Ella era la chica invisible… hasta que hizo temblar a todo el instituto.

Ella era la chica invisible… hasta que hizo temblar a todo el instituto.

Anna Miller siempre había aceptado su lugar en la jungla del instituto. Era la chica callada del club de ajedrez, la que pasaba los viernes resolviendo rompecabezas mientras los demás bailaban bajo luces de neón. Sus brackets brillaban cada vez que hablaba, y sus gafas enormes se deslizaban por su nariz cada vez que los nervios la traicionaban.
Y en la cima del mundo escolar reinaba Mark Daniels: el chico dorado, el quarterback, el que no necesitaba esforzarse para que todos lo admiraran. Él era el sol; ella, apenas una sombra.

Una mañana cualquiera, cuando Anna tropezó con él en el pasillo, su cuaderno apretado contra el pecho, Mark sonrió con desprecio y murmuró lo bastante alto para que todos oyeran:
—Nivel cinco de obsesión.
Sus amigos estallaron en carcajadas. Y en ese eco cruel, Anna sintió cómo su corazón se encogía un poco más. Nadie imaginaba que aquella “nerd” sería la que voltearía el tablero entero.

Todo empezó con un proyecto de química.
El profesor anunció que deberían encender una calculadora sin usar pilas, y los alumnos formarían pareja al instante. Mark y su grupo se emparejaron en segundos, dejando fuera a quien no encajara. Anna, tragando su timidez, se atrevió a preguntar:
—Mark… ¿necesitas compañera?
Él la miró, una sonrisa burlona en los labios.
—No, ya estoy con Ken.
El rubor subió a sus mejillas. “Quizá la próxima vez”, murmuró, fingiendo una sonrisa que dolía.

Pero el destino tiene un sentido del humor cruel.
La “próxima vez” llegó cuando apareció Amber Hayes, la nueva alumna de Pasadena High: piel luminosa, cabello perfecto, confianza en cada movimiento. El aula entera contuvo la respiración.
—Diez de diez —susurró un compañero de equipo.
—Diez con cinco —corrigió otro.
Y, por supuesto, cuando el profesor preguntó quién sería su pareja, Mark saltó como si el suelo quemara.
—¡Yo!

Desde ese momento, Anna supo que había perdido más que un proyecto: había perdido la poca ilusión que le quedaba.

Días después, Mark la interceptó en el pasillo. Su voz, ahora dulce, casi encantadora:
—Oye, Anna… siento lo de la otra vez. Eres muy lista. Tal vez podríamos salir un día.
El corazón de Anna, ingenuo y frágil, quiso creerle. Aceptó. Y así, mientras Mark desaparecía entre risas con sus amigos, ella se quedaba en casa, terminando la parte más difícil del proyecto.

La noche del supuesto encuentro, Anna llegó a Giovanni’s con su vestido más bonito. Siete, ocho… y él no llegaba.
Hasta que entró.
Con Amber del brazo.
Sus amigos detrás, las risas reventando como cristales.
—¿De verdad creías que esto era una cita? —dijo Mark, su tono helado—. Solo necesitaba ayuda con el trabajo. Tú eres lista, Anna, pero yo solo salgo con dieces. Sin ofender.
Amber rió. Los demás también. Y algo dentro de Anna se rompió definitivamente.
Esa noche no solo se fue del restaurante: se fue de su viejo yo.

El verano fue su metamorfosis.
Fuera los brackets. Adiós gafas, hola lentillas. Horas en YouTube aprendiendo rutinas de cuidado, nuevos peinados, nuevas formas de mirarse al espejo sin odiarse.
Pero el verdadero cambio no fue físico. Fue interior.
Anna ya no quería ser invisible. Ni perfecta. Quería ser libre.

Y en esa libertad encontró un aliado inesperado: Nelson Carter, otro “empollón” amable, inteligente, de mirada limpia. Pasaron el verano estudiando… y tramando. Mark había jugado con ella; ahora, sería él quien aprendiera la lección.

Cuando llegó el otoño, el instituto no la reconocía.
Anna Miller cruzó las puertas de Pasadena High y el tiempo se detuvo. Su cabello caía con elegancia, su paso firme, su sonrisa nueva, segura.
—¿Anna? —balbuceó Mark, con los ojos desorbitados.
Ella sonrió apenas.
—Hola, Mark.
Y siguió caminando.
Sus amigos se miraron, boquiabiertos.
—Tío… ahora es un once.

De repente, el cazador se convirtió en presa.
Mark intentó recuperarla: flores, mensajes, promesas vacías. Incluso dijo que rompería con Amber.
—Tú eres la que realmente quiero —le susurró un día.
Anna se inclinó, lo bastante cerca como para que sus amigos escucharan, y murmuró:
—Qué pena, Mark. A mí me gustan los chicos con belleza y cerebro. Tú solo tienes uno… y no es el que cuenta.
El pasillo estalló en carcajadas. Por primera vez, las risas no iban contra ella.

Semanas más tarde llegó el golpe final.
El rumor de que Mark usaba a las chicas para hacerle los deberes se había extendido como pólvora. Lo que no sabía era que detrás de esa revelación estaba Anna y su club de ajedrez. Una por una, las chicas dejaron de ayudarlo. Sus notas se desplomaron.

Hasta que llegó la asamblea general.
El auditorio lleno, los focos sobre el escenario. Anna, ahora miembro del grupo de honor académico, subió al estrado. Con un clic, proyectó un video.
La voz de Mark resonó por los altavoces:
—No somos exclusivos. Me conformé con Anna, pero la elegiría sobre Amber cualquier día.
Un silencio absoluto. Luego, susurros. Luego, un estallido.
Amber se levantó y salió furiosa.
Mark se hundió en su asiento.
Anna tomó el micrófono.
—¿No decías “no odies al jugador, odia el juego”? Qué curioso… porque acabas de perder.
El aplauso fue atronador.

Aquel día, Mark Daniels dejó de ser el rey del instituto.
Y Anna Miller se convirtió en algo más que una chica de ajedrez. Era la que se levantó del polvo, la que hizo justicia sin perder la sonrisa.
Caminó fuera del escenario, entre vítores, y allí estaba Nelson, esperándola. Ella entrelazó su mano con la de él.
A veces, no es la animadora la que se lleva el final feliz.
A veces, es la chica invisible que aprendió a mirarse al espejo y decir: Valgo más de lo que creí.

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