El coche se hundió en el abismo y la niña sólo pudo susurrar: “Si hay una próxima vida, todavía te elegiré”.

El coche se hundió en el abismo y la niña sólo pudo susurrar: “Si hay una próxima vida, todavía te elegiré”.

El coche descendía por la carretera de la sierra, envuelto en una niebla espesa. A lo lejos, Madrid apenas era un resplandor dorado entre las montañas. En el asiento del copiloto, Lucía apretaba el cinturón con las manos temblorosas. Sabía que no debía haber subido a ese coche. Sabía que con él todo siempre terminaba mal.

“Si hay otra vida, volvería a elegirte.”
Aquella fue su última frase, un susurro que se perdió entre el viento y el sonido de los neumáticos derrapando al borde del precipicio.

Pero antes del impacto, hubo una historia. Una que empezó mucho antes, en una mansión sobre las colinas del barrio más caro de Madrid.


Lucía era hija de un jardinero. Creció viendo desde la verja cómo los hijos de los ricos jugaban con bicicletas nuevas mientras ella regaba las flores de su padre. Aprendió a mirar sin ser vista, a trabajar sin pedir nada.

Hasta que un día, la señora de la casa le ofreció un trabajo: cuidar a su hijo, Alejandro, que había vuelto de estudiar en Londres.

“Solo necesito que le prepares el desayuno y que mantengas ordenado su estudio. No le hables mucho. Es… complicado.”

Lucía aceptó. No por el dinero, sino por orgullo. Quería demostrar que una chica de barrio también podía trabajar en una casa de millonarios sin que la hicieran sentir inferior.


La primera vez que vio a Alejandro, pensó que era un tipo insoportable. Tenía ese aire de los que creen que el mundo les pertenece. Camisas blancas perfectamente planchadas, relojes caros, sonrisa de quien nunca ha tenido miedo a perderlo todo.

“¿Tú eres la nueva?” —preguntó sin mirarla.
“Sí, señor.”
“No me llames señor. No me gusta sentirme viejo.”

Pero la trataba como si lo fuera.

Durante semanas, Lucía aguantó sus humillaciones silenciosas. Las tazas de café derramadas, los papeles tirados al suelo, los “no sabes ni limpiar bien”.
Hasta que una tarde, mientras él gritaba por haber perdido un informe, Lucía lo enfrentó:

“¿Sabes qué es lo que más duele? No que me trates como si fuera invisible. Sino que creas que tu dinero te hace mejor.”

Alejandro se quedó mudo. Nadie le hablaba así.


Los días siguientes fueron diferentes. Alejandro empezó a observarla en silencio. Descubrió que Lucía no solo era valiente: tenía talento. Por las noches, mientras la casa dormía, ella estudiaba diseño automotriz con un viejo portátil. Quería crear coches seguros para familias pobres como la suya, que viajaban por carreteras sin protección.

Una madrugada, él bajó a la cocina y la encontró dibujando planos.
“¿Qué haces despierta?”
“Diseñando. Es lo único que me hace sentir libre.”
“¿Libre de qué?”
“De sentirme menos.”


A partir de esa noche, algo cambió. Alejandro empezó a interesarse por su mundo. La ayudaba con los cálculos, le traía libros de ingeniería, y juntos construyeron un prototipo de vehículo pequeño, resistente y económico.

Pero cuando su madre descubrió lo que pasaba, todo estalló.

“¿Te has vuelto loco? ¿Colaborar con la sirvienta? ¡Estás manchando el nombre de la familia!”

Lucía fue despedida al día siguiente. Sin una explicación.

Antes de irse, dejó una nota sobre el escritorio de Alejandro:
“Gracias por creer en mí, aunque fuera por un momento.”


Pasaron tres meses. Alejandro, cansado de la hipocresía de su entorno, presentó el proyecto de Lucía a una empresa de innovación. Ganó el premio, pero no lo celebró. En la ceremonia, cuando todos lo aplaudían, él subió al escenario y dijo:

“Este coche no lo diseñé yo. Lo hizo una chica que regaba las flores de mi jardín. Y ustedes la despreciarían si la vieran entrar por esa puerta.”

El silencio fue absoluto.

Esa noche, buscó a Lucía en su antiguo barrio. La encontró frente a un taller mecánico, con las manos manchadas de grasa y la mirada cansada.

“Lucía… ganamos.”
“No, Alejandro. Ganaste tú. Yo solo soñé.”

Él la miró con ternura.
“Entonces déjame soñar contigo.”


El amor entre ellos no fue sencillo. Ni los títulos, ni los apellidos, ni las miradas ajenas se lo pusieron fácil. Pero construyeron algo que no tenía precio: respeto.

Hasta aquella noche en la montaña.

Volvían de una presentación del coche —ahora producido oficialmente bajo el nombre Proyecto L. Alejandro conducía, emocionado, riendo como un niño.
De repente, un camión perdió el control en la curva. Hubo un derrape, un grito, un segundo de silencio antes del abismo.

Lucía lo miró por última vez.
“Si hay otra vida, volvería a elegirte.”

El coche cayó.


Horas después, los rescatistas encontraron el vehículo destrozado. Alejandro sobrevivió milagrosamente, con una carta en el bolsillo. Era la nota de despedida que ella había dejado meses atrás.

Desde entonces, él continuó el proyecto en su nombre. Proyecto L se convirtió en un símbolo de accesibilidad y seguridad vial para las familias pobres de toda Latinoamérica.

En la ceremonia del décimo aniversario, Alejandro subió al escenario y dijo:

“Ella me enseñó que el valor de una persona no se mide por lo que tiene, sino por lo que da. Y aunque la vida no nos dio otra oportunidad… yo seguiré eligiéndola, en cada kilómetro que este coche recorra.”

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