La enfermera que descubrió que el anciano con cáncer guardaba sus analgésicos para el paciente de al lado — al que había odiado durante treinta años por un malentendido del pasado
El Hospital de San Rafael dormía entre el murmullo de los pasillos y el zumbido constante de las máquinas. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales con la monotonía de un reloj sin agujas. Clara, enfermera desde hacía diez años, caminaba por el pasillo de la planta de oncología con paso silencioso y rostro cansado. A esas horas de la noche, los enfermos dormían o fingían hacerlo; el dolor, sin embargo, nunca descansaba.
En la habitación 214 yacía Don Ernesto Cifuentes, setenta y ocho años, diagnóstico: cáncer de páncreas metastásico. Era un hombre orgulloso, de voz áspera y mirada de acero. Nunca pedía nada. Apenas hablaba. Solo observaba.
En la habitación contigua, la 215, estaba Don Julián Espinosa, un exprofesor jubilado con el mismo tipo de cáncer, aunque en etapa menos avanzada. Hablador, irónico, lleno de historias. Y aunque nadie lo sabía en el hospital, aquellos dos hombres habían sido enemigos acérrimos durante más de tres décadas.
Clara lo descubrió por casualidad.
Esa noche, cuando fue a entregar la dosis habitual de morfina a Don Ernesto, notó algo extraño. El anciano tenía una expresión de serenidad inusual, como si el dolor no lo alcanzara del todo. Sin embargo, cuando revisó la bandeja de medicamentos, faltaban dos dosis que no figuraban en el registro.
—¿Se ha sentido mejor hoy, Don Ernesto? —preguntó ella, intentando sonar despreocupada.
—El dolor es cosa de la mente, señorita —respondió con su tono seco—. Uno aprende a soportarlo cuando tiene cuentas pendientes con la vida.
Clara lo observó unos segundos más. La mirada del hombre se había detenido en la pared, justo en la dirección de la habitación 215. Algo en ese gesto despertó su curiosidad.
Al día siguiente, decidió estar más atenta. Cuando pasó por el pasillo poco después del amanecer, vio a Don Ernesto apoyado en su bastón, caminando lentamente hacia la habitación de al lado.
No debía poder hacerlo. Apenas podía sostenerse en pie.
Clara lo siguió a distancia. Desde la puerta entreabierta, lo vio entrar en silencio y dejar algo sobre la mesita del paciente dormido. Un pequeño frasco.
El corazón de Clara dio un vuelco.
Esperó a que Don Ernesto regresara a su cama y se acercó, con paso leve, a comprobarlo. Sobre la mesita estaba, efectivamente, un vial de morfina con el nombre de Ernesto Cifuentes.
Clara no supo qué pensar. ¿Por qué un paciente en fase terminal renunciaría a su propio analgésico, justo cuando más lo necesitaba?
Horas después, decidió enfrentar al anciano.
—Don Ernesto, necesito que me diga la verdad —le dijo con tono firme—. Encontré su frasco de morfina en la habitación de Don Julián.
El hombre alzó la vista lentamente, sin sorpresa.
—Ya lo imaginaba. Es buena en su trabajo.
—¿Por qué lo hace? —preguntó Clara, incapaz de ocultar la confusión.
Ernesto suspiró, y por primera vez en semanas, una sombra de emoción cruzó su rostro.
—Porque se la debo —dijo al fin—. Aunque él nunca lo sabrá.
Treinta años atrás, en el pequeño pueblo de Las Encinas, Ernesto era dueño de un taller mecánico y Julián, maestro de escuela. Sus caminos se cruzaron cuando el hijo de Ernesto, un adolescente llamado Pablo, fue acusado de haber robado dinero del colegio. Julián, que era su profesor, lo denunció sin pruebas contundentes. El rumor se extendió, la familia de Ernesto quedó marcada, y al poco tiempo el muchacho se marchó del pueblo, destrozado.
Años después, cuando por fin la verdad salió a la luz —otro alumno había sido el culpable—, ya era demasiado tarde. Pablo había muerto en un accidente laboral en la ciudad, y Ernesto nunca perdonó a Julián.
Durante tres décadas evitó cualquier contacto. Pero la vida, caprichosa, los reunió de nuevo en el mismo hospital, enfermos del mismo mal.
Clara no podía evitar conmoverse. Sin embargo, la ética profesional le exigía actuar.
—No puede seguir privándose de su medicación, Don Ernesto. Podría sufrir una crisis dolorosa.
—Ya la tengo, señorita —dijo él con un gesto cansado—. Pero no es física. La otra… la que me ha acompañado treinta años, esa ya me está matando más lento que el cáncer.
Las semanas siguientes, Clara observó un cambio en ambos hombres. Julián parecía mejorar anímicamente, agradecido con lo que él creía un incremento en su tratamiento. Ernesto, en cambio, se debilitaba. Pero había algo nuevo en su mirada: paz.
Una tarde, mientras Clara cambiaba las sábanas, Ernesto le pidió un favor:
—Cuando yo me haya ido, dígale que nunca quise su perdón… solo que descansara sin el peso de mis rencores.
Clara asintió, con la garganta hecha un nudo.
Dos días después, el anciano murió en silencio, al amanecer. No hubo llamadas, ni familia, ni flores. Solo una carta doblada sobre la mesa de noche.
Clara la tomó con cuidado y, al abrirla, encontró una breve nota:
“La vida es un largo malentendido que a veces se cura con un simple gesto.
Que la morfina que me sobraba calme su dolor… y el mío. —E.C.”
El mismo día, en la habitación 215, Julián preguntó con voz temblorosa:
—¿Dónde está el señor de al lado? No lo oigo desde anoche.
Clara dudó un instante. Luego, tomó su mano y le entregó la carta.
Él la leyó en silencio, y las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.
—Pablo… —susurró—. Era un buen chico. Nunca supe que había muerto.
La enfermera bajó la mirada.
—Él nunca quiso que usted lo supiera —dijo con suavidad—. Solo quería que descansara en paz.
Julián guardó silencio largo rato. Luego pidió que lo dejaran solo.
Esa noche, Clara pasó frente a la habitación 215 y lo vio dormido, con la carta sobre el pecho. Sonreía.
Al amanecer, ya no respiraba.
En el registro del hospital, quedaron dos habitaciones vacías. Pero para Clara, aquellas paredes contaban una historia distinta: la de dos enemigos que se reconciliaron sin hablar, compartiendo el mismo silencio y la misma morfina.
Cada vez que la enfermera pasaba por aquel pasillo, miraba las puertas cerradas y recordaba que el perdón a veces llega demasiado tarde… pero aún así sana lo que el dolor nunca pudo destruir.
Y aunque la vida siguió su curso, Clara jamás olvidó aquella lección:
que a veces el acto más humano no es curar, sino comprender.