El coqueto jugador apuesta a que podrá conquistar a la altiva chica en 7 días. Al séptimo día, se arrodilló ante su tumba: la persona que lo sabía todo y se fue para siempre.
El sol de la tarde caía suave sobre el jardín señorial cuando apareció aquel hombre de porte altivo, paso firme y mirada confiada. Se llamaba Rodrigo Salazar, un joven de veintisiete años, cabellos negros como la noche sin luna y ojos grises que parecían retar al mundo entero. Había heredado una fortuna modesta pero digna, y también un carácter que lo llevaba a desafiar lo inevitable, a apostar por causas imposibles. Era jugador, no solo de cartas o ruletas, sino de seres humanos; su ambición: demostrar que podía “conquistar” a quien se propusiera.
Y su nuevo blanco era la señorita Lucía de Lara. Una muchacha de veinticinco años, alta, elegante, con modales exquisitos, una lectura permanente de desapego en su rostro. Su belleza, contenida y distante, despertaba en Rodrigo una fascinación diferente: no era solo deseo, sino orgullo y reto. Lucía era hija única de don Héctor de Lara, un terrateniente aristócrata, y su madre había muerto cuando ella apenas tenía nueve años. Desde entonces había crecido entre libros, visitas formales, paseos solitarios en el parque del palacio de su familia. Su reputación era de altísima categoría: educada, hermosa, pero inaccesible. Nadie la había visto realmente reír, o tal vez sí, pero nadie lo recordaba. Y si alguien lo recordara, no lo contaba.
Rodrigo se acercó al círculo social en que Lucía se movía: bailes, recepciones, cenas de gala en el palacete de los de Lara. Consciente de su fama de mujer orgullosa, intrigado por ese aire de misterio, él lanzó su apuesta: “Te apuesto —dijo a un amigo de confianza—que en siete días seré aceptado por Lucía, que me dará al menos una mirada más allá de la cortesía, y aceptaré pasear con ella en la terraza al atardecer”. Su amigo, don Carlos, rió: “Eres loco, Rodrigo. Ella ni siquiera permite que le hablen libremente los jóvenes de nuestro mundo”. Pero Rodrigo sonrió: “Tengo siete días”.
Comenzó su plan. Día 1. Cargo formal, conversación protocolaria. Al atardecer en el jardín del palacio, se presentó ante Lucía con una flor blanca (una gardenia). Ella lo observó sin expresión, saludó con un leve movimiento de cabeza. Rodrigo pronunció unas frases breves de cortesía, pidió permiso para caminar con ella bajo los rosales del jardín. Lucía aceptó con un suspiro apenas audible, y caminó. Rodrigo la escuchó en silencio, observando cada gesto, cada pliegue de su vestido. Ella habló poco: “Mi padre me educó para comportarme sin debilidad”, dijo, casi susurrando. Rodrigo respondió con calma: “La debilidad no está en el corazón sino en no permitirle latir”. Lucía lo miró con sorpresa y luego guardó silencio.
Día 2. Rodrigo asistió al desayuno en casa de los de Lara. Intentó bromear ligeramente, sin vulgaridad, con un comentario sobre la rosa que Lucía llevaba prendida en el cabello. Ella sonrió; fue una sonrisa leve, poco vistosa, pero real. Rodrigo lo anotó como victoria. Luego la invitó a asistir al espectáculo de música nocturna en la iglesia parroquial. Lucía lo aceptó. Esa noche, él se sentó a su lado, la oyó tararear una canción antigua y ella lo descubrió mirándola. Él le sonrió: “Canto contigo cuando me permitas conocer tu melodía”. Ella negó con un gesto, pero algo cambió: giró el rostro hacia la capilla, y dejó su mano sobre su regazo más cerca de la de él de lo que ellas mismas habían anticipado.
Día 3. Un paseo en carruaje por la campiña. Rodrigo la esperó en la entrada del palacio y la acompañó en un carruaje tirado por dos corceles negros. Mientras avanzaban por senderos de arboleda otoñal, Rodrigo comenzó a narrar historias de su infancia, de los juegos en su pueblo, de la promesa de libertad que anhelaba. Lucía, al contrario, guardó silencio largo rato y luego dijo: “La libertad de mi infancia fue también una jaula: el deber, la etiqueta, el miedo a equivocarme”. Rodrigo tomó su mano (suave, blanca) y la sostuvo sin forzarla. “Equivocarse no es deshonra. Deshonra es no vivir por temor”, le dijo. Lucía la miró y asintió, sin palabras, pero sus ojos brillaron por un instante.
Día 4. Cena con velas en el gran salón del palacio. En el centro de la mesa había un ramo de lirios. Rodrigo había reservado aquella noche para hablar del futuro: “Imagina que pudiéramos vivir fuera de estas etiquetas, Lucía. Que pudiéramos viajar, conocer ciudades, reír sin protocolo”. Ella lo miró fijamente: “¿Y qué harías cuando descubrieras que yo no soy tan libre como dices?” preguntó. Rodrigo tomó su copa de vino tinto y respondió: “Te descubriría de nuevo. Y volvería a apostar. Porque lo que vale la pena no teme repetirse”. Lucía dejó escapar una leve risa. Y se levantó para tomar aire en la terraza. Rodrigo la siguió y apoyó su codo en la balaustrada. El cielo estaba tachonado de estrellas. Su voz bajó: “En siete días, te pediré lo que nadie te ha pedido: que me permitas conocerte más allá de lo que ves”. Lucía volvió a mirarlo y guardó silencio.
