Yo, estudiante, comí sola voluntariamente durante todo el semestre para apoyar a mi amiga que estaba siendo boicoteada.

Yo, estudiante, comí sola voluntariamente durante todo el semestre para apoyar a mi amiga que estaba siendo boicoteada.

Mi nombre es Marina. Soy estudiante de segundo de bachillerato en un instituto de una ciudad mediana del interior de España. No pertenezco al grupo más popular, ni hago deporte de élite, ni soy la clásica “líder” del instituto. Pero tengo algo que creo que vale más que cualquier popularidad: la convicción de que la amistad y la dignidad importan más que cualquier cosa pasajera.

Todo empezó hace unos meses, a comienzos de curso. En mi clase había una chica nueva, se llamaba Ángela. Había cambiado de ciudad y llegó sin conocer a nadie. Al principio hablaba muy poco, se sentaba en la fila de atrás, llevaba libros antiguos y una mochila que parecía heredada. Algunos chicos comenzaron a susurrar, a hacer chistes entre ellos, viendo su perfil callado, diferente. En un primer momento, lo ignoré. Cada día la veía con la cabeza agachada, comiendo sola en el patio, sentada en un banco apartado. Me daba pena, pero también me daba miedo: ¿y si me metían en ese grupo de “los no populares”? ¿Y si me hacían a mí lo mismo?

Un día, en la hora del almuerzo, decidí quedarme en el aula mientras todos salían al patio. Me quedé sola, curioseando un cómic, comiendo mi bocadillo sin prisas. Observé cómo los compañeros pasaban cerca de Ángela, algunos la ignoraban deliberadamente, otros la miraban con curiosidad o con burla. Uno se sentó en la mesa junto a ella, la invitó a compartir, pero luego se levantó y se echó con sus amigos. Fue en ese momento cuando comprendí que la situación no era solo pasajera: había comenzado una suerte de “tolerancia silenciosa” hacia ella, nadie la agredía verbalmente de forma directa (o al menos no lo veía), pero nadie la incluía, nadie la defendía.

La semana siguiente, mientras caminaba hacia el aula después de la clase de filosofía, escuché dos voces detrás de mí. Era un chico de mi clase, Jorge, hablando con otro. «¿Por qué siempre esa nueva al fondo? Se cree que puede hablar con nosotros…», dijo uno; el otro respondió con risitas. Sentí un nudo en el estómago. No era solo que la ignoraran: se estaba convirtiendo en un ritual de exclusión, un silencio compartido que pesaba más que una grosería.

Al día siguiente decidí algo que para mí fue arriesgado, pero necesario: me uní voluntariamente al “club de los solitarios”. Me senté sola a la hora del almuerzo todos los días para apoyar a Ángela, mostrarle que había alguien que veía lo que estaba ocurriendo. No lo hice públicamente, no lo grité por los pasillos, no pegué carteles: simplemente actué. En la clase, cuando todos se levantaban para salir al patio, yo recogía mi mochila, salía del aula con calma, y en lugar de unirme al grupo, me acomodaba en una mesa apartada, abría mi bocadillo, sacaba un libro o simplemente miraba por la ventana. Dejé que la incomodidad, la sospecha de los otros, la curiosidad de los compañeros se instalara.

El primer día fue extraño. Miradas de sorpresa, susurros: “¿Por qué va sola?” “¿No quiere estar con nosotros?” “¿Será una rara?” Escuché algo de eso. Pero nadie me dijo nada directamente. Me limité a sonreírle a Ángela, un gesto pequeño, tímido. Ella levantó la mirada, sorprendida, casi desconfiada. Pero al verme allí cada día, con mi bandeja y mi libro, empezó a venir hacia mí al cabo de los diez minutos. Nos saludábamos. Un día me contó que antes, en su antiguo instituto, había tenido un grupo de amigas, que se habían mudado, que los de su nueva clase la habían mirado raro por llevar gafas grandes, por sus libros, por su timidez. Y que esos días en los que comía sola le parecían infinitos.

