El coche viejo transmitido a través de tres generaciones, que lleva consigo sueños no cumplidos
Había un viejo coche azul —ya sin brillo y con unas cuantas abolladuras— que descansaba en el garaje de la familia Santamaría. No era un coche cualquiera: era un símbolo, un testigo silencioso de tres generaciones que, de una forma u otra, habían depositado en él sus ilusiones, sus esperanzas y también sus nostalgias.
Todo comenzó con don Alberto Santamaría, un hombre nacido en un pequeño pueblo costero del norte de España, que al cumplir treinta años compró aquel vehículo usado que tanto había deseado. Para él, aquel coche significaba libertad, la posibilidad de salir al mundo, de cambiar de vida. Llenó el asiento del copiloto de mapas doblados, de sueños por descubrir. Recorría carreteras secundarias, subía hasta los acantilados donde alcanzaba a ver el mar en la lejanía, y por primera vez pensó en que tal vez la vida podría ofrecerle algo más. Sin embargo, la realidad era tozuda: gastaba más de lo previsto, aparecían averías cuando menos lo esperaba, y había tres hijos que alimentar y una mujer que cuidaba de su salud. Así, aquel coche entró en su rutina, en su día a día, en sus obligaciones. Aun así, cada vez que arrancaba el motor y sentía cómo vibraba bajo sus manos, recordaba los mapas, los acantilados y el viento del mar. Y sabía —aunque no lo confesara— que había un sueño que no había cumplido.
Pasados los años, el coche azul fue heredado por su hija mayor, Clara. Ella lo encontró un otoño, cuando los árboles del jardín despedían sus hojas y el coche parecía tener al igual que las ramas, un tinte dorado-marrón en la pintura. Clara había estudiado arte, pintura y diseño gráfico, y su sueño era marcharse a Nueva York o Berlín para exponer sus obras. Pero la vida la retuvo en la ciudad donde nació, Sevilla, por el cuidado de su padre y la necesidad de ganarse un sueldo estable. Cuando don Alberto ya no lo necesitó, le entregó el volante con una mirada llena de compasión: “Aquí tienes algo mío”, le dijo, “y también algo que jamás utilicé como quería”. Clara tomó las llaves; se sentó al volante, condujo por la avenida arbolada frente a su estudio, y sintió que heredaba más que un coche: heredaba un sueño pausado, una historia inacabada. Para ella, el coche se transformó en un lienzo rodante: lo pintó de nuevo, añadió calcomanías que evocaban mariposas, luces diminutas en el techo, y lo utilizó para exponer su obra itinerante por pueblos blancos de Andalucía. El motor rugía un poco más de lo normal, pero Clara lo amaba: cada kilómetro era un pincelada, cada parada un comentario, cada mirada de curiosidad un aplauso silencioso.
Y luego llegó la tercera generación: el hijo de Clara, Miguel, un joven que creció con historias del coche azul, que jugaba de niño en su maletero mientras su madre trasladaba cuadros, que esperaba ser llevado por la carretera hacia la playa y que veía en ese coche la posibilidad de huir, de moverse, de… vivir. Cuando el coche cambió de manos hacia él —cuando Clara decidió que ya era hora de que alguien más lo utilizara con los sueños abiertos— Miguel lo miró con los mismos ojos que don Alberto había tenido, pero con un siglo distinto, con un mundo distinto. Para Miguel, su sueño era llegar a Canadá, estudiar cine, grabar documentales sobre la migración, sobre los pueblos costeros del mundo. Pero también sabía que antes de cumplir ese sueño debía arreglar el viejo coche, devolverle su voz original, y salir con él en un último viaje por carretera, por la península ibérica, deteniéndose en los mismos acantilados que su abuelo, en los mismos pueblos blancos que su madre había visitado, con cámara en mano, registrando el zumbido del motor, los suspiros del viento, los reflejos del mar al atardecer. Y así, el coche viejo se convirtió en un archivo viviente de anhelos que no pudieron cumplirse ni en su tiempo, y en una promesa de futuro que estaba a punto de arrancar.
