Un estudiante recibía notas insultantes todos los días, hasta que descubrió que el culpable era su mejor amigo, quien una vez lo defendió.

Un estudiante recibía notas insultantes todos los días, hasta que descubrió que el culpable era su mejor amigo, quien una vez lo defendió.

La mañana de aquel martes comenzó como cualquier otra en el instituto. ‎Instituto San Miguel, un edificio de muros altos y ventanas amplias que dejaban entrar el sol en los pasillos, se preparaba para un nuevo día de clases. ‎Miguel Álvarez, de dieciséis años, caminó por el corredor con la mochila al hombro, saludando de vez en cuando a los compañeros que encontraba: “Buenos días”, decía con voz ligera, aunque en su corazón había un peso que aún no sabía cómo afrontar.

Desde hacía exactamente una semana —siete días, siete hojas—, Miguel había comenzado a recibir algo que le helaba la sangre: una nota anónima que quedaba deslizada bajo la puerta de su taquilla cada mañana, con insultos y palabras crueles sobre su apariencia, su familia, su manera de comportarse, su timidez al hablar… Cada mañana abría la taquilla con esa mezcla de hastío y esperanza: “¿Hoy no habrá nada?”, se decía mentalmente, aunque después de tanto tiempo ya no había esperanza. Y, sin embargo, allí estaba, otra vez, la hoja arrugada, con letras escritas a mano, sin firma, con ese fuego de humillación.

Miguel se detuvo ante su casillero, respiró hondo, abrió la puerta: una hoja blanca le esperaba. Con gesto casi mecánico la recogió, la leyó: “Eres un cobarde sin bastón que nadie respeta. ¿Cuándo aprenderás a defenderte en serio?” Rezongó por lo bajo, la palabra “cobarde” golpeó su autoestima. Pensó en retorcerla, en arrancarla, pero al final la dejó ahí, junto con sus libros. Cerró la taquilla.

A lo largo del día, se le hizo difícil concentrarse. En clase de Literatura, su compañera Ana le pasó una nota tímida preguntando si estaba bien; él asintió sin mirar, con la sonrisa forzada que sólo el que sufre sabe poner. En gimnasia, el profesor lo eligió para un equipo al azar; Miguel corrió, saltó, cumplió, pero sintió el peso de todas esas miradas, pensando que quizá alguien lo estaba observando, riendo por dentro. Durante el recreo, evitó el grupo de “populares” y se sentó con su amigo de siempre, ‎Javier Morales, quien tenía fama de protector, de aquel que en el patio intervenía si alguien se burlaba de otro. Javier fue quien, meses atrás, había defendido a Miguel de un grupo que lo apremiaba por no tener el uniforme completamente pulido. Fue justo en ese momento cuando Miguel comprendió que tener un amigo así era un poco un salvavidas en aquel mar estudiantil.

Sin embargo, la semana de las notas había cambiado algo en la rutina de Miguel. Empezó a observar, a preguntarse. ¿Quién podría apuntar cada mañana a su taquilla? ¿Quién conocía su horario, quién conocía sus debilidades? ¿Quién podría pasar entre las mochilas, acercarse sin que nadie lo viera, depositar esa hoja? No podía creer que fuese un desconocido; sabía que alguien cercano lo observaba demasiado para saber cuándo la taquilla se liberaba. Y pensó: “¿Podría ser alguien de mi clase… alguien que me ataca por detrás?”

Aquella tarde, después de las clases, Miguel encontró el valor de contarle a Javier lo que estaba pasando. Se encontraron en el pasillo junto al gabinete de orientación, y Miguel le mostró una de las notas. Javier frunció el ceño. Dijo que lo acompañaría al orientador, que no estaba bien que eso siguiera así, que juntos lo resolverían.

Esa noche, Miguel apenas durmió. Su madre, reunida con él en la cocina, lo vio girando la hoja en la mano, recitando las palabras. Le preguntó si quería que fuese al director; Miguel negó con suave voz. “Prefiero averiguar quién es primero”, dijo. Su madre lo abrazó, le dijo que no estuviera solo en eso, que podía confiar en ella, que juntos verían una solución. Pero Miguel tenía un plan: dejaría de recoger la nota una mañana, vería quién se acercaba, o dejaría la hoja en la taquilla como trampa.

Al día siguiente, viernes, llegó al instituto antes de la primera campana. Sabía que iba a recibir esa hoja así que, sin que nadie lo notara, pegó un pequeño trozo de cinta adhesiva transparente bajo la puerta de su taquilla, como un leve mecanismo de vigilancia improvisado. No era una cámara, pero quería ver huellas; quería ver el momento en que la hoja se introducía. Esperó ansioso toda la jornada. Al recreo, revisó: no había hoja. Pensó que quizá el/la anónimo se había aburrido o había cambiado de objetivo. Pero al volver a la taquilla al final del día, hubo la hoja. Ella estaba ahí, más arrugada que nunca, y al volverla a recoger, Miguel notó una marca de adhesivo que no había puesto él. Inquieto, la miró al microscopio de su mente, preguntándose quién había tenido la libertad de acercarse —durante clases—, con forma de inocencia, sin levantar sospechas.

