La tormenta, el fugitivo y el destino que floreció en un pequeño pueblo

La tormenta, el fugitivo y el destino que floreció en un pequeño pueblo

Un refugio inesperado en medio de la tempestad

Doña Socorro suspiró mientras colocaba otro cazo bajo una gotera que se filtraba por el tejado de su casita en un pueblo olvidado de Michoacán. La lluvia caía sin piedad, como si el cielo estuviera decidido a inundar el mundo.

“¡Qué desgracia!” murmuró, mirando al techo, como si pudiera ver las nubes a través de las grietas. “Esta lluvia no para. ¿Será que hasta el cielo tiene agujeros?”

Hace poco, un par de cubetas bastaban para recoger las gotas, pero ahora su colección crecía: tres cubetas, una olla vieja y hasta un lavabo de peltre que había sacado del desván.

“Solo espero que el tejado no se venga abajo,” dijo, observando las vigas húmedas. “Porque si se cae, nadie me encontrará entre los escombros.”

Con un gesto rápido, como para espantar los malos augurios, doña Socorro se persignó. De pronto, un trueno retumbó con tal fuerza que las ventanas vibraron, y el viento ululó como un lamento.

“¡Virgencita de Guadalupe, protégeme!” exclamó, apretando el rosario que colgaba de su cuello. “No recuerdo una tormenta así en años.”

La tormenta parecía no tener fin, y doña Socorro se preparaba para lo peor, sola con su gato negro, Pancho, cuyos ojos brillaban como dos luciérnagas en la penumbra.

“¿Tienes miedo, Pancho?” le preguntó con una sonrisa cansada. “No te preocupes, los truenos no nos van a ganar. Hemos pasado por cosas peores.”

El gato, como siempre, la miró sin parpadear, recostado en un rincón junto a la estufa de leña. Doña Socorro solía hablar con él, aunque nunca respondía. Pero antes de que pudiera seguir, la puerta se abrió de golpe con un chirrido, y una figura empapada apareció en el umbral. Doña Socorro retrocedió, con el corazón acelerado.

“No tengas miedo, señora,” dijo una voz grave y cansada. “Vengo en paz.”

Al acercarse a la luz de un quinqué, doña Socorro vio a un hombre joven, demacrado, con el rostro pálido y los ojos hundidos por el agotamiento. Su ropa estaba empapada, y un hilo de sangre se mezclaba con el agua que goteaba al suelo.

“Si vienes en paz, pasa,” dijo ella, suavizando el tono pero sin bajar la guardia. “Siéntate antes de que te desmayes.”

El hombre, tambaleándose, se dejó caer en una silla de madera junto a la mesa. “Agua… por favor,” murmuró con dificultad.

Doña Socorro le sirvió un vaso de agua fresca de un cántaro de barro. Él lo bebió de un trago, como si no hubiera probado agua en días, y cerró los ojos, respirando hondo.

“No me temas,” dijo al fin, con voz más firme. “Estoy huyendo… no porque sea culpable, sino para probar mi inocencia. Estoy herido y no puedo seguir. ¿Puedo quedarme, aunque sea en el patio o el tejabán?”

Doña Socorro lo observó con atención. Había algo en sus ojos, una mezcla de desesperación y verdad, que le recordó a su propio hijo, perdido años atrás. “Si dices la verdad, quédate,” sentenció. “Pero si mientes, que la Virgencita te juzgue.” Señaló un cuarto pequeño al fondo de la casa. “Ahí hay una cama. Descansa.”

El hombre, que dijo llamarse Mateo, se arrastró hasta el cuarto y se desplomó en el catre. Al quitarse la chamarra mojada, doña Socorro notó una mancha oscura en su camisa. “Dios mío,” murmuró, acercándose. La herida en su costado era profunda, y la sangre seguía brotando.

“Quédate quieto,” ordenó. Fue por una palangana con agua tibia y un frasco de árnica que guardaba para emergencias. Con manos expertas, limpió la herida, aplicó la pomada y la vendó con tiras de tela limpia.

“Descansa, hijo,” susurró. “Lo necesitas más que nunca.”

Un amanecer lleno de promesas

Mateo despertó con un rayo de sol colándose por la ventana. La tormenta había pasado, dejando un aire fresco y el canto de los pájaros. Por un momento, no recordaba dónde estaba, pero el dolor en su costado lo trajo de vuelta. Intentó levantarse, pero una punzada lo detuvo. En ese instante, doña Socorro entró con una bandeja.

“¡Ya despertaste, gracias a Dios!” dijo con una sonrisa cálida. “No te levantes todavía, esa herida necesita tiempo.”

“¿Cuánto dormí?” preguntó Mateo, con la voz ronca.

