—Hoy voy a hacer que grites mi nombre —le dijo el vaquero a la maestra, y casi se desmaya. Pero ¿qué…?

—Hoy voy a hacer que grites mi nombre —le dijo el vaquero a la maestra, y casi se desmaya. Pero ¿qué…?

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El Susurro del Amor

“Hoy voy a hacer que grites mi nombre”, dijo Joel, el gigante de voz ronca, con el sol golpeando su pecho sudoroso. Marta se congeló. El calor del atardecer parecía hervir dentro de su alma. Hacía semanas que aquello venía creciendo entre los dos: miradas prolongadas, toques interrumpidos, palabras que se quedaban a medio camino. Ella, profesora seria de la escuela municipal; él, peón del rancho vecino, rudo y silencioso. Todo en ellos era contraste, pero también destino.

Ahora, con el viento arrastrando polvo por el patio, Joel no quiso más fingir. Había perdido el control. Marta respiró hondo, sintiendo su corazón desbocado. El canto de las chicharras parecía más fuerte que nunca. Joel estaba de pie, su sombra cubriendo parte de la veranda. El sombrero de paja colgaba de un clavo en la pared, su cuerpo sudoroso después de un día entero trabajando en el campo. Ella intentó desviar la mirada, pero no pudo. Había algo en aquel hombre que la atraía de una manera que no podía explicar. No era solo su físico, sino la forma en que miraba, firme y directo, como si pudiera ver lo que ella evitaba sentir.

“¿Te volviste loco?”, logró decir con la voz casi temblorosa. “Me volví hace tiempo, Marta”, respondió él, dando un paso hacia adelante. “Desde el día en que llegaste a la tienda con ese vestido azul”. Marta sintió que su rostro se encendía. “¡Joel, por favor!”, exclamó, pero él continuó: “¿Por favor, qué? No hables así”. Su risa fue baja, ronca y cansada. “¿Crees que elegí sentir esto?”.

Marta retrocedió hasta chocar contra las tablas de la pared. El olor a madera caliente se mezclaba con su sudor. Recordó aquellos días en que lo veía de lejos, montado a caballo, su figura firme bajo el sol. “Soy una mujer decente, Joel”, dijo, tratando de mantenerse firme. “¿Y yo no lo soy?”, replicó él, acercándose más. Estaba tan cerca que pudo sentir su calor, el aroma a tierra y tabaco. Por un instante, todo a su alrededor desapareció: el viento, el cielo, el polvo. Solo existían ellos dos y la tensión que crecía como una tormenta contenida.

Marta intentó hablar, pero su voz no salió. Él levantó la mano lentamente y apartó una mecha de cabello de su rostro. El toque fue ligero, respetuoso, pero suficiente para hacer que su cuerpo temblara. “Mira hacia mí, Marta”. Ella levantó los ojos, y allí estaban sus ojos oscuros, firmes y decididos. “¿Crees que no veo?”, dijo él casi en un susurro. “Cada vez que paso, tú contienes la respiración. Cada vez que hablo contigo, desvias la mirada. Pero tu cuerpo habla”.

“Joel, estoy diciendo la verdad”, intentó protestar ella, pero él no la detuvo. Se quedó allí, inmóvil, respirando pesadamente. Marta caminó hasta el umbral de la puerta, su corazón latiendo desbocado. El sol se ocultaba tras la colina, tiñendo todo de naranja. “Deberías irte”, dijo ella, pero él respondió: “Si me voy ahora, no volveré más”. Esa frase quedó en el aire, como un disparo que no resonó, pero que impactó profundamente.

Hoje vou fazer você gritar o meu nome" o cowboy disse à professora, e quase  desmaiou. Mas o que.... - YouTube

Marta cerró los ojos, sintiendo las lágrimas acumularse. Había una vida entera de miedo, culpa y deseos ocultos. Tenía 42 años y había vivido sola desde que su marido murió en un accidente de camión. Pasó años convencida de que su tiempo había pasado, que el amor no volvería. Joel, con sus poco más de 30, apareció como un rayo en un cielo despejado, sin aviso, sin pedir permiso. Era rudo, sí. Hablaba poco, trabajaba duro, pero tenía una forma de cuidar, de proteger, que desarmaba cualquier defensa.

