El anciano de 80 años que fue a la universidad porque “quería saber qué se siente ser estudiante”
Don Ernesto Ramírez tenía ochenta años recién cumplidos cuando decidió hacer algo que dejó a todo el barrio de Vallehermoso con la boca abierta: inscribirse en la universidad. No porque necesitara un título, ni porque quisiera impresionar a alguien, sino por una razón que solo él podía decir con una sonrisa traviesa y los ojos llenos de luz:
—Quiero saber qué se siente ser estudiante.
Toda su vida había trabajado como carpintero. Desde los doce años, cuando su padre murió en un accidente en el taller, tuvo que dejar la escuela para ayudar a su madre y a sus tres hermanos pequeños. Su juventud transcurrió entre el olor a madera recién cortada, el polvo del serrín y los golpes del martillo sobre el banco de trabajo.
Pero en el fondo, Ernesto siempre había sentido una punzada de curiosidad por todo lo que se escondía en los libros. Cuando pasaba frente a la antigua facultad de Filosofía, veía a los jóvenes reír, debatir, correr con carpetas bajo el brazo… y pensaba que eso debía de ser lo más parecido a la libertad.
Durante décadas, se prometió que algún día cruzaría esas puertas no como un obrero que pasa de largo, sino como un estudiante más. El problema era el tiempo. El tiempo y las obligaciones. La vida, en su modo silencioso y testarudo, se encargó de poner siempre algo por delante: el trabajo, la familia, la enfermedad, la viudez.
Hasta que una mañana, mientras desayunaba su café con pan tostado, miró el calendario colgado en la cocina y pensó: “Si no lo hago ahora, no lo haré nunca.”
Y así fue como comenzó su segunda juventud.
La secretaria de la universidad, una mujer de unos cuarenta años con gafas rojas, casi se atraganta con el té cuando Ernesto entró al despacho con su bastón y una carpeta de documentos.
—¿Usted… viene a inscribirse para su nieto? —preguntó con amabilidad.
—No, señora. Vengo a inscribirme yo.
El rumor se esparció como pólvora: “¡Un abuelo en la facultad de Historia!” Los estudiantes lo miraban con curiosidad, algunos con ternura, otros con respeto. Pero nadie imaginaba la energía que Don Ernesto traía consigo. Asistía a todas las clases, tomaba apuntes con una caligrafía cuidadosa y levantaba la mano con preguntas que dejaban boquiabiertos hasta a los profesores.
El profesor Montes, especialista en historia contemporánea, solía decir:
—Cuando Don Ernesto pregunta, todos aprendemos algo.
Con el tiempo, el anciano se convirtió en una especie de leyenda viva dentro del campus. Lo invitaban a los cafés filosóficos, a los debates sobre política y hasta a las fiestas universitarias, donde brindaba con cerveza sin alcohol y contaba historias de su juventud en la España de los años cincuenta.
Pero detrás de su entusiasmo había algo más profundo. Cada página que leía, cada clase que escuchaba, era una conversación pendiente con el niño que tuvo que dejar los estudios. Era una manera de reconciliarse con el tiempo perdido.
A veces, por la noche, se sentaba en su escritorio —una mesa que él mismo había fabricado— y escribía en un cuaderno: “Hoy aprendí que nunca es tarde para empezar. Que la curiosidad no envejece, solo espera su turno.”
Los jóvenes lo adoraban. Algunos lo llamaban “abuelo sabio”, otros simplemente “Don E.” Se convirtió en una figura inspiradora para todos aquellos que dudaban de sí mismos, de sus capacidades, de sus sueños.
Un día, durante una clase sobre la Segunda Guerra Mundial, Ernesto levantó la mano y dijo algo que dejó la sala en silencio:
—He vivido lo suficiente para saber que el mayor enemigo del ser humano no es la guerra, sino el miedo a intentarlo otra vez.
Sus palabras se difundieron en las redes sociales del campus, y en poco tiempo, medios locales comenzaron a interesarse en él. Fue entrevistado por la radio, apareció en un reportaje de televisión y hasta recibió cartas de estudiantes de todo el país. “Gracias, Don Ernesto, por recordarnos que nunca es tarde para soñar.”
En su segundo año de universidad, la pandemia lo obligó a estudiar desde casa. Al principio, el ordenador era un enemigo imposible, pero con paciencia —y la ayuda de una vecina estudiante de informática— aprendió a usarlo.
—El Internet es una biblioteca sin paredes —decía fascinado—. Y yo que pensaba que ya lo había visto todo.
Su espíritu se mantenía joven. A veces, mientras caminaba por el campus con su bastón, los estudiantes se apartaban y le hacían un pasillo improvisado, aplaudiendo. Ernesto respondía con una reverencia teatral que provocaba carcajadas.
Sin embargo, no todos los días eran fáciles. El cuerpo ya no obedecía como antes. Las rodillas dolían, la vista fallaba, y la memoria, a veces, le jugaba malas pasadas. Pero su determinación era más fuerte que cualquier achaque.
—Mientras pueda respirar, seguiré aprendiendo —decía.
Al final del cuarto año, se preparó para su examen final de Historia Contemporánea. Aquella mañana llegó con su traje de lino beige, el mismo que había usado el día de su boda. Los alumnos lo recibieron con aplausos.
El profesor Montes, emocionado, le entregó el examen con una sonrisa:
—Don Ernesto, pase lo que pase, ya ha aprobado la lección más importante.
(… Final emotivo con una lección sobre la vida, el paso del tiempo y el valor de aprender hasta el último día…)