Pacto de amor esclavo con el Gerente General – Capítulo 9: “El precio del silencio”

Pacto de amor esclavo con el Gerente General

– Capítulo 9: “El precio del silencio”

La lluvia golpeaba las ventanas del edificio de la empresa como un tambor de advertencia. Daniel había pasado toda la noche en su oficina, revisando documentos, intentando entender por qué ciertos fondos de la compañía habían desaparecido de las cuentas principales. Cada vez que buscaba una respuesta, el nombre de Lucía aparecía entre los archivos, como un eco imposible de borrar.

A la mañana siguiente, cuando ella entró en la sala de juntas, su mirada se cruzó con la de él: cansancio, rabia y algo más… traición.

—Necesitamos hablar —dijo Daniel con un tono tan frío que los demás ejecutivos salieron discretamente de la sala.

Lucía cerró la puerta.
—Si es sobre el informe financiero, puedo explicarlo.
—¿Explicarlo? —repitió él con amargura—. ¿También puedes explicarme por qué hay una cuenta fantasma en nombre de “L.S. Consulting”?

Lucía se tensó. Por un instante, su máscara de seguridad se quebró.
—Daniel, no sabes lo que estás diciendo.
—Oh, lo sé perfectamente —respondió él, lanzando una carpeta sobre la mesa—. Sé que alguien dentro del consejo está moviendo dinero para cubrir contratos falsos. Y sé que tú firmas los documentos.

El silencio cayó como una sentencia.

Lucía respiró hondo, intentando mantener la calma.
—No todo es lo que parece.
—Entonces hazlo parecer diferente. Dime la verdad.

Ella lo miró, y por primera vez, en su voz hubo más dolor que defensa.
—No puedo. Si hablo, no sólo mi carrera se termina… alguien podría morir.

Daniel frunció el ceño.
—¿De quién estás hablando? ¿Del socio?

Lucía dio un paso atrás, negando lentamente. Pero el temblor en sus manos la delató.

—Daniel, te juro que lo que hago no es por ambición. Es por supervivencia. Ese hombre… no sólo controla la empresa. Controla vidas. La mía, la de mi hermano…

Él se quedó inmóvil.
—¿Tu hermano? ¿Qué tiene que ver en esto?

Lucía apartó la mirada, las lágrimas amenazando con traicionarla.
—Está en prisión por un delito que no cometió. El socio prometió sacarlo… a cambio de mi silencio.

La rabia de Daniel se transformó en incredulidad.
—¿Y tú aceptaste ese pacto? ¿Convertirte en su cómplice?

Ella asintió, con una voz apenas audible.
—No tuve elección. Cuando firmé, ya era demasiado tarde.

Daniel caminó hacia la ventana, pasándose una mano por el cabello.
—Por eso el mensaje, ¿verdad? El que recibiste aquella noche.

Lucía se sobresaltó.
—¿Cómo sabes eso?
—Porque lo vi —admitió él—. Fuiste tan rápida al esconderlo que supe que no era algo trivial.

Ella se dejó caer en la silla, derrotada.
—Me vigilan, Daniel. A mí… y a ti también.

Él la miró fijamente, sin apartar la vista.
—Entonces que me vigilen. Pero no pienso quedarme de brazos cruzados.

—No, Daniel. No te metas en esto —suplicó ella—. Si haces algo, lo destruirán todo.

Él se inclinó hacia ella, con una voz baja y peligrosa:
—No puedo mirar cómo el hombre que se dice tu protector te usa como una pieza de su juego. Si tengo que enfrentarme a él, lo haré.

Lucía lo tomó del brazo, desesperada.
—No entiendes… ese hombre no pierde. Nadie lo desafía y sobrevive.

—Entonces será hora de cambiar las reglas. —Daniel le sostuvo la mirada—. Si esto es una guerra, quiero saber con quién lucho.

Lucía tembló.
—Se llama Rafael Santoro. El verdadero dueño de la empresa… y el hombre con quien hice el pacto.

El nombre cayó como un golpe seco entre ellos. Daniel lo reconocía: Santoro no sólo era un empresario poderoso, sino también el tipo de hombre cuyas sombras llegaban más lejos que la ley.

Lucía se puso de pie, acercándose lentamente.
—Te lo ruego, Daniel… si de verdad me amas, finge que no sabes nada.

Él le tomó el rostro entre las manos.
—No puedo fingir. No después de todo esto.

Y por primera vez, Lucía no se apartó. Lo besó con una mezcla de miedo y desesperación, como si en ese beso intentara detener lo inevitable.

Pero en el pasillo, una cámara de seguridad parpadeó, grabando cada segundo.
Y lejos de allí, en un despacho oscuro, Rafael Santoro observaba la pantalla con una sonrisa helada.

—Así que el gerente general ha decidido enamorarse… —murmuró—. Muy bien. Entonces será más fácil destruirlos a los dos.

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