Un último trayecto para ver los recuerdos: la noche en que una taxista llevó a una anciana a reencontrarse con su pasado antes del asilo

Un último trayecto para ver los recuerdos: la noche en que una taxista llevó a una anciana a reencontrarse con su pasado antes del asilo

En una ciudad donde las luces nunca duermen y los recuerdos se esconden en cada esquina, apareció la señora Rosa a las diez de la tarde, con una maleta pequeña, una bufanda ligera y un corazón lleno de nostalgia. Cuando subió al taxi de Antonio, un conductor de mediana edad al que la vida había enseñado con suavidad y firmeza, no sabía exactamente lo que esa noche le depararía, ni Antonio imaginaba cuántas historias dormirían en el asiento trasero.

Eran las diez y quince minutos. Antonio arrancó el viejo taxi amarillo, y la señora Rosa leyó en voz baja la dirección que le habían dado: “Calle Mayor, número 12”. Pero no era aquella la calle final, al menos no para ella. “¿Va a la residencia?”, preguntó Antonio, con esa mezcla de cortesía y curiosidad que distingue a quienes conducen y escuchan al mismo tiempo. “Eso es —respondió ella—. Pero antes quiero dar una vuelta. Quiero ver los lugares donde he vivido, donde he amado, donde he llorado… una última vez.”

Antonio frenó un poco la marcha y miró por el espejo retrovisor: los ojos de la señora Rosa reflejaban la ciudad como un mapa de sus emociones, y él decidió que sería más que un simple taxi: sería compañero de viaje, testigo silencioso de un recorrido por el tiempo.

La primera parada fue el barrio que la señora Rosa conocía desde niña: la calle adoquinada, las farolas antiguas y el café de la esquina cuyo azulejo verde aún conservaba el nombre: “Café La Esperanza”. Ella bajó del taxi, se apoyó en su bastón, y dio unos pasos lentos hasta el escaparate. “Aquí tomaba chocolate caliente en invierno con mi madre”, dijo. Antonio apagó el motor y esperó, compartiendo el silencio de aquel momento. Las luces de la ciudad parecían más cálidas en ese instante, como si aceptaran la presencia de la memoria.

Luego, retomaron el trayecto. Antonio condujo por avenidas amplias, calles secundarias, puentes y túneles, mientras la señora Rosa señalaba ventanas, fachadas, árboles que habían cambiado de forma, de color, de nombres. “Aquí viví con mi primer hijo —dijo—, justo encima de ese comercio de flores. Los rizos de los naranjos en el balcón nos daban sombra cuando el verano era duro.” El taxi se detuvo fuera del edificio. Ella bajó y, con voz suave, murmuró el nombre de aquel niño que ahora vivía lejos. Antonio permaneció en el coche, puerto seguro para los remolinos de emoción que ella liberaba.

Mientras el reloj avanzaba hacia la medianoche, la ciudad parecía envolverlos en una especie de abrazo compasivo. Caminar por calles despobladas, detenerse frente a una escuela ya cerrada, ver el teatro de la infancia, el banco donde había esperado a un amigo… cada estación del trayecto era una puerta a lo que había sido y ya no sería. La señora Rosa iba desgranando recuerdos: sus primeros empleos, los amores que se desvanecieron, las amistades que partieron, los bailes que ella y su esposo vivieron en noches de verano. Antonio, en cambio, conduciendo, escuchando, levantaba ocasionalmente la vista al espejo central, sacando fuerzas para ofrecer presencia sin prisa, sin juzgar.

Ya eran las dos de la madrugada cuando llegaron al parque donde ella había paseado con su esposo hace décadas. Las farolas altas iluminaban bancos vacíos y senderos cubiertos de hojas secas. La señora Rosa bajó y caminó despacio hacia el centro del parque, deteniéndose donde, según decía, se sentaron aquella noche bajo un roble para planificar el futuro. “Él me prometió que viviríamos en esta ciudad hasta que los árboles envejecieran con nosotros”, contó. “Y aquí estoy, con los árboles envejeciendo y yo también.” Antonio apagó el motor otra vez, se bajó y permaneció a cierta distancia, respetando el instante sagrado. Las luces del taxi formaban un círculo tenue alrededor de la escena, y el viento frío acariciaba los recuerdos.

La señora Rosa miró hacia el cielo con ternura y un poco de melancolía. “Quiero agradecerle a esta ciudad por mantenerme viva – explicó –. A cada piedra, a cada escalón, a cada ventana que me ha visto reír y también llorar.” Antonio sintió una emoción extraña que no esperaba: la gratitud profundamente humana. De pronto, reconoció que ese trayecto no era solo un servicio más: era una redención, un recogimiento, una última ofrenda a un pasado que solicitaba despedida.

El reloj marcaba las cuatro de la madrugada. La señora Rosa indicó la siguiente parada: un pequeño taller mecánico donde había trabajado muchos años. “Aquí aprendí que los motores también tienen alma – dijo – cuando yo trataba con aquel tornillo, cuando escuchaba el ruido del cambio y sonreía al ver que funcionaba.” Él apagó el motor, lo observó entrar y tardar unos minutos. Luego regresó al taxi con una sonrisa débil, y retomaron la marcha.

Mientras el día empezaba a insinuarse, con el cielo perdiendo el negro más profundo y cediendo a un gris azulado, la señora Rosa pidió detenerse frente al hospital donde nació su primer nieto, y al cine que cerró hace muchos años donde ella vio la película que la hizo soñar. Así, la ciudad se convirtió en un enorme álbum fotográfico, desplegado —calle por calle— a través del recorrido del taxi.

Finalmente, cuando las cinco de la mañana comenzaban a teñir el cielo, la señora Rosa señaló la residencia. Antonio estacionó y esperó a que ella saliera. Ella se giró y dijo: “Gracias por esta noche. No tengo palabras, pero tengo lágrimas y tengo calma.” Él la ayudó a bajar de la silla de ruedas que ahora usaba, la acompañó hasta la puerta de la residencia, y se despidió.

Mientras cerraba el maletero y encendía de nuevo el motor para marcharse, Antonio pensó en lo que había sido aquella noche: un viaje extraordinario en silencio, en nostalgia, y en homenaje a la vida vivida. Y comprendió que a veces, los trayectos más comunes —como el taxi en la madrugada— pueden convertirse en ceremonias sagradas para quienes cargan con el peso de los años y el brillo del recuerdo.

La señora Rosa entró en la residencia con la maleta pequeña, la bufanda ligera, y la serenidad que sólo dan los ciclos cumplidos. Miró una última vez hacia el taxi que se alejaba y sonrió. Antonio arrancó, con el corazón algo más grande. En el retrovisor no quedaba el reflejo de la señora Rosa, pero quedaba la certeza de que la ciudad, con todas sus calles y farolas, había guardado la historia de una mujer que la amó y ahora le decía adiós de una forma silenciosa, profunda y digna.

Porque en la ciudad, cada vivienda, cada comercio, cada árbol, es una historia. Y esa noche —a través de los ojos de la señora Rosa y el volante de Antonio— la ciudad cantó una canción de despedida, de gratitud y de memoria. Y al final, cuando el taxi desapareció en un giro, la ciudad siguió iluminada, más ligera, sabiendo que uno de sus hijos se había despedido con paz.

Y así concluye este trayecto nocturno: un homenaje al pasado, un testimonio de la vejez digna, una afirmación de que nunca es tarde para ver los lugares que marcaron nuestras vidas, para despedirnos de los rincones donde fuimos jóvenes, para rendir cuentas con el tiempo. Y sobre todo: para llevar el corazón en la vuelta final.

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