El chico pobre que fue humillado por su novia interesada… años después, ella se quedó helada al ver en quién se había convertido
El sonido del trapeador de Oliver resonaba contra el suelo brillante del vestíbulo, como si cada movimiento fuera una bofetada de la vida.
Las luces fluorescentes zumbaban sobre su cabeza con un brillo cruel, y la voz de su jefe atravesó el aire como un látigo.
—Apúrate, chaval. Y no olvides los baños. La última vez olían peor que una gasolinera vieja.
Oliver tragó su orgullo y respondió con un hilo de voz:
—Sí, señor.
No era el trabajo de sus sueños, pero era lo que tenía. Un recordatorio diario de que estaba empezando desde lo más bajo.
Aun así, en lo profundo del pecho, llevaba una llama encendida. Un sueño. Una promesa silenciosa a sí mismo.
Y en esos días, ese sueño tenía un nombre: Lauren.
O, al menos, eso creía él.
Era preciosa. De esas mujeres que parecen haber nacido bajo la luz perfecta. Cabello castaño brillante, tacones que marcaban su presencia con cada paso, perfume caro, sonrisa letal.
Oliver la miraba y pensaba: “Quiero darle el mundo”.
Pero aún no tenía ni un trozo de él.
Aquella noche llegó a su apartamento con una caja envuelta con cuidado. Le temblaban las manos.
—Cariño —le dijo con una sonrisa nerviosa—, he estado ahorrando. Quería darte algo especial.
Lauren lo miró con expectación.
Rasgó el papel con gracia, pero cuando vio el logotipo en la bolsa, su expresión se derrumbó.
—¿David Jones? —su voz destilaba veneno—. ¿Estás de broma? Te dije que quería un Hermès. ¿Tú crees que voy a salir a la calle con esto?
Oliver sintió cómo se le apretaba el estómago.
—Te lo prometo, cuando mi negocio arranque…
Ella soltó una carcajada. Fría, cortante.
—¿Tu “negocio”? Ese sueño tonto tuyo no va a ninguna parte. Tú no vas a ninguna parte.
Aquella cena fue un calvario. Él propuso comer pollo frito para ahorrar un poco y ella lo miró como si le hubiera escupido encima.
—Eres una vergüenza. No puedo creer que esté saliendo con alguien como tú.
Pero Oliver insistía en creer. En ella. En ellos.
Y unas semanas después, en un restaurante lleno de gente, se arrodilló con un anillo modesto entre los dedos temblorosos.
—Lauren… ¿quieres casarte conmigo?
El silencio que siguió fue insoportable.
Ella inclinó la cabeza, examinó el anillo y sonrió con crueldad.
—¿Esto es un diamante? —dijo en voz alta para que todos escucharan—. No me pondría eso ni muerta. Y déjame dejarte algo claro: no me voy a casar con un fracasado. No ahora. Ni nunca.
Oliver quedó helado.
—Pero… yo pensaba que…
—Tom tenía razón —añadió ella con desdén—. Nunca vas a cambiar.
Él sintió cómo se le partía el alma.
—¿Tom? —preguntó, apenas respirando.
Ella arqueó una ceja.
—El hombre que sí me compra las cosas que merezco. No pensarías que eras el único, ¿verdad?
Su mundo se derrumbó.
Intentó detenerla, pero Lauren se levantó, sus tacones sonaron como disparos en el suelo.
—Adiós, Oliver. Mírate al espejo. Tal vez entonces entiendas lo que es un perdedor.
Días después, su jefe lo despidió.
“Sueña, chaval”, le dijo con una mueca. “Nunca serás más que un limpiador.”
Pero Oliver no dejó de soñar.
Pasaron los años.
Comió poco, estudió mucho.
Vendió sus viejos aparatos electrónicos para pagar cursos online de marketing y desarrollo empresarial.
Durmió en el sofá de un amigo.
Programaba hasta el amanecer, escribía correos a inversores que nunca respondían.
Cada rechazo lo hacía más fuerte.
Un día, una pequeña oportunidad tocó su puerta.
Después otra. Y otra.
Su startup creció. Primero tímidamente, luego como un incendio en verano.
De pronto, Oliver Brooks ya no era un nombre desconocido. Era portada de revistas de negocios, inspiración de jóvenes emprendedores.
El chico que fregaba suelos ahora era dueño del edificio.
Pero lo más grande no fue el dinero.
Fue Rose.
La conoció cuando su empresa apenas sobrevivía.
No quería bolsos ni diamantes, quería su tiempo, su risa, su verdad.
Cuando él intentaba comprarle algo, ella lo detenía con una sonrisa:
—Invierte en tu sueño, Ollie. Ese será nuestro regalo.
Cocinaba para él, lo acompañaba en noches eternas de planes y dudas, le recordaba quién era cuando el miedo lo mordía por dentro.
Con ella, el amor no se medía en cosas.
Se construía.
Y entonces llegó aquella noche.
Un coche negro, silencioso, elegante.
Un traje a medida, un reloj sobrio, la mirada serena de quien sabe lo que vale.
Rose bajó junto a él, su anillo brillando con una luz discreta, elegante.
Nada ostentoso. Solo sincero.
Y entre el murmullo del tráfico, una voz.
—¿Oliver?
Él se giró.
Lauren.
Su belleza, antaño deslumbrante, ahora era un eco.
Los ojos apagados, el bolso de diseñador como un intento desesperado de seguir siendo quien fue.
—Vaya… —balbuceó—. Te ves… increíble. ¿Ese coche es tuyo?
—Sí —respondió él, sin más.
Ella tragó saliva.
—He pensado mucho en ti. Tom y yo… no funcionó. Pero tú… tú siempre fuiste diferente. Me equivoqué. Quizás podríamos…
Su voz se apagó cuando Rose se acercó y deslizó su brazo entre los de Oliver.
—Perdón por la tardanza, amor —dijo con dulzura—. ¿Vamos a cenar?
Él la miró con ternura y besó su frente.
—Siempre.
Lauren parpadeó.
—¿Ella es tu prometida?
Rose le tendió la mano con una sonrisa amable.
—Encantada.
Lauren la miró, descompuesta.
—No entiendo… ¿qué tiene ella que yo no?
Oliver sostuvo su mirada.
—Ella creyó en mí cuando no tenía nada. Tú solo creías en lo que podía darte.
Esa es la diferencia.
El silencio se hizo eterno.
Él se dio la vuelta, tomó la mano de Rose y siguió su camino.
Detrás, Lauren quedó inmóvil, como una estatua rota.
Solo entonces entendió:
el dinero se gasta, la belleza se desvanece,
pero la lealtad…
esa no tiene precio.
Oliver perdió a Lauren una vez,
pero al final, fue ella quien lo perdió todo.
Y el mundo, cruel con los soñadores, tuvo que rendirse ante uno que nunca dejó de creer.