“El Encuentro Inesperado”
El sol de la mañana brillaba sobre la ciudad de San Francisco cuando Ethan Rogers se bajó de su elegante coche negro. Con tan solo veinticuatro años, ya era el director ejecutivo de una empresa de tecnología médica fundada por su difunto padre. A pesar de su riqueza y éxito, una profunda soledad lo perseguía a todas partes. Su madre había fallecido cuando era niño, y su padre fue dado por muerto en un accidente de coche años después. La única persona que lo había criado era María, su anciana ama de llaves, lo más parecido a una familia que tenía. Concesionario de coches Juegos familiares
Pero María había fallecido recientemente, dejándolo completamente solo. Esa mañana, mientras caminaba para despejarse antes de una reunión con inversores, Ethan vio a un hombre sin hogar sentado en la acera cerca de una panadería. Tenía una barba espesa y la ropa rota, pero había algo sereno en él. Estaba apilando cuidadosamente un frágil castillo de naipes sobre una caja de madera a su lado, con sus manos ásperas sorprendentemente firmes.
Ethan se detuvo, cautivado. “Es increíble”, dijo con suavidad. ¿Cómo logras hacer eso con todo este viento?
El hombre sonrió levemente, con sus ojos azules serenos. “Es un pequeño juego que juego. Enseña paciencia. La vida es como un castillo de naipes: un movimiento en falso y todo se derrumba. Pero siempre se puede reconstruir”.
Ethan se agachó a su lado. “Eso es… sabio. Perdí a alguien importante hace poco. Siento que todo se ha derrumbado. ¿Cómo se reconstruye cuando ni siquiera se sabe por dónde empezar?”
La mirada del hombre se suavizó. “Empieza por hacer algo bueno. Por ti mismo o por alguien más. Así es como se reencuentra el camino”.
Algo en su tono de voz le atravesó el corazón a Ethan. Era como si estuviera escuchando el consejo de un padre al que nunca conoció.
“Gracias”, dijo Ethan con sinceridad. “¿Cómo te llamas?”
“Me llaman Sam”, respondió el hombre con una leve sonrisa. “Al menos, ese es el nombre que recuerdo”.
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Durante los siguientes días, Ethan no podía dejar de pensar en el hombre del castillo de naipes. Empezó a visitar a Sam a diario, llevándole comida y café. Hablaban de la vida, la familia y la pérdida. A pesar del rudo exterior de Sam, Ethan encontró paz en su presencia, un consuelo que no había sentido en años. Juegos en familia
Una noche, mientras llovía a cántaros sobre la ciudad, Ethan vio a Sam acurrucado bajo un puente, temblando. Sin pensarlo dos veces, corrió hacia él. “Ven conmigo”, insistió Ethan. “No puedes quedarte aquí ni una noche más”.
Sam dudó. “No puedo ir a tu elegante casa, hijo. No pertenezco allí”.
“Sí, sí que perteneces”, dijo Ethan con firmeza. “No me importa lo que piensen los demás. Me has dado algo que he echado de menos durante años: amabilidad. Déjame devolvértelo”.
Los ojos de Sam se llenaron de lágrimas. Asintió en silencio.
Esa noche, el joven millonario trajo al indigente a casa, sin saber que, por la mañana, su vida nunca volvería a ser la misma.
A la mañana siguiente, Ethan le dio a Sam ropa limpia y lo llevó a comprar ropa nueva. Sam estaba abrumado, pero Ethan insistió. “Te lo mereces”, le dijo con cariño.
Más tarde, Ethan sugirió un corte de pelo y un afeitado. “Te sentirás como nuevo”, dijo con una sonrisa. Sam rió suavemente. “No me he visto la cara en años”.
En la barbería, mientras las capas de pelo caían y la larga barba desaparecía, Ethan estaba sentado cerca revisando correos electrónicos. Cuando Sam finalmente se miró en el espejo, incluso él se sobresaltó por el reflejo, pero Ethan se quedó paralizado.
Allí, bajo la barbilla de Sam, había una cicatriz tenue pero inconfundible. Una cicatriz que Ethan había visto cientos de veces antes, en viejas fotografías de su padre, Richard Rogers.
El corazón de Ethan latía con fuerza. “¿Dónde… dónde te hiciste esa cicatriz?”, preguntó con voz temblorosa.
Sam parecía desconcertado. “No… no lo recuerdo. Ha estado ahí desde que tengo memoria”.
Ethan no dijo nada más. Llevó a Sam a casa en silencio, con la mente desbocada. Esa noche, sacó un viejo álbum de fotos. Allí estaba: el rostro de su padre, sonriendo junto a un niño pequeño: él mismo. La misma mandíbula afilada. La misma cicatriz. Los mismos ojos.
Sintió que el mundo se tambaleaba bajo sus pies. ¿Sería posible? No, su padre había muerto hacía veinte años. Nunca encontraron el cuerpo, pero todos habían dado por sentado lo peor. Aun así, su corazón se negaba a ignorar el parecido.
A la mañana siguiente, Ethan puso una de las fotos delante de Sam durante el desayuno. “¿Reconoces a este hombre?”, preguntó en voz baja.
Sam la miró fijamente. Su mano empezó a temblar. Imágenes comenzaron a desfilar por su mente: un coche acelerando bajo la lluvia, el grito de una mujer, el sonido de cristales rotos, un niño pequeño llorando. Se apretó las sienes, jadeando. Concesionario de coches.
“Yo… yo recuerdo”, susurró Sam, con lágrimas en los ojos. “Se llamaba Claire. Y el niño…” Miró a Ethan, temblando. “Ethan. Dios mío… eres mi hijo”.
El joven contuvo la respiración. “¿Papá?”
Se miraron fijamente, la incredulidad dio paso a las lágrimas. Entonces, sin decir palabra, se abrazaron: padre e hijo reunidos tras dos décadas de pérdida y dolor.
Ethan y Richard, antes Sam, pasaron días reconstruyendo el pasado. Richard había sobrevivido…