Llegaron los comentarios: “Ay, ¿quién la invita?” “¿Por qué se sienta con esa chica?” Algunos lo decían sin maldad, otros con tono de burla. Pero yo ya había decidido que daba igual. No estaba allí para ganar popularidad, ni para impresionar. Estaba allí porque creía que la dignidad humana vale más que una risa fácil. Y lo curioso fue que, poco a poco, otros comenzaron a quedarse. No muchos al principio, pero uno o dos chicos se conectaban conmigo: sin hacer ruido, sin decir “lo hago por ella”, simplemente seguían. Uno de ellos era Alberto, que en principio se sentaba en la mesa de los deportistas. Un día lo vi acercarse. Me preguntó si podía sentarse conmigo. Respondí: «Claro». Y así se fue creando una nueva mesa, de personas que no buscaban la popularidad, que no tenían que demostrar nada, que querían simplemente comer en paz y conversar.

Mientras todo ello ocurría, la dinámica en el aula cambió. Los silencios de exclusión empezaron a ser no tan silencios: se filtraron conversaciones más amables, miradas menos esquivas. En la asignatura de inglés, la profesora hizo un trabajo de equipo y asignó grupos al azar. Adivinad qué pasó: Ángela estaba en mi grupo. En la primera reunión, ella se sentía nerviosa. Le dije: “Tranquila, cuento contigo, ven cuando quieras”. Y ella vino. Hicimos el trabajo juntos, conversamos, le pedí su opinión sobre la historia que estábamos investigando. Vi cómo su rostro se transformaba: de la timidez a la participación, de la retirada a la voz. Ese cambio minúsculo fue hermoso.

Una tarde, caminando hacia el autobús, Ángela me detuvo. «Gracias», dijo. «Por qué?» pregunté. «Porque vi que te sentabas sola. Porque me hizo ver que no lo estaba tanto». En aquel momento sentí que todo había valido la pena: no era ya solo mi gesto, era algo mayor. Una semilla.

No todo fue fácil. Hubo días en los que me sentí cansada, juzgada. En los que algunos chicos comentaban detrás de mí: “Se hace la buena”. Hubo días en que me preguntaba si todo aquello merecía la pena. Pero recordaba la mirada de Ángela, el silencio de su almuerzo, y su alivio al verme allí. Y entonces todo se transformaba en energía, en convicción.

De cara al final del curso, propusimos al tutor hacer una actividad: “¿Por qué no comemos todos juntos? ¿Por qué no incluimos a quien está solo?” Y aceptó. El último día de clase nos sentamos todos en un círculo grande, con sillas, bocadillos, vasos, y hablamos. Hablamos sobre la soledad que algunos sienten en un lugar hecho para socializar, hablamos sobre la fuerza que tiene un gesto pequeño, hablamos sobre la amistad que no exige condiciones. Ahí, en ese ambiente, vi a Ángela conversando, sonriendo, participando. Y lo más importante: vi cómo otros chicos que antes eran “populares” se acercaban y decían: «Oye, nos hemos equivocado». No con un anuncio teatral, sino con un “perdón” sincero.

Mi mesa de los “solitarios voluntarios” se convirtió en un rincón de refugio, de conversación auténtica, de acogida. Yo no me hice “popular”, eso sigue sin ocurrir. Pero lo que gané fue algo mucho más grande: la certeza de que cada persona merece un lugar, de que el silencio a veces pesa más que el insulto, y de que lo que parece insignificante —una bandeja vacía, un libro en la mano, una silla libre— puede significar todo para alguien que se siente excluido.

Hoy, cuando miro atrás, me doy cuenta de que esa acción, de comer solo voluntariamente, me enseñó más de lo que yo jamás hubiera imaginado. Aprendí sobre la vulnerabilidad humana, sobre la fuerza de un gesto escondido, sobre la importancia de la constancia. Aprendí que no se trata de ser muchos, ni de hacer espectáculo, se trata de estar. Estar cuando otros deciden no estar. Estar porque sí.

Y lo más bonito de todo: vi cómo un grupo nuevo nació —no el más visible, no el más alardeado— pero el más sincero. Un grupo donde la diferencia no es motivo de burla, sino de interés; donde la timidez no es impedimento sino espacio para que florezca la voz; donde la soledad se convierte en oportunidad de encuentro.

¿Y qué pasa ahora? Pues que cada vez que entro en el comedor y veo a alguien solo, me siento, le sonrío, le digo: “¿Quieres que te acompañe?” Y muchas veces la respuesta es «sí». Porque a veces una mirada y una silla libre son más poderosas que mil palabras.

Este curso terminó, pero la mesa de la inclusión sigue. Y yo seguiré ahí, comiendo con quien lo necesite, recordando que nadie merece quedarse fuera solo por ser diferente.

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