La maestra de las montañas que gastó todo su sueldo en comprar zapatos para sus alumnos, hasta que un estudiante creció y le devolvió todo
El viento de la sierra de Cuzco silbaba entre los techos de zinc y las montañas que parecían tocar el cielo. En una pequeña escuela olvidada por el gobierno, la maestra Elena Ramos llegaba cada mañana antes que el sol. Tenía los zapatos gastados, el abrigo remendado y una sonrisa que no se rendía.
Los niños la esperaban con las manos frías y los pies desnudos sobre la tierra húmeda.
—Maestra, ¿hoy sí habrá desayuno? —preguntó Miguelito, el más pequeño, con las mejillas rojas de frío.
—Sí, hijito, hoy también —respondió Elena, ocultando que había vendido su viejo anillo para comprar pan y leche.
A nadie le importaba aquella escuela perdida entre los cerros. Ni al alcalde, ni al ministerio. Pero a Elena sí. Ella creía que cada niño merecía llegar lejos, aunque su mundo terminara en la curva del camino.
Cada quincena, cuando recibía su salario, iba directo al mercado. No compraba ropa para ella, ni carne para la cena. Compraba zapatos. Zapatos pequeños, baratos, de tela o de plástico. Los guardaba en una caja vieja de galletas y los llevaba a la escuela en silencio.
—Maestra, ¿para quién son esos? —preguntó una vez Rosa, una niña de trenzas largas.
—Para quien los necesite más —dijo Elena, sonriendo.
Y los niños, uno a uno, empezaron a llegar con los pies cubiertos. Ninguno sabía que esos zapatos salían del bolsillo de su maestra.
Un día, llegó un inspector del Ministerio de Educación.
Traje caro, perfume fuerte, mirada arrogante.
—Señora Ramos, esta escuela no cumple los estándares. Ni biblioteca, ni materiales, ni estructura. Quizá deberían cerrarla —dijo con frialdad.
Elena respiró hondo.
—Cierre usted lo que quiera —le respondió—, pero no podrá cerrar el corazón de estos niños.
El inspector se marchó entre risas.
Aquella noche, Elena lloró por primera vez en muchos años.
Pero al día siguiente, volvió al aula con una sonrisa más firme que nunca.
Entre sus alumnos había uno especial: Samuel Huamán, hijo de un campesino que limpiaba botas en el pueblo. Samuel era callado, observador, con una inteligencia que brillaba en sus ojos.
—Tú llegarás lejos, hijo —le decía Elena—. No dejes que nadie te diga lo contrario.
—Pero maestra… no tengo zapatos para caminar tan lejos —respondía él con una timidez que dolía.
Elena se agachó, le puso en las manos un par de zapatos azules, un poco grandes.
—Ahora ya los tienes.
Aquella tarde, Samuel corrió cuesta abajo, con lágrimas y polvo en el rostro.
Fue la primera vez que alguien creyó en él.
Años pasaron. La escuela siguió igual: techos rotos, paredes rajadas, pero llena de voces felices.
Hasta que un día, la enfermedad llegó.
Elena fue diagnosticada con una afección cardíaca. Los médicos le recomendaron descansar, pero ella siguió enseñando, aunque cada paso le costara el doble.
—Si me detengo, ellos se detienen —decía.
Y así, un invierno, cayó en el aula, entre los pupitres. Los niños corrieron a buscar ayuda, pero el pueblo estaba lejos. Elena sobrevivió, pero no volvió a ser la misma.
Pasaron los años. Los niños crecieron, se fueron. La escuela quedó vacía.
Elena se jubiló con una pensión mínima. Vivía sola, en una casita de barro. Nadie la visitaba.
Hasta que una tarde, un auto negro se detuvo frente a su casa.
De él bajó un hombre de traje, con una sonrisa contenida.
—¿Maestra Elena Ramos? —preguntó.
—Sí… soy yo. ¿Nos conocemos?
—Soy Samuel Huamán. Uno de sus alumnos.
Elena se quedó muda. El niño de los zapatos azules ahora tenía el porte de un empresario.
—No puede ser… —susurró ella.
Samuel se acercó, sacó una caja de su auto y la puso sobre la mesa.
Dentro había decenas de pares de zapatos nuevos.
Y, encima de todo, un sobre con una carta y un cheque.
—Usted me dio mi primer par de zapatos. Hoy quiero que sepa que su esfuerzo no fue en vano. Fundé una organización que dona calzado y becas a escuelas rurales. Y todo empezó… con usted.
Elena tembló.
—Hijo… yo solo hice lo que debía.
—No, maestra. Usted hizo lo que nadie más quiso hacer.
Samuel le tomó las manos y, con voz quebrada, dijo:
—Ahora es mi turno de cuidar de usted.
Las lágrimas corrieron sin permiso.
En aquel instante, la maestra que había vivido dando todo por los demás recibió, al fin, algo de vuelta.
Semanas después, la vieja escuela fue reconstruida. Un letrero nuevo brillaba en la entrada:
“Escuela Rural Maestra Elena Ramos”
Y cada niño que cruzaba la puerta lo hacía con zapatos nuevos.
Elena, ya anciana, miraba desde su silla de ruedas mientras el viento jugaba con su cabello blanco.
—Al final… valió la pena —susurró.
Samuel, a su lado, sonrió.
—Siempre lo valió, maestra.
Y el sol se escondió tras las montañas, como si el cielo mismo quisiera rendirle homenaje.