“No quiero complicar tu vida”, dijo él en voz baja. “Ya la complicaste”, respondió ella, y él rió, aliviado, como si esperara escuchar eso desde hacía tiempo. Se acercó un poco más y el suelo de madera crujió. “No sé qué será de nosotros, Marta, pero sé lo que quiero ahora”. “¿Y qué quieres?”, preguntó ella, sintiendo su corazón latir con fuerza. “A ti”. Las palabras salieron lentas, firmes, sin espacio para dudas. Ella sintió su cuerpo temblar.

El sol ya se había ocultado y la lamparina en la veranda proyectaba una luz amarillenta sobre sus rostros. Joel extendió su mano, dudando, esperando que ella se negara, pero ella no lo hizo. Cuando sus dedos se tocaron, el tiempo pareció detenerse. No había más correcto o incorrecto, solo un alivio antiguo, una entrega que su cuerpo reconocía antes que su mente. Él se acercó lentamente y el beso llegó como un susurro, cálido, contenido, lleno de una añoranza que ni ellos sabían que tenían.

Marta sintió el suelo desaparecer por un instante. Era como volver a vivir después de años de letargo. Cuando se separaron, apoyó su frente en el pecho de él, respirando con dificultad. “Eres un problema, Joel”. “Entonces déjame ser tu problema”. Ella rió, un sonido ligero y sincero. Hacía tiempo que no reía así.

El viento afuera movía las hojas secas. La noche llegaba lentamente. Joel la sostuvo por los hombros, su rostro cerca del de ella. Su voz salió casi en un murmullo. “Pensé en ti todos los días desde la primera vez”. “¿Y qué pensabas?”, preguntó ella. “Que si algún día te tocaba, no querría soltarme nunca más”. Marta sintió su corazón latir más rápido. La voz de él era como el propio suelo de la finca, firme, cálida, llena de verdad.

Ella lo miró con una mezcla de miedo y deseo. “¿Y si alguien nos ve?” “Que nos vea. No tengo vergüenza de sentir lo que siento”. Ella apoyó su rostro en su pecho. “La gente habla”. “Deja que hablen. No duermen en tu cama ni despiertan con tu soledad”. Las palabras de él atravesaron el aire como un cuchillo. Marta se quedó en silencio, solo escuchando el sonido de su corazón, fuerte, rítmico, real.

Joel pasó su mano lentamente por el cabello de ella, deshaciendo el moño. Las mechones cayeron sobre sus hombros. La lamparina los envolvía en una luz casi dorada. “Eres demasiado hermosa para seguir fingiendo que no sientes nada”. Ella levantó la mirada y había lágrimas en sus ojos. “Tengo miedo”. “Yo también. Pero el miedo ya no manda en mí”. Su voz fue firme y, por un instante, ella creyó que también podía ser fuerte.

El viento entró por la puerta, trayendo el olor a tierra húmeda. Parecía que iba a llover. Joel la miró, sus ojos oscuros reflejando la llama de la lamparina. “Dime que me vaya y me iré”. Ella tardó en responder. El silencio entre ellos era espeso, pesado, lleno de todo lo que no podían decir. “¡Quédate!”. La palabra salió en un hilo de voz, pero fue suficiente. Joel apoyó su frente contra la de ella. Se quedaron así, respirando juntos, el mundo afuera desvaneciéndose.

Él la atrajo suavemente, su cuerpo encajando en el de él, como si ya se conocieran de vidas. El toque era firme, pero lleno de cuidado. Cada gesto parecía un pedido de permiso silencioso. Marta cerró los ojos y se dejó estar. El tiempo pasó lentamente. El sonido de la lluvia comenzó a caer suavemente sobre el techo. Él besó su frente, luego su rostro, y finalmente sus labios con calma, como quien saborea un momento que ha esperado toda su vida.

