Tres amigos ganaron la lotería… y solo uno sobrevivió para cobrar el premio

Tres amigos ganaron la lotería… y solo uno sobrevivió para cobrar el premio

La madrugada en que el boleto ganador fue anunciado, el pueblo entero de San Martín de la Sierra parecía haberse despertado con un rumor eléctrico. En el bar de Don Julián, donde el café siempre sabía un poco a tabaco y las noticias corrían más rápido que el viento, alguien gritó que el número 47392 era el premiado con los cuarenta millones de euros del sorteo nacional.

Nadie lo sabía todavía, pero ese número dormía bajo una piedra en el jardín de una casa humilde, escrita con tinta azul en la parte trasera de un recibo de gasolina. Pertenecía, en realidad, a tres amigos inseparables: Raúl, Manuel y Diego.

Se conocían desde la infancia. Habían crecido en las mismas calles polvorientas, compartido el mismo balón desinflado, las mismas risas y los mismos sueños imposibles. De adultos, la vida los había llevado por caminos distintos, pero todos habían acabado donde empezaron: en San Martín, sobreviviendo más que viviendo.

Raúl trabajaba en una carpintería, un hombre honesto pero con la mirada cansada de quien ya no espera milagros. Manuel era conductor de camiones, acostumbrado a los silencios de la carretera y a las cervezas solitarias. Diego, en cambio, siempre había tenido algo de soñador; vendía lotería los fines de semana en la plaza del pueblo, convencido de que algún día el destino se volvería generoso.

Una tarde de diciembre, mientras bebían en el bar, Diego propuso comprar un boleto entre los tres.
—Si ganamos, lo dividimos en partes iguales —dijo, levantando su vaso.
Raúl se rió.
—¿Y cuándo ha sido amable la suerte con nosotros?
—Siempre hay una primera vez —respondió Diego, guiñando un ojo.

Nadie imaginó que esa noche firmarían, sin saberlo, un pacto con la muerte.


Dos días después del sorteo, cuando la noticia del número ganador ya llenaba los periódicos, Manuel recordó el boleto. Buscó frenéticamente entre los papeles de su camión, luego llamó a Diego.
—¿Dónde está el billete? —preguntó, con la voz temblorosa.
—Tranquilo. Está en mi casa, bajo la piedra del jardín. Lo escondí para que nadie lo robara —respondió él riendo—. Pero si quieres, mañana lo sacamos y lo llevamos a Madrid.
—Mañana no. Esta noche —dijo Manuel, con una urgencia que Diego no entendió.

A medianoche, los tres se reunieron en casa de Diego. El jardín olía a humedad y a tierra removida. Diego levantó la piedra y sacó el papel. El número brillaba bajo la linterna: 47392.

Raúl lo miró, incrédulo.
—No puede ser.
—Sí, puede ser —dijo Manuel, con una sonrisa que se fue torciendo—. Cuarenta millones, compañeros.

Por un instante, ninguno habló. El silencio era espeso, casi religioso. Luego, una sombra de codicia se deslizó entre ellos, invisible pero real.

Esa noche, algo cambió.


Al día siguiente, Diego no apareció en el bar. Raúl lo llamó varias veces, sin respuesta.
—Estará celebrando —bromeó Manuel, pero sus ojos evitaban los de Raúl.

Esa misma tarde, un vecino encontró el coche de Diego abandonado en un camino rural, con la puerta del conductor abierta y un zapato en el suelo. No había señales de pelea, solo el silencio del campo.

La Guardia Civil comenzó la búsqueda. Durante días rastrearon bosques, pozos, barrancos. Nada. Diego se había desvanecido como si el dinero se lo hubiera tragado.

Raúl, devastado, intentó creer que su amigo aún vivía. Pero Manuel parecía inquieto, nervioso, más flaco.
—Tenemos que cobrar el premio —le dijo una noche, entre susurros.
—No hasta que sepamos qué pasó con Diego.
—¿Y si no vuelve? ¿Vas a renunciar a tu parte? —respondió Manuel, clavándole la mirada.

Raúl no contestó. Algo en la voz de su amigo lo estremeció.


Semanas después, la policía encontró el cuerpo de Diego en un río, a veinte kilómetros del pueblo. Los periódicos hablaron de un accidente. Raúl no creyó ni una palabra. Había demasiadas inconsistencias, demasiados silencios. Pero no tenía pruebas.

El boleto seguía desaparecido.

Hasta que una noche, mientras arreglaba una mesa vieja en su taller, escuchó pasos detrás de él. Se giró. Era Manuel. Tenía la cara pálida, las manos temblorosas y una sonrisa rota.

—Ya lo cobré —dijo.
Raúl dejó caer el martillo.
—¿Qué has hecho?
—Lo que tenía que hacer. Era mío también, ¿no?
—¿Y Diego? —preguntó, con un hilo de voz.
Manuel no respondió. En su silencio, Raúl comprendió todo.

La pelea fue brutal. Madera rota, gritos, un golpe seco. Cuando el ruido cesó, Manuel yacía en el suelo, inmóvil. Raúl, con las manos manchadas de sangre, sintió que todo el dinero del mundo no valía nada.


Semanas después, el nombre de Raúl apareció en los titulares nacionales: “El único superviviente del trío ganador de San Martín cobra el premio.”

Pero nadie sabía la verdad.

Raúl no volvió al pueblo. Compró una casa junto al mar, donde pasaba los días mirando el horizonte. A veces, en las noches silenciosas, creía escuchar la voz de Diego riendo, como aquella tarde en el bar, cuando todo parecía posible.

El boleto, manchado de barro y sangre, seguía guardado en un cajón.

Y aunque Raúl tenía millones, nunca volvió a dormir tranquilo. Porque el dinero, pensaba, solo revela quiénes somos de verdad cuando creemos que nadie nos está mirando.

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