Compró una Cabaña en el Desierto para Morir Solo… Pero Encontró a una Mujer con un Bebé Escondidos

Compró una Cabaña en el Desierto para Morir Solo… Pero Encontró a una Mujer con un Bebé Escondidos

Duelo en el Desierto

El sol del Bajío quemaba como plomo derretido cuando Ezequiel Vargas desmontó frente a la cabaña. Su caballo, un viejo alazán llamado Rayo, resopló y sacudió la cabeza, como si quisiera decirle: “Aquí no hay ni sombra, patrón.” Ezequiel no respondió. Llevaba tres días sin hablar con nadie y así quería seguir hasta que la fiebre del plomo alojado en su espalda lo tumbara de una vez por todas.

La cabaña era un cuadrado de adobe medio derruido, con el techo hundido por el lado norte y una puerta que colgaba de un solo gozne. Ezequiel había pagado cincuenta pesos de plata por ella al viejo que se la vendió en San Luis de la Paz. El hombre se rió al cerrar el trato:
—Ahí se mueren hasta los coyotes de sed, amigo.

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Ezequiel solo asintió. Eso buscaba: un lugar para morir.

Entró a la cabaña. El aire olía a polvo y a excremento de murciélago. Había una mesa coja, un catre de fierro oxidado y un fogón lleno de telarañas. Dejó su morral, su Winchester y la cantimplora. Luego se sentó en el umbral y miró el desierto. Los nopales se alzaban como cruces retorcidas, y más allá, la Sierra de Guanajuato se veía azul y lejana.
—Aquí me quedo —murmuró, sin testigos.

La primera noche trajo viento norte que silbaba por las grietas de la cabaña. Ezequiel encendió una fogata con ocote y se calentó las manos. Bebió mezcal de una botella que olía a hospital de campaña. Mientras las llamas bailaban en la oscuridad, recordó la bala que le había rozado la columna en la batalla de Zacatecas. Los médicos le dijeron que caminaría poco, que el dolor lo doblaría como un cuchillo. Recordó también a su esposa, muerta de parto en el año 1912, y al hijo que nunca llegó a llorar.
—Ya basta —se dijo—. Aquí se acaba la cuenta.

Al segundo día salió a cazar liebres. El sol lo golpeaba en la nuca y la herida le ardía como fuego. Volvió con las manos vacías y la camisa pegada a la sangre seca que brotaba de su espalda. Entonces oyó el llanto. Era un sonido débil, como el maullido de un gatito, pero humano.

El llanto venía de detrás de la cabaña, donde el adobe formaba un corral derruido. Ezequiel tomó su revólver y rodeó la pared despacio, con cautela. El llanto se hizo más claro. Empujó una tabla suelta y entró.

En el suelo, sobre un petate raído, estaba una mujer joven, morena, con el rebozo hecho girones. Mecía a un bebé envuelto en una manta de lana colorada. El niño no tendría más de dos meses, y la madre apenas veinte años. Sus ojos eran dos carbones encendidos.
—No dispare, señor —susurró la mujer con voz ronca—. Solo nos escondemos.

Ezequiel bajó el arma. El desierto entero parecía contener la respiración.
—¿Quién los persigue?
—Los rurales del coronel Murrieta —respondió ella—. Mataron a mi hombre en Cerritos. Dijeron que era un cristero. Yo cargué al niño y corrí tres días. Me metí aquí porque vi humo anoche.

Ezequiel miró al bebé. Tenía la boquita abierta, buscando el pecho que ya no daba leche. La mujer, que dijo llamarse Rosa, temblaba de fiebre y hambre.
—No tengo nada —dijo él.
—Tengo un poco de atole en el morral —respondió ella—. Y una tortilla dura. Con eso alcanza para el niño.

Ezequiel sintió cómo su herida ardía aún más. Dio media vuelta y salió. Minutos después regresó con la cantimplora y un puñado de harina. Rosa lo miró como quien ve llover en sequía.
—Quédese —dijo él—. Pero no espere nada. Yo vine a morirme.
Rosa no contestó. Tomó la tortilla, la mojó en agua y la masticó despacio para ablandarla. Luego la dio al niño en pedacitos. Ezequiel se sentó lejos, de espaldas, y fingió dormir.

Al tercer día amaneció frío. Ezequiel despertó con el olor a café. Rosa había encontrado granos viejos en un costal y los tostó en una lata. El niño dormía en el catre, envuelto en la camisa limpia de Ezequiel.
—¿Cómo se llama? —preguntó él, señalando al pequeño.
—José de Jesús —respondió Rosa—. Como mi padre.

