Pacto de amor esclavo con el Gerente General (Capítulo 4: El hombre que sabía demasiado)

Pacto de amor esclavo con el Gerente General

(Capítulo 4: El hombre que sabía demasiado)

El mensaje de Adrián no me dejó dormir.
“Alguien intentará comprarte.”
Esa frase resonaba en mi cabeza como un eco imposible de silenciar.

Al amanecer, mientras tomaba el metro hacia la oficina, me miraba reflejada en la ventana: el mismo rostro de siempre, pero con otra mirada. Ya no era la Lucía ingenua que solo soñaba con un ascenso. Era alguien que debía aprender a mentir sin pestañear.


Cuando llegué al piso 41, el ambiente estaba extraño.
Demasiado silencio.
Demasiadas miradas contenidas.

Verónica —la asistente de Relaciones Públicas— se me acercó con una sonrisa forzada.
—Lucía, el señor César Dalmau, del consejo directivo, quiere verte. Está en la sala de juntas.

César Dalmau.
El nombre me sonaba. Era uno de los hombres más poderosos del grupo, socio fundador y amigo íntimo del padre de Adrián. Un hombre que sabía moverse entre la política y el dinero con la elegancia de un depredador.

Cuando entré, él ya estaba esperándome, de pie junto a la ventana, con una copa de café entre los dedos.
—Señorita Herrera —dijo con voz amable—, siéntese, por favor.

Me senté.

—He oído mucho sobre usted —continuó—. Dicen que es inteligente, eficiente… y, sobre todo, leal.

—Hago mi trabajo —contesté con cautela.

Él sonrió, esa clase de sonrisa que no llega a los ojos.
—Eso espero. Porque el trabajo puede ser una bendición o una trampa, dependiendo de para quién se haga.

—No entiendo a qué se refiere.

Dalmau se acercó, bajó la voz.
—Sé que el señor Ares la ha involucrado en asuntos que no le corresponden. Sé que ha tenido acceso a información que podría costarle el puesto… o algo peor.

Mi respiración se detuvo.
—No sé de qué habla.

—Oh, claro que lo sabe —replicó, dejando sobre la mesa un sobre cerrado—.
“Dentro hay una oferta. Si acepta, podrá marcharse de la empresa con una suma considerable, y nadie volverá a pronunciar su nombre.”

—¿Y si no acepto?

—Entonces le aseguro que cuando Adrián caiga —porque caerá, señorita—, usted caerá con él.


Salí de esa reunión con las manos heladas.
El sobre seguía en mi bolso, como una bomba sin activar.
No lo abrí. No podía.

Cuando regresé al despacho de Adrián, él estaba en su escritorio, revisando papeles, pero al verme levantó la vista de inmediato.

—¿Qué pasó? —preguntó.

Intenté parecer serena.
—Nada. Una reunión de rutina con el señor Dalmau.

Sus ojos se oscurecieron.
—No te atrevas a mentirme, Lucía.

Su tono fue tan directo que sentí un nudo en la garganta.
—Me ofreció dinero —admití al fin—. Para traicionarte.

El silencio cayó como una losa.

Adrián se levantó lentamente, rodeó el escritorio y se acercó a mí.
—¿Y lo aceptaste?

—No. —Lo miré a los ojos—. Pero quiero saber por qué me eligió a mí.

—Porque sabe que eres lo único que no puede comprarme.

Esa frase me dejó sin aliento.
No supe si era una confesión o una advertencia.


Esa tarde, trabajamos sin hablar.
El ambiente era una mezcla de desconfianza y deseo contenido.
De vez en cuando lo veía mirarme de reojo, como si buscara una señal de que aún estaba de su lado.

A las ocho, cuando todos se habían ido, él cerró su portátil y me dijo:
—Ven conmigo.

Subimos al último piso del edificio, a una terraza privada que dominaba toda la ciudad.
El viento era fuerte, y Madrid brillaba bajo nuestras luces como un océano de oro y asfalto.

—Mi padre fundó esta empresa aquí —dijo Adrián, mirando hacia el horizonte—. Dijo que mientras las luces de Madrid siguieran encendidas, Ares Holdings viviría.
—¿Y tú? ¿Qué quieres que viva, Adrián?

Él me miró. Esa vez no había arrogancia en su rostro, solo una tristeza silenciosa.

—Quiero que la verdad salga a la luz. Aunque me destruya.

Lo vi así, vulnerable, humano… y fue peor que si me hubiera tocado.
Porque comprendí que lo estaba defendiendo no por obligación, sino porque empezaba a importarme.


Esa noche, de vuelta en casa, abrí el sobre que me había dado Dalmau.
Dentro había un cheque con una cifra obscena… y una fotografía.

En la foto aparecía Adrián, abrazando a una mujer frente al mismo hotel donde había sido nuestro “pacto.”
La fecha era de hace dos años.
Y en la parte de atrás, una frase escrita a mano:

“Todos los hombres mienten, Lucía. Solo falta descubrir cuándo.”

Me quedé inmóvil.
¿Quién era esa mujer? ¿Qué ocultaba Adrián?

Por primera vez, el pacto que me unía a él empezó a temblar.

Continuará…

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