La lamparina titilaba, proyectando sombras en sus rostros. Después de un rato, ella apoyó la cabeza en su hombro y rió tímidamente. “¿Qué será de nosotros ahora, Joel?”. “Ahora vemos mañana. Hoy es solo hoy”. Ella lo miró y, por primera vez en muchos años, sintió paz. Afuera, la lluvia aumentaba, lavando el polvo del camino. El mundo parecía quieto, como si respetara aquel instante.

Dentro de la casa simple, la profesora y el peón dejaron el miedo afuera. Marta se dio cuenta de que había algo diferente en él. Joel no era solo fuerza; era alguien que sabía esperar, que cargaba el peso del mundo sobre sus hombros, pero que aún así sabía ser tierno. “¿Crees que todavía hay tiempo para nosotros?”, preguntó él. “Para quien ha esperado tanto, cualquier tiempo es tiempo”. La respuesta llegó suave, pero cargada de certeza.

Y cuando el trueno resonó a lo lejos, los dos se abrazaron como si el mundo pudiera acabar esa noche. Y estaba bien si acababa, porque por primera vez, Marta sintió que estaba exactamente donde debía estar.

El día amaneció lentamente, con el olor a tierra húmeda entrando por las rendijas de la ventana. La lluvia había cesado poco antes, dejando el patio cubierto de charcos y el aire más fresco. Marta abrió los ojos antes de que el sol saliera completamente. Se sintió ligera, pero su corazón latía rápido, como si aún no estuviera segura de que todo eso era real.

Joel dormía a su lado, el pecho subiendo y bajando lentamente. Su brazo pesado sobre su cintura. El cabello de él estaba desordenado y había una calma extraña en su rostro, diferente del hombre duro y callado que todos conocían. Ella permaneció allí unos minutos, observando. La lamparina, ahora apagada, aún olía a queroseno. La ropa de Joel estaba tirada sobre la silla, su sombrero colgado en un rincón, el sonido distante de los gallos mezclándose con el crepitar de la leña que aún ardía en la estufa.

Cuando se levantó, él se movió, abriendo los ojos lentamente. “¿Ya vas a huir de mí, profesora?”, murmuró con una sonrisa perezosa. “Huir, nada. Solo voy a preparar el café”. “Si quieres, yo lo hago”. “¿Tú, café?”, rió ella, sacudiendo la cabeza. “No quiero comenzar el día intoxicada”. Joel se sentó, el cabello cayendo sobre su frente, la mirada tranquila. “Me gusta cuando ríes”.

Marta desvió la mirada, sonrojada, mientras ajustaba el vestido que había dejado en la silla. “No hables así, Joel”. “¿Así, como qué? ¿Como si yo fuera alguna chica de la ciudad?”. Él se levantó, aún sin camisa, y caminó hacia ella. “Para mí, eres mujer. Y eres la más bonita que he visto”. Ella intentó fingir desinterés, pero la sonrisa la traicionó. “Dices eso porque no conoces a mucha gente”. “Conozco suficiente para saber lo que es de verdad”.

Él dijo esto mirándola a los ojos, con una seriedad que la hizo estremecer. Marta desvió la mirada y se acercó al fogón, encendiendo el fuego y poniendo la tetera con agua. La casa era simple, de madera, con cortinas floridas y olor a jabón. La lluvia de la noche anterior había dejado el mundo más limpio, más vivo. Joel tomó el balde y salió a ordeñar la vaca. Afuera, el barro se pegaba a las botas y el viento traía el canto de las palomas. Marta lo observó desde la ventana. Cada movimiento de él parecía parte de la tierra, como si hubiera nacido de ese suelo. Sintió una mezcla de orgullo y miedo: orgullo por tenerlo allí, miedo de perderlo.