Día 5. En la biblioteca de los de Lara. Lucía lo condujo entre estanterías antiguas, libros de cuero, manuscritos viejos. Le mostró su colección de poesía francesa, de autores que hablaban de pasión, del deseo de ser comprendido. Rodrigo escuchó atento. Cuando ella giró una página, él observó sus dedos finos, y pensó que aquel momento era eterno. Entonces él leyó un fragmento: “Amar es atreverse a temer”, y la miró: “Temer no es fallar, temer es no intentar”. Lucía cerró el libro y lo alzó ante él: “Entonces, Rodrigo, dime: ¿qué estás intentando?” Él la miró a los ojos: “Estoy intentando que me conozcas. Y que me aceptes”. Ella lo soltó, bajó el libro, y algo cambió en su expresión.
Día 6. Una carta. Rodrigo apareció temprano con un papel doblado, con letra cuidada. Entregó la carta a Lucía y esperó. Ella la abrió y leyó:
“Lucía: en estos días he descubierto que la apuesta no era contigo sino conmigo mismo. Que lo que estaba en juego no era conquistarte, sino aprender a ser libre al amarte. Si al final me aceptas, te pido un tango al atardecer. Si ves que mis palabras no valen, entonces olvidarás mi nombre y seguirás tu camino intacta. Mañana, al día siete, estaré en el jardín a las cinco. Si vienes, caminaremos juntos, sin promesas. Si no, habré perdido, pero habré ganado algo más: la verdad.”
Lucía levantó los ojos, lo miró, y no dijo nada.
Día 7. Rodrigo llegó al jardín del palacio con hora exacta, cinco de la tarde. El cielo estaba gris, nubes baixas, hojas otoñales murmuraban al caer. Esperó en el banco de mármol, su corazón retumbando. Pero Lucía no apareció. Dos horas pasaron. El frío se instaló. Entonces Rodrigo se levantó y se dirigió al pequeño mausoleo familiar que los de Lara habían erigido al borde del jardín. Allí descansaba la madre de Lucía, la señora Carmen de Lara, fallecida hacía diecisiete años. Rodrigo sabía dónde situarse: ante aquella tumba, en silencio, sin pretensiones. Porque la apuesta ya había cambiado: ya no era ella, sino todo lo que aquella tumba representaba.
Rodrigo se arrodilló frente al mármol ennegrecido. El viento agitó las ramas, y varias hojas rodaron a sus pies. “Lucía”, murmuró. “¿Por qué no viniste?” Una lágrima rodó por su mejilla. Y en ese instante la vio. No con los ojos del mundo, sino con el corazón: ella estaba allí, de pie junto a la tumba, los ojos húmedos, el rostro cansado, con un vestido negro sencillo, su belleza intacta. Se acercó lentamente y no dijo nada. Rodrigo no entendió. Lucía puso su mano sobre su hombro, lo dejó arrodillado. Luego se dio vuelta, caminó y desapareció entre los árboles. Rodrigo quedó solo. El viento se llevó su aliento.
Se levantó y leyó la inscripción en la tumba:
«Aquí descansa Carmen de Lara, 1940-2008. Amada madre, guardiana del silencio.»
Rodrigo comprendió. Lucía lo había esperado allí, ante la tumba — no para someterse a la apuesta, sino para hacerle elegir entre una victoria ficticia y un dolor verdadero. Él había apostado con arrogancia y creído tener todas las cartas. Pero ese día comprendió que la verdadera conquista no era humana, sino espiritual. Que había cruzado un umbral que no podía controlar. Y que Lucía se había marchado, no porque no lo amara, sino porque ella ya había visto todo: la apuesta, la promesa, la vulnerabilidad. Y prefirió irse antes de que él la pusiera en un juego que no era suyo.
Rodrigo se quedó allí, arrodillado, mirando la tumba, la hoja que cayó, la sombra que se alargaba. Y de golpe, sintió la pesada armadura de su orgullo romperse. Se arrodilló por ella — no por la ganancia, no por el desafío, sino por respeto, por amor. Fue un acto puro, sin espectadores, sin aplausos. Un hombre caído de rodillas delante de la memoria de una mujer que jamás había conocido directamente, pero cuya presencia había sido más fuerte que el viento.
La noche llegó silenciosa, las farolas encendieron su luz grisácea, y Rodrigo se levantó con el cuerpo tembloroso, los ojos enrojecidos, el alma desnuda. Se despidió de la tumba con un último suspiro: “Te lo debo”, dijo, “pero no puedo pedirte que me esperes. Sólo puedo prometerte que cambiaré”. Y desapareció en la penumbra.
Cuando el día siguiente amaneció, Lucía ya no estaba en el palacio. Había partido sin despedida, dejando sólo una carta para Rodrigo. En ella escribió:
“Rodrigo: no ganaste la apuesta. La aplazaste. Porque lo que jugabas no era conmigo, sino contigo mismo. Puedes intentarlo mañana, si quieres. Pero yo ya he caminado hacia mi libertad. Te dejo mi recuerdo y mi perdón. Que lo que aprendiste no se pierda.”
Rodrigo leyó la carta bajo un árbol, hojas secas a su alrededor, y por primera vez entendió que el verdadero desafío no era conquistar a alguien orgullosa, sino reconocerse vulnerable. Que la apuesta se había convertido en penitencia, y la conquista en redención.
Con el tiempo, Rodrigo se marchó del lugar, viajó, vivió, amó de otra forma. Y cada 7 de cada mes, volvía al mausoleo de Carmen de Lara, dejaba una gardenia blanca, y murmuraba: “Gracias”. Porque sin quererlo, había ganado algo que no se medía en miradas ni risas, sino en lágrimas y promesas rotas. Y tal vez, sólo tal vez, en libertad.