“Un día y medio, casi dos,” respondió ella, riendo. “¿Tienes hambre?”

Mateo se dio cuenta de que estaba famélico. “¡Más que eso!” dijo, intentando sonreír.

Doña Socorro puso en la mesa un plato de sopa de tortilla humeante, un tazón de frijoles y una canasta con tortillas recién hechas. “Despacio, hijo,” advirtió. “Si te sientes mejor, hay unos chiles rellenos en el comal.”

Mateo comió con un hambre que no recordaba haber sentido nunca. Doña Socorro se sentó frente a él, observándolo con una mezcla de curiosidad y ternura.

“Me llamo Socorro,” dijo. “¿Y tú, de verdad eres Mateo?”

“Sí, Mateo Vargas,” respondió él, bajando la mirada. “Gracias por todo, doña Socorro.”

Ella le ofreció una taza de té de manzanilla. “Bébetelo, es amargo, pero te hará bien.” Luego, con una voz suave pero firme, añadió: “Ahora, cuéntame tu historia.”

Mateo suspiró, dejó el plato y comenzó: “Lo tenía todo: un buen trabajo, una casa, una esposa, Daniela. Pero ella cambió. Empezó a juntarse con un tipo, un abogado con influencias. Una noche, manejando borrachos, atropellaron a un hombre. No sé si fue a propósito o no, pero huyeron. Daniela dijo que yo iba al volante. Su amigo movió sus contactos, y en un día me condenaron. Estuve tres meses preso, pero no podía quedarme ahí. Escapé para encontrar a alguien que me ayude a probar mi inocencia.”

Doña Socorro lo escuchó en silencio, barajando una baraja vieja de lotería que sacó de un cajón. “Si dices la verdad, la justicia llegará,” dijo con certeza. “Pero tienes que confiar.”

“¡Ay, doña, qué fácil suena!” dijo Mateo, con una sonrisa amarga. “Creía que el dinero y el éxito me hacían intocable, pero cuando todo se derrumbó, todos me dieron la espalda.”

Doña Socorro extendió las cartas de lotería sobre la mesa, murmurando algo para sí misma. Luego lo miró fijamente. “Debes partir en tres días, al amanecer. Si sigues el camino que te diga, encontrarás a quien buscas.”

Mateo no creía en esas cosas, pero algo en la voz de la anciana lo hizo callar. Ella siguió repartiendo las cartas, y su tono cambió, como si viera más allá de él.

“Naciste lejos, en la ciudad. Hijo único. Tus padres están vivos, rezando por ti, mirando la carretera, esperando a su hijo que nunca llega porque está demasiado ocupado… o porque está huyendo.”

Mateo sintió un nudo en el pecho. Enviaba dinero a sus padres en Morelia, pero no los visitaba desde hacía años.

“Tu esposa es bonita, pero falsa,” continuó doña Socorro. “Siempre tuvo otros hombres, incluso antes de ti. Y nunca quiso hijos. Podrías haber tenido uno, pero ella no lo permitió.”

Mateo bajó la cabeza. Recordó las veces que Daniela desaparecía por días, diciendo que iba a “consultas médicas.” Siempre lo sospechó, pero nunca quiso enfrentarlo.

“Y hay una amiga que te busca,” dijo doña Socorro, mezclando las cartas. “Te ayudará, aunque tú la lastimaste una vez. Pero ella no guarda rencor.”

Mateo se quedó helado. ¿Cómo sabía de Elena, su amiga de la infancia? Él la había herido al elegir a Daniela, rompiendo una amistad que valía oro. Pero Elena siempre fue noble, y aunque discutieron, nunca lo abandonó del todo.

Doña Socorro guardó las cartas y sonrió. “Antes, todo el pueblo venía a que les leyera la lotería. Decían que veía el futuro. Pero ya no lo hago, es mucho peso. Ver los destinos de otros duele, Mateo. La gente solo viene cuando toca fondo, y lo que ves entonces… suele ser el final.”

Un trueno lejano resonó, como subrayando sus palabras. “¡Qué tormenta tan necia!” exclamó doña Socorro. “Una semana así, ¡como si el cielo estuviera enojado!”

Pancho, el gato, se acurrucó más cerca de la estufa. Entre el repiqueteo de la lluvia y los truenos, continuaron la charla. Doña Socorro contó que el pueblo estaba casi desierto, que antes los citadinos llegaban buscando sus predicciones, pero ahora apenas pasaban vendedores ambulantes. “Me pregunto qué pasará primero,” dijo, riendo, “si me muero yo o se cae el tejado.”