Cuando él regresó, puso el balde en el fregadero y la abrazó por detrás. Su cuerpo caliente, el olor a hierba y sudor fresco. “No quiero irme de aquí hoy”, murmuró en su oído. “¿Y quién te está mandando irte?”. Él sonrió, apoyando su barbilla en su hombro. “Sabes cómo es, Marta. La gente habla, el patrón se enterará, el padre lo mencionará en el sermón, y tú te preocupas por eso”. “Yo no, pero tú siempre te preocupaste”. Ella respiró hondo, apagando el fuego.

“Quizás me haya cansado de preocuparme”. El silencio llenó la cocina. Joel la giró hacia él, sosteniéndola por el mentón. “¿Hablas en serio?”. “Estoy cansada de fingir que no siento nada. La vida es demasiado corta para tanto miedo”. Él sonrió, una sonrisa de quien escucha lo que ha esperado durante mucho tiempo. “Entonces déjame cuidar de ti”. “No necesito que me cuiden, Joel”. “Lo sé, pero déjame quererlo de todos modos”.

Ella apoyó su rostro en su pecho y, por un instante, sintió que el mundo podía ser simple. El café se tomó en silencio, entre miradas y pequeñas sonrisas. Luego él fue al corral a cuidar de los caballos. Marta se quedó en la veranda observando el cielo despejarse, el sol saliendo detrás de la colina. Más tarde, la vecina, doña Nair, apareció con una cesta de panes.

Se detuvo en la puerta y miró con esa curiosidad que toda ciudad pequeña conoce bien. “Buenos días, Marta”. “Buenos días, Nair”. “Llovió bonito, ¿no? ¿Lavó todo?”. “Sí, lavó”. La vecina miró dentro de la casa y notó el sombrero de Joel sobre la mesa. Sonrió de lado. “Vaya, alguien se levantó temprano para trabajar hoy, ¿eh?”. Marta trató de parecer natural. “Joel vino temprano a arreglar la cerca del patio”. “Ah, la cerca. Ya veo”. Doña Nair ajustó el pañuelo en la cabeza y guiñó un ojo. “Esos hombres fuertes son peligrosos, ¿sabe? Parpadeamos y nos roban el juicio”. “Mi juicio se fue hace tiempo”. Ambas rieron y la vecina se despidió.

Marta se quedó mirando la carretera, consciente de que antes del mediodía la mitad del pueblo ya habría creado sus propias versiones de la historia, pero por primera vez no le importaba. Cuando Joel volvió, trajo flores silvestres, simples, pequeñas, pero coloridas. “No había mucho en el camino, pero pensé que eran bonitas”. Ella tomó las flores y lo miró con ternura. “No pareces el mismo hombre que llegó aquí hace meses”. “Quizás no lo sea”. “¿Y qué ha cambiado?”. “Tú”.

La tarde pasó lentamente. Joel arregló la puerta trasera mientras Marta lavaba ropa en el tanque. En cada pausa intercambiaban miradas. No había prisa ni promesas, solo un sentimiento tranquilo, como si el tiempo finalmente se hubiera alineado con ellos. Al caer la noche, él la invitó a pasear hasta el arroyo. El cielo estaba pintado de rosa y el aire olía a pasto y humo de leña.

“Cuando era pequeño”, dijo Joel, “mi madre decía que tenemos derecho a una gran felicidad en la vida, una sola, y que si llega, hay que aferrarse a ella sin miedo”. “¿Y crees que eso es lo que tenemos?”. Él la miró, deteniendo su paso. “No creo, Marta. Estoy seguro”. Ella bajó la mirada, emocionada. “Hablas bonito para un hombre que casi no habla”. “Es que cerca de ti aprendí a hablar bien”.

