Pacto de amor esclavo con el Gerente General (Capítulo 3: La línea que no debía cruzar)

Pacto de amor esclavo con el Gerente General

(Capítulo 3: La línea que no debía cruzar)

La noche del pacto quedó grabada en mi memoria como un fuego silencioso.
No hubo promesas ni caricias, solo una mirada que valía más que cualquier contrato.

Al día siguiente, cuando llegué a la oficina, todo parecía igual: los teléfonos sonaban, las impresoras zumbaban, los empleados iban y venían. Pero dentro de mí, algo había cambiado.

Ya no era solo la asistente de Adrián Ares.
Era su aliada.
Su sombra.
Su secreto.


A las nueve, su asistente personal —una mujer rubia llamada Verónica— me avisó que él me esperaba.
Golpeé la puerta.

—Pase, Lucía —dijo, sin levantar la vista de unos documentos.

El tono era el mismo de siempre, pero en el aire flotaba una tensión distinta.
Sobre el escritorio había una carpeta negra, cerrada con una cinta dorada.

—Esto contiene la información que no debe salir de este edificio bajo ninguna circunstancia —me explicó—. Solo tú tendrás acceso a ella.

—¿Qué contiene? —pregunté.

—Nombres. Cuentas. Movimientos. Personas que quieren verme caer. —Se inclinó hacia mí, bajando la voz—. Y una verdad que ni siquiera mi padre imaginó.

Lo miré sin entender del todo.

—¿Por qué confía tanto en mí? —le dije.

Adrián me sostuvo la mirada, y por un instante, vi algo en sus ojos que no era frialdad: era cansancio. O culpa.

—Porque tú no me debes nada —respondió, casi en un susurro.


Durante los días siguientes, el pacto comenzó a tomar forma.
Él me daba instrucciones cifradas, documentos que debía leer y luego destruir.
Nos comunicábamos con frases breves, códigos que solo nosotros entendíamos.

Pero lo más peligroso no era el secreto.
Era la cercanía.

A veces, cuando revisábamos informes en su despacho a altas horas de la noche, nuestras manos se rozaban.
Él fingía no notarlo. Yo también.
Pero ese roce encendía algo que ambos intentábamos apagar con trabajo.

Una noche, mientras repasábamos una lista de transferencias sospechosas, me incliné sobre el escritorio para señalar una cifra.
Su perfume me envolvió.
Él levantó la mirada.

—Estás temblando, Lucía —dijo.

—Es por el frío —mentí.

—No hay frío aquí.

Hubo un silencio tan denso que podía cortarse con un suspiro.
Entonces él se apartó lentamente, se levantó y caminó hacia la ventana.

—No podemos cruzar esa línea —dijo con voz grave.

—¿Qué línea? —pregunté, aunque ambos sabíamos la respuesta.

—La que separa lo profesional de lo personal.

Lo miré fijamente.
—Usted la cruzó cuando me hizo ese pacto.

Él giró, sorprendido.
Durante unos segundos, ninguno habló.
Luego caminó hacia mí y se detuvo tan cerca que pude sentir el calor de su cuerpo.

—Tienes razón —susurró.

Pero en lugar de tocarme, tomó el informe de mis manos y lo cerró con fuerza.

—A partir de mañana, trabajarás desde mi despacho —dijo, volviendo a su tono habitual—. Así podremos avanzar más rápido.

Su voz era controlada, pero sus ojos… no.


El día siguiente fue una mezcla de orden y caos.
Compartir el mismo espacio con Adrián era como vivir entre fuego y hielo.
A veces, podía pasar horas sin dirigir una palabra; otras, bastaba una mirada para que el aire se volviera insoportable.

A las seis de la tarde, cuando la oficina quedó vacía, él se acercó a mi escritorio.

—Lucía —dijo en tono más suave—, necesito que prepares el informe para la junta de mañana.
—Sí, señor Ares.

Pero cuando tomé el documento, su mano rozó la mía.
Esa vez ninguno de los dos se apartó.

—¿Qué me está haciendo? —pregunté, sin atreverme a mirarlo.

—Nada que no quieras —susurró.

Su voz me estremeció. Pero antes de que pudiera responder, el teléfono sonó.
Era Verónica.

—Señor Ares, la llamada del consejo está lista.

Él se apartó, respirando hondo, y contestó con su tono imperturbable.
Yo aproveché para ordenar mis cosas y salir antes de perder la razón.


Esa noche, mientras caminaba por las calles de Madrid, el viento frío me despejó las ideas.
Me repetí una y otra vez que debía mantener las distancias, que ese hombre era peligroso.
Pero cuanto más intentaba convencerme, más lo pensaba.

Y al llegar a casa, encontré un correo nuevo en mi bandeja de entrada.

De: Adrián Ares
Asunto: Tu lealtad.

“Lucía, mañana conocerás a alguien que intentará comprarte.
No lo escuches.
Recuerda que en este juego, quien miente una vez, muere dos veces.”

Me quedé helada.
¿Quién quería comprarme? ¿De qué juego hablaba?

Entonces comprendí algo:
El pacto que había sellado con él no era solo una cuestión de trabajo.
Era una guerra.
Y ya no sabía de qué lado estaba mi corazón.

Continuará…

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