Pacto de amor esclavo con el Gerente General – Capítulo 10: “El rostro del enemigo”

Pacto de amor esclavo con el Gerente General – Capítulo 10: “El rostro del enemigo”

El amanecer de Chicago parecía más gris que nunca. La ciudad se despertaba envuelta en una niebla densa, como si también ella presintiera la tormenta que se avecinaba. Daniel no había dormido. Su mente repetía una y otra vez el nombre que Lucía le había confesado: Rafael Santoro.

El hombre que controlaba el consejo, la empresa… y ahora, aparentemente, la vida de la mujer que amaba.

Apenas el reloj marcó las siete, Daniel se dirigió al edificio principal. Caminó con paso firme por el pasillo de los ejecutivos, bajo la mirada curiosa de los empleados que notaban en su rostro una tensión poco habitual. Al llegar a su oficina, encontró una carta sobre el escritorio, sin remitente.

“Sé lo que haces, y sé lo que sientes. No te metas donde no te llaman. —R.S.”

La firma le heló la sangre.
Santoro ya sabía que él lo sabía.

Daniel apretó el papel hasta hacerlo trizas.
—Perfecto —murmuró entre dientes—. Si quiere jugar, jugaremos.


Lucía entró una hora más tarde. Tenía el rostro pálido, los ojos hinchados de no dormir.
—Daniel, tenemos que hablar.
—No aquí —respondió él con un tono cortante—. En el archivo subterráneo. Nadie nos escuchará.

Bajaron juntos por el ascensor privado, sin cruzar palabra. El silencio era tan espeso que se podía cortar. Una vez abajo, Lucía lo enfrentó.
—Te lo advertí. Si sigues metiéndote en esto, Santoro no solo irá por ti… irá por mí.
—Ya lo hace —respondió Daniel, mostrando el papel arrugado—. Me dejó esto en el escritorio.

Lucía lo leyó con un temblor en los dedos.
—Entonces ya es tarde —susurró—. Ya te marcó.

—Lucía, escúchame —dijo él, acercándose—. No pienso quedarme mirando cómo ese tipo te manipula. Si Santoro tiene tanto poder, necesito entender de dónde viene. ¿Qué tiene contra ti? ¿Por qué tú?

Ella apartó la mirada.
—Porque soy la única que puede destruirlo.

Daniel frunció el ceño.
—¿Qué estás diciendo?

Lucía sacó de su bolso un pequeño sobre.
Dentro había una memoria USB, con una etiqueta escrita a mano: “Proyecto Hades”.

—Aquí está toda la información que Santoro oculta —susurró—. Desvíos de fondos, chantajes, contratos ilegales con políticos… todo. Pero si esto sale a la luz, mi hermano no saldrá vivo de prisión.

Daniel sostuvo la memoria como si pesara toneladas.
—Entonces no la publicaremos… aún. Pero la usaremos.

Lucía lo miró, confundida.
—¿Usarla cómo?

—Para hacer que Santoro se destruya a sí mismo.


Esa misma noche, Daniel pidió una reunión directa con Rafael Santoro. Nadie lo hacía sin una cita previa, pero Daniel ya había cruzado el punto de no retorno.

El despacho de Santoro estaba en el piso 60, al que pocos tenían acceso. Las paredes eran de mármol negro, las luces suaves, y en el centro, tras un escritorio de vidrio, el hombre más temido de la empresa sonreía como si hubiera estado esperándolo.

—Así que el famoso gerente general —dijo Santoro con voz serena—. Al fin decides presentarte ante tu verdadero jefe.

Daniel no se inmutó.
—Solo quiero hablar de negocios.

Santoro encendió un puro.
—Todos quieren hablar de negocios… hasta que entienden que los sentimientos son más caros.

—Si se refiere a Lucía —dijo Daniel, directo—, déjela fuera de esto.

El hombre soltó una carcajada baja, casi elegante.
—¿Dejarla fuera? No, muchacho. Ella está dentro desde el día en que firmó su vida por el bien de su hermano. Tú llegaste después, creyendo que podías salvarla. Qué ingenuo.

Daniel apretó los puños, pero se contuvo.
—Ella no merece lo que usted le hizo.

Santoro lo observó con una calma peligrosa.
—¿Y tú qué le has dado, Daniel? ¿Promesas? ¿Sueños? Yo le di propósito. Yo la convertí en alguien indispensable.

El silencio se rompió solo por el sonido del reloj.

—Si piensas enfrentarte a mí, piénsalo bien —continuó Santoro—. No solo tengo poder… tengo la ley, la prensa y los jueces en mi bolsillo. Una palabra mía, y tu carrera se acaba. Una llamada, y Lucía desaparece.

Daniel dio un paso adelante, mirándolo con una frialdad que sorprendió incluso al magnate.
—Entonces más vale que no cometa el error de subestimarme.

Santoro sonrió, satisfecho.
—Ah… me gusta tu fuego. Pero recuerda algo, gerente: el fuego también se apaga… cuando le falta oxígeno.

Daniel se dio la vuelta para marcharse.
Antes de salir, se detuvo.
—Tiene razón, Santoro. Pero algunos incendios… empiezan justo cuando uno cree que todo está bajo control.

Y se marchó, dejando tras de sí un silencio que el propio Rafael no supo cómo interpretar.


Esa noche, Daniel y Lucía se reunieron en secreto.
Él colocó la memoria sobre la mesa.
—Ya lo vi. Ya sé con quién estamos tratando.
—¿Y qué harás ahora? —preguntó ella, con voz temblorosa.
—Ahora, Lucía… lo haremos caer desde adentro.

Ella lo miró, sorprendida y asustada a la vez.
—¿Tienes un plan?
—Aún no. Pero tengo lo que él no tiene: algo que perder. Y eso me hace más peligroso que él.

Lucía lo abrazó, con el corazón latiendo desbocado.
—Te juro que si salimos vivos de esto, dejaré todo atrás.
—No —susurró Daniel—. No vas a huir. Vas a recuperar tu libertad.

En el exterior, un auto negro se detuvo frente al edificio.
Dos hombres con trajes oscuros bajaron y miraron hacia las luces del piso donde ellos estaban.

Uno de ellos habló por radio:
—Confirmado. Ambos están juntos. Instrucciones, señor Santoro.

Una voz respondió al otro lado:

“No los toquen aún. Quiero ver hasta dónde llegan antes de romperlos.”

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