Pasaron tres días. La herida de Mateo sanaba rápido, gracias a los cuidados de doña Socorro. Nadie más apareció en el pueblo, salvo un vendedor de tamales que pasó una tarde. Al amanecer del cuarto día, doña Socorro lo despertó con urgencia.

“Es hora, Mateo. Ya vienen por ti.”

Él se levantó, sorprendido de lo bien que se sentía. La abrazó con fuerza. “Nos volveremos a ver, doña. Gracias por todo.”

“Vete ya,” dijo ella, con los ojos brillando. “O me pondré a llorar. Seguro que nos veremos otra vez.”

Le indicó un sendero por el huerto que llevaba a la carretera. “Toma el camión, no el tren,” aconsejó. Se quedó en la puerta, viéndolo desaparecer en la bruma del amanecer.

“Qué verano tan loco,” musitó, vaciando las cubetas llenas de agua. El tejado estaba peor que nunca, con nuevas manchas de humedad en las paredes.

La lluvia paró de repente, como si alguien hubiera cerrado un grifo en el cielo. Ese verano, el clima parecía desquiciado: calor sofocante por la mañana, aguaceros por la tarde, noches frescas que invitaban a soñar.

Doña Socorro guardó las cubetas y salió al patio. Entonces se quedó helada.

Por el camino venía un camión grande, seguido de un auto negro. En el camión había tablas, herramientas y tejas rojas. “¿Qué es esto? ¿Una invasión?” murmuró, persignándose.

Los vehículos se detuvieron. Del auto bajó… ¡Mateo!

“¡Doña Socorro!” gritó, sonriendo de oreja a oreja. “Te dije que volvería pronto.”

“¿Pronto?” resopló ella. “¿Tres meses es pronto para ti?”

“No fue mi culpa,” explicó él, riendo. “Me atraparon otra vez, pero solo por un mes. Mi amiga Elena movió cielo y tierra, y al final probaron mi inocencia. No vine solo.”

Abrió la puerta del auto, y bajó una joven de cabello largo, con una sonrisa tímida. “Hola, doña Socorro,” dijo. “Soy Elena.”

Comieron en el patio, bajo un mezquite. Doña Socorro, Mateo y Elena prepararon un festín: sopa de fideo, mole con pollo y tortillas recién hechas. Mientras Elena ponía la mesa, doña Socorro sacó su baraja de lotería y la extendió frente a Mateo.

“¿Y ahora qué dicen las cartas?” preguntó él, curioso.

“Hiciste bien en regresar y reparar tus errores,” dijo ella, entrecerrando los ojos. “Tu arrogancia causó mucho daño, pero ahora estás en paz.” Hizo una pausa y sonrió. “¿Y vas a casarte?”

Mateo se atragantó con el café. “¡Ojalá! Tengo miedo de que Elena diga que no.”

“No lo hará,” dijo doña Socorro, guiñándole un ojo. “Un bebé no nace sin padre, ¿sabes?”

Mateo miró a Elena, que se sonrojó y asintió tímidamente.

Un futuro bajo las estrellas

Esa noche, con doña Socorro dormida y los trabajadores descansando, Mateo y Elena se sentaron en el auto, mirando las estrellas.

“Elena,” dijo él, con la voz temblorosa, “¿qué piensas de unir tu vida a un exfugitivo?”

Ella lo miró, sorprendida, y luego sonrió. “¿Es eso una propuesta?”

“Sí,” respondió él, sosteniendo su mirada.

Elena fingió pensarlo, frunciendo el ceño. “No suena mal, pero… un esposo que a veces está huyendo, y yo con un montón de hijos… no sé.” Luego rió, y su risa llenó el silencio.

Mateo tropezó al salir del auto, golpeándose la cabeza. Corrió al jardín, arrancó un ramo de flores silvestres y volvió. “¡Flores!” dijo, jadeando. “El anillo lo compramos mañana. Y… visitaremos a mis padres.”

“Por supuesto,” dijo Elena, tomando las flores con una sonrisa.

Desde la cocina, doña Socorro los vio y se persignó. “Todo está en su lugar,” susurró.

Los trabajadores arreglaron el tejado de la casita en dos días, dejando tejas nuevas y paredes reforzadas. Doña Socorro, con lágrimas en los ojos, despidió a Mateo y Elena. “Vuelvan cuando nazca el bebé,” dijo. “Y tráiganlo para que lo bendiga.”

Conclusión: La historia de Mateo y doña Socorro nos muestra que, incluso en las tormentas más oscuras, la bondad y la fe pueden abrir caminos inesperados. Una anciana sabia y un fugitivo herido encontraron en un pueblo olvidado la oportunidad de sanar, redimirse y construir un futuro lleno de esperanza.

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