Pacto de amor esclavo con el Gerente General
Capítulo 15: El amanecer de la verdad
El amanecer llegó con una luz enferma, como si la ciudad se negara a despertar del sueño sucio que Santoro había construido. Las calles olían a café, a titulares impresos, a rumores que flotaban como insectos sobre las oficinas.
El caso Hades era ya un fenómeno mediático. Lucía Vega, “la asistente traidora”, ocupaba las portadas con su foto más desfavorable. Daniel Rivas, “el exgerente caído”, era descrito como su cómplice sentimental.
Y Santoro, con su traje azul oscuro y su sonrisa de mármol, aparecía en televisión repitiendo su discurso de “tolerancia cero con la corrupción”.
Pero bajo esa calma podrida, algo se estaba moviendo.
A las nueve de la mañana, Santoro llegó al edificio central del grupo Ares. Los ascensores ya lo esperaban abiertos. Subió hasta el último piso sin sospechar nada.
En la sala del consejo, los directivos más antiguos lo aguardaban con expresiones neutras. A un lado, dos hombres de traje oscuro hablaban en voz baja.
Sobre la mesa, una carpeta marcada con el sello del Ministerio de Finanzas.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó Santoro, con voz cortante.
—Una auditoría —respondió uno de los consejeros, sin mirarlo a los ojos—. De emergencia.
Santoro sonrió con desprecio.
—¿Y quién la ordenó?
Una voz femenina, fría como el cristal, lo interrumpió desde la puerta:
—Yo.
Todos voltearon.
Lucía Vega estaba allí. Vestida con un traje negro, impecable, el cabello suelto cayendo sobre los hombros. Dos agentes de asuntos internos la escoltaban, pero no como prisionera. Como testigo principal.
El rostro de Santoro perdió el color.
—Tú… —susurró—. Pero… estabas detenida.
Lucía dio un paso al frente.
—Estuve, sí. Pero usted cometió un error, señor Santoro. Subestimó lo que una mujer puede hacer con 24 horas y una memoria digital encriptada.
Abrió una carpeta sobre la mesa.
Dentro, las pruebas: transferencias, grabaciones, correos alterados, declaraciones falsas… todo lo que el “Proyecto Hades” había escondido bajo el nombre de fundaciones ficticias.
Cada hoja era una bala.
Cada dato, un clavo en la tumba de Santoro.
Daniel entró detrás de ella, flanqueado por un fiscal y el inspector que había llevado el caso desde el principio. Su rostro mostraba la mezcla de furia y alivio que solo se siente cuando la justicia y la venganza se tocan por un instante.
—Fue una trampa —explicó Lucía—. Mi arresto fue fingido. Teníamos que dejar que usted creyera que había ganado para que bajara la guardia. Mientras yo estaba “detenida”, copié los archivos desde La Ermita, su viejo refugio benéfico. ¿Recuerda? La fundación donde usted blanqueó millones durante veinte años.
Un silencio espeso llenó la sala.
—Lucía… —murmuró Daniel, sin poder apartar los ojos de ella.
Ella no lo miró; su voz estaba dirigida al monstruo frente a ellos.
—Usted destruyó familias, empresas, sueños. Pero lo peor fue hacerme creer que yo solo era una pieza en su tablero. Me enseñó a obedecer, y ahora… aprenderá lo que es perder el control.
Santoro intentó moverse, pero uno de los agentes lo detuvo.
Los miembros del consejo, silenciosos, firmaron los documentos de destitución inmediata. El fiscal leyó la orden de arresto.
Por primera vez en su vida, Rafael Santoro pareció humano: envejecido, vacío, derrotado.
—Nada de esto cambiará el mundo, señorita Vega —gruñó con una última sonrisa torcida—. El poder siempre encuentra su forma.
Lucía se inclinó levemente hacia él.
—Tal vez. Pero el amor también.
Horas después, cuando todo había terminado, Daniel y Lucía se encontraron en la azotea del edificio.
El cielo de Madrid era de un gris transparente.
Ella respiró hondo, como si por primera vez en años el aire no pesara. Él la observó, con la mirada llena de un respeto nuevo.
—No puedo creer que fingieras todo eso… —dijo Daniel, medio sonriendo.
Lucía se encogió de hombros.
—Tú me enseñaste que en este mundo, la verdad sin estrategia es solo una debilidad.
—¿Y ahora qué? —preguntó él, acercándose.
Lucía lo miró, con una calma que mezclaba cansancio y ternura.
—Ahora dejamos que la prensa se devore sola. Que los nombres desaparezcan de las portadas. Que todo esto se pudra sin nosotros.
Él dio un paso más. La tomó del rostro, despacio.
—¿Y nosotros?
Lucía lo miró, con una chispa en los ojos.
—Nosotros… ya no somos pacto. Somos elección.
Daniel la besó. No fue un beso de victoria, sino de sobrevivientes. De quienes pasaron por el fuego y entendieron que el amor, en su forma más pura, no es una jaula sino una salida.
Meses después, los noticieros hablaron poco del caso Santoro. El grupo Ares se fragmentó, y un nuevo consejo asumió el control. Nadie supo del paradero de Lucía y Daniel. Algunos decían que se habían mudado al norte, otros que fundaron una pequeña empresa lejos del ruido.
Solo una carta anónima, enviada al fiscal, confirmó lo esencial: “El poder puede comprarse, pero la verdad no. Firmado: L.V.”
Y así, entre rumores y silencios, la historia del pacto se convirtió en leyenda.
Un rumor que aún se contaba en los pasillos del poder:
que el amor, cuando es esclavo, destruye…
pero cuando se libera, se vuelve la única forma de justicia.
FIN