Aquel coche azul había presenciado discusiones familiares, había sido testigo de risas bajo el sol de verano, había transportado cajas de mudanza, lienzos, cámaras, bultos, maletas, sueños empaquetados. Había sido reparado una y otra vez: la pintura repintada, el motor reconstruido, un parachoques nuevo. Y cada soldadura, cada nuevo repuesto, llevaba consigo el peso de una generación y la promesa de la siguiente. En su interior se conservaban elementos que hablaban por sí mismos: un viejo mapa doblado en el guantera, un pincel manchado de pintura en el asiento trasero, una cámara digital que arriba al techo tenía una cinta de viajes, esas tres cosas eran testigos mudos.
Cuando Miguel emprendió su viaje, el coche arrancó con un poco de esfuerzo, pero empezó a rodar fuera de Sevilla, por la A-92, hacia Granada, luego por la A-44 hasta la costa, y bajó por la N-340 hasta Almería, deteniéndose en calas solitarias y pueblos de casas encaladas. Mientras tanto, Miguel grababa con su cámara, entrevistaba a pescadores, charlaba con abuelos que habían visto partir sus hijos a otros países, recogía historias, y el viejo coche azul avanzaba como un hilo que unía pasado y futuro, generaciones y destinos. El sueño de don Alberto de ver el mar desde el volante, el sueño de Clara de exponer sus obras fuera de Sevilla, y el sueño de Miguel de filmar la migración y los pueblos costeros: todo se entrelazaba en ese recorrido.
Pero cada viaje tiene sus imprevistos. En la sierra almeriense, una avería dejó el coche varado en una carretera secundaria. Miguel bajó, buscó un taller cercano y esperó horas bajo el sol de mediodía. Mientras miraba el coche, se acordó de su madre, pintando mariposas en la carrocería; se acordó de su abuelo conduciendo al atardecer. Y decidió arreglarlo mejor que nunca: no solo mecánicamente, sino simbólicamente: le limpió asientos, restauró su pintura original azul intenso, repasó la imagen del emblema que se había desgastado, y en una tarde lo dejó como nuevo… aunque con marcas que contaban su historia.
Desde allí volvió hacia el norte: pasó por Murcia, Valencia, Barcelona; cruzó el puente del Ebro, siguió por la autopista Mediterránea, se sumergió en pensamientos profundos sobre qué significa heredar algo que lleva sueños. Y entonces comprendió que el coche viejo no era solo un vehículo, sino un legado: legado de tiempo, de ilusión, de resistencia. Inventaba para él un nombre: “La Azul”, como un viejo barco que sigue navegando aun siendo terrestre. Y decidió que aquel coche lo acompañaría a la frontera española-francesa, que luego cruzaría a Ginebra, hasta que su documental esté listo. Porque cumplir el sueño de una generación también significa respetar los sueños de las anteriores.
Mientras circulaba por los túneles junto al Mediterráneo, con su cámara en el asiento del copiloto, y su pensamiento en la historia que arrastraba “La Azul”, Miguel sintió que el motor, que al principio rugía como un animal viejo, ahora cantaba suave, consciente de su misión. Recogía historias, miradas, voces: la abuela que aún recordaba al viejo don Alberto arrancando desde el pueblo, la madre que pintó fragmentos del mundo, y él, que quería contar el mundo. Y el coche, incluso en su silencio mecánico, entendía: era el vínculo, la chispa.
Así, la noche antes de cruzar la frontera, aparcó en un mirador sobre el valle del Ródano y contempló las luces de los pueblos lejanos. Apagó el motor. Se sentó en el capó y abrió el maletero. Allí, junto a la cámara y algunos lienzos, estaba el mapa original de su abuelo, ahora un poco más amarillento. Lo desplegó y lo dejó abrirse con el viento. Y supo que la próxima mañana el viaje continuaría, que su documental empezaría, que “La Azul” rodaría hacia un nuevo aeropuerto, hacia nuevos destinos, y que todo lo que aquel coche había acumulado de historias, de sueños no cumplidos… por fin podría transformarse en algo más.