La risita del pasado: mis antiguos amigos se ríen de mi soltería… hasta que mi marido llega en un superdeportivo – ¿CEO del Grupo X?

La risita del pasado: mis antiguos amigos se ríen de mi soltería… hasta que mi marido llega en un superdeportivo – ¿CEO del Grupo X?

Hace algunos años, yo, Marta (pero llamémosme simplemente Marta), me encontraba frecuentemente sola los fines de semana, con mis amigas del instituto ya casadas o comprometidas, con hijos pequeños o siempre con planes en pareja. Mis antiguos compañeros de clase —aquellos con los que compartí tantas risas, exámenes, dramas adolescentes— parecían moverse en parejas perfectamente felices, mientras yo seguía soltera, sin siquiera citas estables, sin planes de boda, sin promesa de “nos vemos en el altar”.
“¡Otra vez sola el sábado por la noche!”, decían con algo de fingida preocupación. “¿No tienes novio, Marta?” preguntaban con esa mezcla de curiosidad y compasiva sorna. Y yo sonreía con educación, decente, sin dejar entrever lo que en realidad pensaba: que estaba bien estar sola, que prefería esperar a la persona adecuada, que no tenía prisa.

Un sábado por la tarde, organizamos una quedada del antiguo grupo de clase: todos en un café de la ciudad, recuerdos de adolescencia, fotos de hace veinte años, anécdotas de cuando jugábamos al escondite entre los árboles del parque del barrio, de cuando éramos tan ingenuos. Ellos vinieron en pareja o con sus pequeños retoños. Yo llegué sola. Me saludaron con abrazos y besos, preguntándome: “¿Y tú, qué novedades tienes?” — y yo contesté: “Nada especial, sigo trabajando, disfrutando… las cosas van despacio”.
En su interior, algunos intercambiaban miradas cómplices y lanzaban risitas bajas, como si mi soltería fuera un objeto de broma o de menor valor: “Pobrecita Marta…”, pensé que decían algunos, “todavía sin compromiso”. Y aunque moví la cabeza con cortesía, en mi mente me prometí que algún día les daría una sorpresa.

Los años pasaron. Seguí trabajando con dedicación en mi empresa de marketing, ascendiendo poco a poco, ganando experiencia, hablando en conferencias, viajando a ferias internacionales. Pero mantuve mi independencia, mi ritmo, mi estilo de vida sin pareja estable —sin renunciar, simplemente sin caer. Mis amigas seguían casadas, tenían niños, rutinas de domingo, y algunas comentaban: “Te va genial, estás estupenda, pero ¿y el chico?” — y yo me limitaba a responder: “Cuando llegue, lo sabrás”.

Un día, en una presentación en Madrid, conocí a un hombre llamado David. No era guapo de portada de revista, tampoco un adonis; era inteligente, ingeniero de software, con una sonrisa tranquila, con principios muy claros. Nos tomamos un café “por trabajo”, charlamos, compartimos visiones… y de repente aquello se volvió cita. Y luego otra. Y me di cuenta de que podía amar de nuevo, de que podía decidir compartir mi vida sin perderme a mí misma. Y cuando las piezas empezaron a encajar —valores, risas, complicidad— supe que quería que fuese él.

Lo que no esperaba era la sorpresa que tenía preparada. David tenía un plan mayor: me pidió matrimonio en una noche estrellada, en nuestra terraza favorita, con luz tenue, palabras sinceras, “¿Te casarías conmigo, Marta?”. Y yo dije sí. Pero no era la parte espectacular. Días después, me dijo que había estado trabajando en la sombra en un proyecto tecnológico que había crecido… y que ahora era nombrado CEO de un importante holding: el Grupo X. Yo, que siempre había mantenido mi vida profesional sin grandes aspavientos, me vi de pronto comprometida con alguien que lideraba una empresa global.

La boda fue íntima, elegante, iluminada por velas, circundada por amigos auténticos, no por el “hype” de las grandes fiestas. Y en la foto de la boda, al lado mío, estaba David, brillante, relajado, feliz. Y luego la vida continuó. Decidimos vivir en una casa cerca del mar, yo seguí mi trabajo de marketing, viajaba, veía mundo… y él gestionaba su empresa, pero siempre con los pies en la tierra.
Y entonces llegó el momento que había esperado: el reencuentro con aquel grupo de antiguos compañeros. Esta vez, cuando llamaron a reunirse para una cena informal, acepté la invitación sin dudarlo. Estaba emocionada, no por presumir, sino por la sensación de logro, de paz, de “ya no voy a esconderme”.

La cena transcurrió. Ellos, con sus anécdotas de “la vida de casado”, de “los niños”, de “las facturas”, de “la rutina”, me preguntaron de nuevo: “¿Y tú, Marta, qué? ¿Alguna novedad?” Yo sonreí, me incliné hacia ellos y dije: “Sí — he conocido a alguien fantástico, me pidió que me casara con él, y… bueno, me caso este verano”. Y pusieron sus copas, brindaron. Pero la sorpresa real vino al día siguiente.

Yo salí a la puerta del restaurante para ver a un coche que había quedado para los novios. Y allí estaba: un superdeportivo brillante, de color rojo metálico, con un rugido profundo al arrancar. Y él, David, bajó con la chaqueta de traje, corbata azul marino, y me abrió la puerta. “¿CEO del Grupo X?”, exclamó uno de los antiguos amigos, con la boca abierta. Y todos quedaron callados. Sus risitas quedaron suspendidas en el aire.

Sentí una mezcla dulce de vindicación y alivio: yo no había cambiado por ellos, ni buscado la aprobación de nadie; simplemente había vivido mi vida, con coherencia, y al final había llegado lo que buscaba: amor, respeto, compañerismo, éxito compartido. Y cuando me subí al coche, le di la mano, y él me sonrió con esa ternura que siempre había tenido. En ese instante, ya no éramos “ella, la soltera”, éramos “ellos, los que se eligieron”.

Claro, algunos pensarán: “¡Menuda subida!” — pero la verdad es que lo que importa no es el coche, ni el título. Es saber que cada persona tiene su camino, su tiempo, su ritmo. Y yo aprendí que no hay que avergonzarse de estar soltera, de estar soltera y trabajadora, de elegir pausa antes que prisa. Porque cuando llega el momento adecuado, todo lo que has sembrado florece. Y cuando el coche arrancó, ellos se quedaron mirándonos, quizá comprendiendo que lo que parecía broma antes ahora era un relato de respeto.

En los siguientes meses, invité a algunos de esos compañeros a la inauguración de nuestra casa, junto al mar. Vinieron, sorprendidos. Pudieron ver que detrás del matrimonio había una alianza sincera, risas compartidas, café al amanecer, planes de futuro. Y también entendieron (aunque quizá en silencio) que mi valor no dependía de estar en pareja o no, sino de ser fiel a mí misma, de esperar sin desesperar, de amar sin perderme.

Y así, queridos lectores, termina esta historia de transformación, de elección, de reencuentro. Una historia que también podría ser la tuya, la mía, la de cualquiera que en algún momento se sintió fuera del “club” de los emparejados, y que decidió vivir su vida a su modo. Porque no se trata de “no estar sola”: se trata de estar lista para el momento en que alguien crucé tu camino, al mismo nivel, con el mismo respeto.

Y si al final tu marido llega en un superdeportivo… bueno, que llegue. Pero que lo importante es que cuando abra la puerta, esperas con tranquilidad, sois un equipo, y las risas del pasado se convierten en silencio de admiración.

Related Posts

Our Privacy policy

https://rb.goc5.com - © 2025 News