Esa misma tarde le contó a Javier su pequeño experimento. Javier lo escuchó atentamente, se sentó a su lado en el banco del pasillo y dijo: “¿Y si lo identificamos juntos? Puedo ayudarte”. Miguel vaciló. Tenía la duda: ¿Podía confiar al cien por cien en el amigo que siempre lo había defendido? Pero al mirar los ojos de Javier, se calmó un poco. Y aceptó: “Ok…”, murmuró.

Durante el fin de semana, Miguel no recibió la nota. Pensó que quizá el culpable se había rendido. Pero el lunes por la mañana, allí estaba otra vez. Y esta vez, al levantarla, vio algo que lo paralizó: una huella, una leve mancha de tinta azul junto al borde, como de un bolígrafo que no se había secado del todo. Esa mancha no le decía nada… hasta que recordó que a Javier, en la clase de Dibujo técnico, se le manchó el dedo con el bolígrafo azul el viernes pasado, justo antes del recreo. Miguel tragó saliva.

Ese mismo día, en el descanso, le pidió a Javier que le acompañara a ver al orientador. Javier lo siguió sin protestar. En la consulta, la orientadora les recibió a ambos. Miguel expuso la situación: “He recibido estas notas”, dijo, “y aunque me da vergüenza, creo que sé quién es”. Mostró la hoja con la mancha. La orientadora lo miró con grave expresión; Javier bajó la mirada. Cuando Miguel añadió que la mancha correspondía a un bolígrafo que él vio en Javier, Javier levantó la cabeza, el silencio fue abrazador.

Luego, con voz temblorosa, Javier habló: “Miguel… lo siento”. Se descubrió entonces algo que Miguel jamás se habría imaginado: Javier había sido el autor. Pero no lo había hecho por pura crueldad. Javier explicó que cada vez que defendía a Miguel había sentido una vergüenza que crecía dentro de él: que Miguel siempre dependa de él, que caiga en los mismos chistes, que no se levante, que no actúe por sí solo. Javier decía que lo admiraba, lo quería como amigo, pero que al mismo tiempo se sentía atrapado en el rol de “protector”, y que había explotado su propio resentimiento en esas notas. Cada mañana, mientras Miguel estaba fuera o en clase, Javier dejaba la nota, para que Miguel cambiara, para que se defendiera, para que dejara de ser “cobarde”, decía él. Pero lo que logró fue más bien un daño enorme.

Miguel lo miró, confuso, herido, traicionado. “¿Por qué no me lo dijiste?”, preguntó, la voz quebrada. “Porque no sabía cómo”, respondió Javier. “Porque pensaba que si lo hacía así, te motivaría a cambiar”. Miguel contuvo el llanto; sintió rabia, dolor, y mezclado con amor: porque había sido el amigo que tanto admiraba, quien lo había herido. “Pero me protegías”, dijo Miguel con voz suave. “Sí”, respondió Javier. “Y por eso hice esto. Pero ahora lo veo: estaba equivocado”.

La orientadora decidió mediar. Sentados los tres, hablaron largo rato. Miguel expresó lo que había sentido: humillación, soledad, miedo de salir, de abrir la taquilla, de que alguien lo conociera tan bien. Javier confesó su cansancio de siempre tener que intervenir, su miedo de que Miguel no creciera, su orgullo y su inseguridad. Trabajaron juntos un plan: Javier dejaría de actuar como jefe, Miguel ganaría confianza, y ambos conversarían cada vez que apareciera una nota —aunque lo ideal sería que no aparecieran más.

Con el paso de las semanas, la dinámica cambió. Miguel se sintió más fuerte, empezó a contestar en clase, a participar, a decir su opinión. Javier, por su parte, dejó de “salvarlo” todo el tiempo, empezó a ofrecérsele como amigo, no como escudo. Las notas desaparecieron por completo, y aunque no supieron si alguien más había sido el cómplice, el puente entre los dos quedó tendido con honestidad y dolor. Miguel y Javier se volvieron distintos amigos: vulnerables, sinceros, humanos.

Una tarde de primavera, ambos se sentaron en el patio al atardecer. El cielo era de un azul pálido. Miguel dijo: “Gracias por defenderme siempre… pero también gracias por equivocarte conmigo”. Javier lo miró sin palabras. “Porque gracias a tu error, entendí algo: que no necesito que tú me defiendas. Puedo defenderme yo mismo, y tú serás mi amigo”. Y allí, los dos rieron, se abrazaron y supieron que la amistad no era solo protección o lucha: era también vulnerabilidad, era verdad, era perdón.

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