Ezequiel sorbió el café amargo. Sabía a tierra y a esperanza.
—Los rurales peinan el Camino Real —dijo Rosa—. Si me encuentran, nos matan a los dos.
—Aquí no vienen —mintió Ezequiel. Sabía que sí vendrían.

Esa tarde, Ezequiel salió a reparar el techo. Subió al tejado con una escalera hecha de ocote y clavó latas viejas para tapar los agujeros. Rosa lo miraba desde abajo, con el niño en brazos.
—¿Por qué lo hace, señor?
—Porque el agua moja al que no quiere —respondió él, sin mirarla.

Cuando bajó, Rosa tenía la mesa puesta. Había frijoles remojados, tortillas de harina que amasó con agua del pozo, y un chile guajillo que encontró entre las vigas. Comieron en silencio. El niño gorgoteaba, ajeno a las preocupaciones de los adultos.

Esa noche, Ezequiel contó balas: dieciocho en el cinturón, treinta en la caja. Revisó el Winchester. Rosa lo observaba desde el catre.
—¿Va a pelear?
—No voy a negociar con Murrieta ni con la muerte. Si viene por ustedes, que me lleve a mí primero.

Rosa se acercó y le puso la mano en el hombro. Ezequiel sintió el calor a través de la camisa.
—No vine a buscar un salvador —dijo ella—. Pero si Dios lo puso aquí, no lo voy a despreciar.

Ezequiel no durmió esa noche. Escuchó el viento y los coyotes. Al amanecer, ensilló a Rayo y salió rumbo al norte. Rosa lo vio partir desde la puerta, con el niño en brazos. Regresó al oscurecer con un costal lleno de leche de cabra, queso fresco, un frasco de miel y una manta nueva. También traía noticias.
—Los rurales pasaron por el refugio —dijo—. Preguntaron por una mujer con niño. Les dije que vi a una loca rumbo a Dolores Hidalgo. Les di mezcal y se fueron contentos.

Rosa lo abrazó sin pensarlo. Ezequiel se quedó tieso como poste.
—No me abrace —dijo—. Traigo polvo de muerto.
—Pues lávese —respondió ella, señalándole el tinaco que había llenado con agua de lluvia.

Esa noche llovió. El desierto olía a tierra mojada y a romero. Ezequiel se bañó bajo el tejado roto con jabón de ceniza que Rosa había hecho. El agua fría le calmó la herida. Cuando salió, Rosa le tenía ropa limpia: una camisa de su difunto marido.
—Le queda bien —dijo ella, sonriendo por primera vez.

Los días se volvieron semanas. Ezequiel arregló el corral, plantó maíz en un claro y cavó un pozo más hondo. Rosa cocía, cantaba rancheras bajito y le ponía al niño nombres de flores: Clavelito, Nopalito. La herida de Ezequiel dejó de sangrar. El dolor seguía, pero ya no mandaba.

Una tarde llegaron los rurales. Eran seis, con uniformes verdes y máuseres al hombro. El sargento, un tipo bigotón llamado Trinidad, desmontó frente a la cabaña.
—Buscamos a Rosa Morales y a su crío —dijo—. Dicen que anda por aquí.

Ezequiel estaba en el corral, con el Winchester apoyado en la cerca. Rosa, dentro de la cabaña, apretaba al niño contra el pecho.
—No hay ninguna Rosa —dijo Ezequiel—. Solo yo y mi mujer.

El sargento entrecerró los ojos.
—¿Tu mujer? Si te conocemos, Ezequiel Vargas, el que mató a tres federales en Zacatecas.
—Ese murió —respondió Ezequiel—. Yo soy su hermano gemelo.

Los rurales se rieron. Trinidad escupió al suelo.
—Ábrenos la puerta, pues.

Ezequiel levantó el rifle despacio.
—Primero me pasan por encima.

El aire se volvió plomo. Trinidad llevó la mano al sable. Entonces se oyó un chiflido agudo. Era Rayo, suelto en el corral, que corcoveaba y pateaba la puerta. Los caballos de los rurales se espantaron. Uno relinchó y tiró al jinete. Ezequiel disparó al aire. El estampido retumbó en la sierra.
—Fuera de mi tierra —gritó.

Los rurales dudaron. Trinidad maldijo, pero vio los ojos de Ezequiel. Eran los ojos de un hombre que ya no tenía nada que perder, y por eso lo tenía todo. Montaron y se fueron, levantando polvo.

Cuando el ruido se perdió, Rosa salió de la cabaña.
—Gracias —susurró.

Ezequiel la miró y, por primera vez en años, sonrió.

Fin.

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