La última carta del capitán

La última carta del capitán

Cuando abrí el viejo baúl del desván, el aire olía a polvo, a madera húmeda y a tiempo detenido. No buscaba nada en particular, sólo un motivo para justificar mi visita a aquella casa vacía después del entierro de mi abuelo. Sin embargo, lo encontré: un sobre amarillento, sellado con cera roja, dirigido al Ministerio de Defensa. La fecha, 3 de noviembre de 1946; el remitente, Capitán Eduardo Márquez. Nadie había mencionado nunca que mi abuelo fuera capitán. En casa se hablaba de él como de un hombre reservado, trabajador, que prefería el silencio a los relatos. Pero aquella carta, dormida bajo su ropa vieja, era un testimonio que se había negado a morir.

Eduardo Márquez había combatido en la guerra civil. No por gloria ni por odio, sino por la convicción de servir a un país que creía justo. Cuando el conflicto terminó, regresó al pueblo con una medalla oxidada y una mirada que ya no pertenecía al presente. Los vecinos lo saludaban con respeto y distancia, como si su uniforme invisible aún pesara sobre sus hombros. Mi abuela, Teresa, contaba que él despertaba cada madrugada empapado en sudor, murmurando nombres que ella nunca comprendió. “Fue sólo un sueño, Eduardo”, solía decirle, pero los sueños del capitán no conocían descanso.

En los documentos hallé pruebas de su persistencia. En 1939 había solicitado una pensión prometida a los oficiales desmovilizados. Los años pasaron sin respuesta. Cada mes redactaba una nueva carta al Ministerio, y cada mes el cartero regresaba con las manos vacías. Treinta y siete años después, aún esperaba. En los márgenes de su diario se repetía una frase como un rezo gastado: “El coronel no tiene quien le escriba, pero el capitán tampoco tiene a quién reclamarle.” Comprendí entonces que mi abuelo, sin saberlo, hablaba con García Márquez; ambos compartían la misma condena: la espera.

Abrí el sobre con manos temblorosas. Dentro había cuatro páginas escritas con caligrafía firme, de tinta negra y dignidad contenida. Decía: “No pido compasión ni privilegios. Sólo lo que se prometió a quienes entregamos la juventud al servicio de la patria. He esperado con paciencia, confiando en la palabra del Estado, pero la pobreza ha tocado mi puerta con la insistencia de la lluvia. No quiero morir siendo una carga para mi mujer. Si estas líneas llegan a usted, considérelas no una petición, sino un recordatorio: aún quedan hombres que creen que el honor no se vende ni se olvida.” No había firma, sólo una línea final: “Capitán Eduardo Márquez, en nombre del silencio.” El sobre estaba cerrado, pero nunca fue enviado. Tal vez comprendió, al final, que nadie la leería. O tal vez la escribió para sí mismo, para probar que todavía existía.

En el pueblo, los ancianos recordaban al “Capitán Márquez”, aunque sus versiones variaban. “Era un héroe”, decían unos. “Era un testarudo que no supo adaptarse”, respondían otros. Yo escuchaba sin corregirlos. El verdadero capitán no cabía en sus palabras. Era un hombre hecho de paciencia, de dignidad y de un cansancio que sólo la historia sabe explicar. En una libreta posterior, leí una nota que me estremeció: “Nos enseñaron a obedecer, no a olvidar. Pero el olvido es el único uniforme que no pesa.” Entendí entonces que toda su vida había sido una larga despedida, no de la guerra, sino de sí mismo.

Pasaron meses antes de que tuviera valor para releer la carta. Lo hice una tarde de invierno, cuando la luz caía oblicua sobre el escritorio y el viento silbaba entre las tejas como si alguien soplara los nombres de los que ya no están. Decidí cumplir el acto que él no pudo: enviarla. La llevé al correo, con el mismo sobre, el mismo sello de cera, la misma dirección escrita hace casi ochenta años. El empleado me miró con extrañeza. “¿Está seguro de querer enviarla, señor?” “Sí —respondí—. Es una deuda vieja.” Y la dejé partir.

Semanas después, recibí una respuesta. Era un sobre oficial, con el escudo del Ministerio. Dentro, una carta mecanografiada, breve, impersonal: “Estimado señor Márquez: Lamentamos informarle que no existe registro activo del Capitán Eduardo Márquez en nuestros archivos. Agradecemos su comunicación. Atentamente, Departamento de Memoria Histórica.” Nada más. Ninguna disculpa. Ninguna historia.

Esa noche, guardé la respuesta en el mismo baúl donde encontré la carta original. No sentí tristeza, sino una paz silenciosa, como si mi abuelo, en algún lugar, hubiera recibido por fin la noticia que esperaba: no de justicia, sino de recuerdo. El viento golpeó la ventana y juraría haber oído su voz: “Gracias, hijo.” Quizá fue el viento, quizá no.

Desde entonces, cada 3 de noviembre, dejo una carta sin destinatario en el buzón del pueblo. Nadie sabe quién la escribe. Algunos creen que es una costumbre antigua; otros, que es un acto inútil. Pero yo sé lo que es: la promesa de que mientras alguien recuerde su nombre, el capitán no morirá. Porque la historia no siempre la escriben los vencedores. A veces la guardan los nietos en un sobre cerrado. El verdadero heroísmo no consiste en ganar guerras, sino en conservar la dignidad cuando el mundo ya no escucha. Mi abuelo esperó toda su vida una respuesta; yo la recibí por él. Y en ese gesto, tal vez, el círculo se cerró. Porque, después de todo, el silencio también tiene memoria.

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