alejandro se quedó inmóvil por un instante, solo un instante, suficiente para sentir cómo se le revolvía el estómago y le ardía el pecho por la incredulidad. La mujer a la que había traído a su casa, creyendo que ofrecería amor y protección a su hija, estaba ante él, mutilando la dignidad de la niña que más necesitaba cariño. Isabel no se percató de su presencia de inmediato.
Estaba absorta en la tarea con los ojos fijos en la cabeza de la niña, como si quisiera arrancar no solo los mechones de pelo, sino cualquier rasgo que le recordara a su madre muerta. Cuando finalmente se dio cuenta de que Alejandro estaba en la puerta, dio un pequeño respingo y dejó caer las tijeras.
El sonido metálico al golpear el suelo pareció atravesar el corazón del hombre. Sofía, al verlo, no dudó. Corrió a los brazos de su padre, aferrándose a él como un náufrago a una tabla. Su frágil cuerpo temblaba. Sus pequeñas manos se clavaban en su abrigo y las palabras salían entre soyozos ahogados. Papá, me ha vuelto a cortar.