Caminaban un poco más hasta que el ruido del agua se hizo más fuerte. Joel se quitó el sombrero, lo puso en el suelo y se sentó. Marta se sentó a su lado. “Nunca imaginé que volvería a enamorarme”, confesó ella. “Pensé que ese tipo de cosas eran solo para los jóvenes”. “La pasión no tiene edad, Marta. El cuerpo puede cansarse, pero el corazón no olvida cómo es querer a alguien”. Ella lo miró con cariño, tocando su mano. “¿Y qué haremos ahora?”. “Vivir un día a la vez. Quiero llevarte conmigo al rancho, si quieres venir. Estoy arreglando el viejo cobertizo para que sea tu casa. Podemos empezar de nuevo”.

Marta se quedó en silencio unos segundos. La idea de dejarlo todo, la escuela, la casa, la rutina, parecía demasiado grande, pero al mismo tiempo había un calor dentro de ella que decía que quizás era hora. “Lo pensaré”. “Piensa con calma. No me iré a ningún lado”. El sol desapareció detrás de la colina y el cielo se oscureció lentamente. Regresaron de la mano, sin prisa.

En los días siguientes, todo el pueblo murmuraba. Los niños en la escuela miraban curiosos, las mujeres en misa comentaban en voz baja. Pero Joel seguía apareciendo en la puerta todas las mañanas, trayendo leche fresca o pan caliente. Y Marta, que siempre había sido discreta, ahora sonreía más. Una tarde, el director de la escuela, don Álvaro, la llamó a su oficina.

“Profesora Marta, usted sabe que es respetada por todos aquí, pero sé lo que el pueblo está hablando”. “Lo sé, don Álvaro, y no debo explicaciones a nadie sobre mi vida fuera del aula”. El hombre tosió incómodo. “No quiero causar problemas. Solo le digo que tenga cuidado”. “Cuidado, ya tuve suficiente en la vida. Ahora quiero vivir”. Él se quedó en silencio, sin saber qué responder.

Esa noche, Joel llegó con una guitarra vieja, se sentó en la veranda y comenzó a tocar suavemente. Marta, sentada a su lado, escuchaba con el rostro sereno. La luna iluminaba el patio y el sonido de la guitarra se mezclaba con el canto de los grillos. “¿De dónde aprendiste eso?”, preguntó ella. “Mi padre me enseñó antes de morir. Hace tiempo que no tocaba”. “Deberías tocar más”. “Te tocaré todos los días, si quieres”. Ella sonrió. “Creo que quiero”.

Los meses siguientes trajeron calma. Marta continuó dando clases. Joel siguió trabajando en el campo. A veces dormía en el rancho, a veces en su casa. Nadie más se escandalizaba. Era como si poco a poco el pueblo hubiera aceptado lo que su corazón ya sabía desde el principio.

Una mañana de domingo, él apareció con una caja de madera en las manos. “¿Qué es esto?”. “Ábrelo”. Dentro había un par de anillos simples hechos por un herrero de la región. “Joel, no es mucho, lo sé, pero es de verdad”. Ella se quedó en silencio, con los ojos llenos de lágrimas. “¿Estás seguro?”. “Nunca he estado tan seguro”. Marta respiró hondo, sosteniendo su mano. “Entonces está bien. Pero quiero que sea aquí mismo, en el patio, debajo de ese árbol. Nada de iglesia, ni fiesta, como tú quieras”.

Y así fue. Algunos días después, en una tarde dorada, los vecinos más cercanos se reunieron. No hubo sacerdote ni vestido blanco, solo Joel, Marta, la guitarra y el olor a café fresco. Él tomó su mano y dijo simplemente: “Prometo respetarte hasta el final de mis días”. Ella respondió: “Y yo prometo no escapar más de la felicidad”. El aplauso fue tímido, pero sincero. La vida allí parecía completa.

Cuando el sol se puso, Joel la abrazó y dijo en voz baja: “Ahora eres mi casa, Marta”. Y ella respondió, apoyando su rostro en su pecho: “Y tú eres mi descanso”. El viento movía las hojas, el cielo se llenaba de estrellas. Ninguno de los dos necesitó decir más nada, porque a veces el amor no necesita ser gritado, solo basta con existir.

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