Pacto de amor esclavo con el Gerente General
(Capítulo 1)
Hola, soy Lucía Herrera, y jamás imaginé que un simple correo cambiaría el rumbo de mi vida.
Tenía veintiséis años, recién llegada a Madrid desde Zaragoza, con un sueño claro: trabajar en el mundo de las finanzas. Después de meses buscando empleo, logré entrar como analista junior en Grupo Ares, una de las empresas más poderosas del país.
Durante casi dos años trabajé sin descanso, siempre puntual, siempre discreta. Mi jefe directo, el señor Andrés Gutiérrez, era un hombre paciente, casi paternal. Él me enseñó todo lo que sabía sobre inversiones y estrategia corporativa. Pero todo cambió el día que anunció su jubilación.
—Lucía —me llamó por teléfono desde su despacho—, ¿puedes venir un momento?
—Claro, señor Gutiérrez —contesté, intentando sonar tranquila, aunque ya presentía algo.
Cuando entré, lo vi con esa sonrisa cansada que tienen los hombres que ya lo han dado todo. Me ofreció asiento y respiró hondo.
—Lucía, tú sabes cuánto confío en ti. Eres la empleada más responsable que he tenido… pero a partir del lunes, el nuevo director general tomará el mando.
—¿Nuevo director? —pregunté.
—Sí. Adrián Ares. El hijo del fundador.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Había oído rumores sobre él: joven, ambicioso, implacable. Algunos decían que era brillante; otros, que era un demonio con traje.
—Quiero que te quedes como su asistente directa —añadió Gutiérrez—. Necesita a alguien leal, y tú eres la única persona en esta oficina que no ha intentado manipularme.
Le sonreí por educación, pero por dentro solo pensaba en una cosa: el hijo del dueño será mi jefe.
—¿Y si no logro adaptarme, señor?
—Entonces me lo dices y yo mismo hablaré con el consejo para reubicarte. Pero prométeme que al menos lo intentarás.
Asentí, aunque en realidad no estaba convencida.
Esa noche no pude dormir. Me pasé horas buscando en internet información sobre Adrián Ares. Aparecía en fotos con políticos, empresarios, modelos. Siempre con esa mirada fría, ese gesto calculado. Un hombre acostumbrado a ganar… y a mandar.
A las seis de la mañana ya estaba de pie, más nerviosa que nunca. Me puse mi traje gris favorito, recogí el cabello en una coleta perfecta y llegué media hora antes de mi horario. Quería causar buena impresión.
Cuando el ascensor se abrió en el piso 41, el ambiente era distinto. Había silencio, como si todos contuvieran la respiración. En mi bandeja de entrada ya había un correo nuevo.
De: Adrián Ares
Asunto: Primeras instrucciones.
“Señorita Herrera, espero eficiencia y discreción absoluta. Adjunto una lista de tareas urgentes. No tolere errores ni demoras.
Informe completo de los movimientos financieros del último trimestre.
Agenda de reuniones con todos los socios internacionales.
Contacto directo con el abogado que representó a mi padre en los contratos de 2015.
Y algo más: encuentre la causa por la que el balance interno no coincide con los reportes externos.
Espero resultados hoy antes de las 19:00. —A.A.”
Me quedé mirando la pantalla. ¿Antes de las 19:00? ¡Era una locura!
Tomé aire y empecé a trabajar sin pausa.
Pasaron las horas entre llamadas, hojas de cálculo y correos frenéticos. A las seis y media logré cerrar el último informe y lo envié con un resumen adjunto. Un minuto después, la notificación de “mensaje recibido” apareció en mi pantalla.
Pensé que todo había terminado, pero no. Sonó mi teléfono interno.
—¿Señorita Herrera? —una voz profunda y serena habló al otro lado—. Suba a mi oficina, por favor.
Mi corazón dio un salto. Era él.
Me arreglé la chaqueta, respiré hondo y toqué la puerta del despacho principal.
—Pase.
Y allí estaba Adrián Ares, en persona. Más joven de lo que esperaba, tal vez unos treinta y dos años, traje oscuro, reloj de acero, mirada que podía congelarte. Se levantó lentamente, sin apartar los ojos de mí.
—Así que tú eres la asistente que me dejó mi padre —dijo, rodeando el escritorio hasta quedar frente a mí.
—Sí, señor. Lucía Herrera.
—He leído tus informes. Eficiente… aunque demasiado prudente.
—Intento ser precisa.
—A veces la precisión no basta. En este mundo hay que tener instinto.
Se acercó un poco más. Su perfume era caro, discreto… y peligrosamente masculino.
—Dime, Lucía, ¿tú eres leal? —preguntó en voz baja.
—Sí, señor.
—Perfecto. Porque lo que voy a pedirte no está en ningún manual.
Me miró directo a los ojos, con esa mezcla de desafío y promesa que solo tienen los hombres acostumbrados a mandar.
—Necesito que investigues algo… sobre una persona de esta empresa. Pero nadie puede saberlo. Ni siquiera Recursos Humanos.
—¿Quién? —pregunté, intentando mantener la calma.
—Mi padre.
El silencio se hizo tan pesado que hasta el reloj pareció detenerse.
—¿Su padre? —repetí.
—Sí. Quiero saber en qué gastó los últimos tres millones de euros que salieron de su cuenta personal. Tengo razones para pensar que no fue en inversiones.
Mi garganta se secó. Esa no era una tarea administrativa… era una trampa. O una prueba.
—¿Y si me niego? —pregunté, más por instinto que por rebeldía.
Él sonrió con una calma inquietante.
—Entonces dejarás de trabajar aquí.
No supe si era una amenaza o una invitación. Solo sabía una cosa: acababa de entrar en un juego peligroso.
Uno del que quizá ya no podría salir.
Esa noche, al llegar a mi apartamento, me miré al espejo y me pregunté si valía la pena.
Un ascenso, un salario mejor, una vida nueva… o la ruina.
Pero había algo en la voz de ese hombre, en su forma de mirarme, que me impedía decir “no”.
Y sin darme cuenta, abrí mi portátil y comencé a buscar lo que él quería.
Sabía que estaba cruzando una línea.
Y aun así, no pude detenerme.
Continuará…