El ascensor y proximidad: cuando las puertas se cierran entre desconocidos y nace una verdad impensada
He preferido recordar aquel edificio con la luz mortecina del mediodía, cuando la sombra de los pasillos parecía alargarse para atrapar a los que subían o bajaban sin mirar atrás. El ascensor funcionaba a medias, el botón del cuarto piso parpadeaba en un tono violeta apagado y sus puertas de acero cedían con un rumor metálico que siempre se anunciaba como un suspiro. Aquel artefacto, de dimensiones reducidas, se convirtió en el escenario inesperado donde Aurelia y Héctor comprobarían que la proximidad física no basta para conocer a otro ser.
Aurelia subió sin mirar el número, con el rostro escondido tras la visera de su gorra y el móvil en la mano. Llevaba puesta la chaqueta que su madre le había dado antes de partir a Madrid, como un amuleto silencioso. Héctor, al otro extremo del pasillo, pulsó el botón con decisión. No fue el firme clic lo que lo sorprendió, sino la presencia de alguien más que él no había visto entrar. En ese instante el ascensor se cerró. Las puertas emitieron el chirrido y el espacio quedó suspendido entre lo habitual y lo extraño.
Ella contestó un mensaje, él buscó frenéticamente señal. Hubo un instante de luz artificial, el destello intermitente de las plantas al pasar, el tinte amarillo del pasillo visible a través de la ventanilla pequeña. Y entonces, la cabina se detuvo. No en el cuarto piso, sino entre el tercero y el cuarto. El botón de emergencia no respondió al toque suave de Héctor, el timbre no sonó, y el chillido metálico del motor se apagó. Los dos se miraron por primera vez: en la extraña cercanía que ni ellos antes habían previsto.
—¿Estás bien? —preguntó Héctor, con voz baja, como quien teme romper el silencio.
—Sí —respondió Aurelia sin levantar la vista—. Sólo que pensé que ya habíamos salido.
El ascensor avanzó de nuevo, pero bajaba ahora, hacia el segundo piso. Las luces parpadearon y los números cambiaron hacia abajo. Los dos comprendieron que no eran pasajeros sino cómplices involuntarios de un tiempo detenido. Cuando por fin la cabina se detuvo y las puertas se abrieron, no hubo aplauso, ni alivio. Salieron al rellano, él con la chaqueta abotonada, ella con el gorro inclinado. El silencio pesaba como un aliento retenido; ninguno dio el paso para cruzar el umbral primero.
En la escalera de servicio, Héctor ofreció su mano para bajar. Aurelia la tomó. Hubo un temblor leve, como la grieta de una palabra no dicha. Él habló en voz baja:
—Gracias por el silencio.
Ella sonrió, apenas perceptible, y contestó:
—Y gracias por el ascensor.
Bajaron juntos los últimos escalones. En el portal, la luz del club social del edificio se apagaba. Héctor se detuvo y miró su teléfono, sin señal. Aurelia se quitó la gorra, dejando ver unos ojos oscuros y tranquilos que lo observaron un segundo más de lo estrictamente necesario. Luego se dio vuelta y caminó hacia la puerta de la calle. Héctor quiso llamarla, pero no logró articular palabra. Al girarse para mirar, ya ella había desaparecido en la penumbra de la avenida.
Esa noche Héctor no entró al apartamento. Caminó hasta el mirador donde se veía la ciudad iluminada, la red de calles y ascensores invisibles que transportan vidas paralelas. Pensó en el ascensor, en la proximidad de aquella mujer desconocida, en el instante en que dos desconocidos comparten un espacio reducido y nada vuelve a ser igual. Sacó de su bolsillo un billete doblado, que al desplegarlo mostraba el dibujo de un ascensor mínimo. Lo guardó de nuevo. Y entendió que algunas puertas no se cierran para separarnos, sino para que nos veamos uno al otro en el reflejo de su acero.
Siempre recordará el número 3-4 del ascensor, el parpadeo violeta del botón y ese “gracias por el ascensor” que resonó en la voz de ella, como si fuera un eco de algo que estaba por nacer. No supo nunca su nombre. Y tal vez no lo sabrá jamás. Pero en esa proximidad breve, Héctor reconoció que la verdad no necesita anuncio, sólo un botón que se presiona y un silencio compartido.