El secreto del sótano: Lo que Ricardo encontró al volver a casa lo cambió todo

La puerta se deslizó hacia dentro con el mismo susurro electrónico de siempre, pero aquella noche el sonido pareció más largo, como si la casa respirara demasiado despacio. El negro del sedán reflejaba los hilos de luz del jardín, azules y fríos, y Ricardo dejó la mano en el volante un segundo más, solo para sentir el cuero familiar bajo la palma.
El reloj en su muñeca, que siempre ajustaba al aterrizar marcaba una hora que ya no valía. Pequeños retrasos acumulados, horas en el aeropuerto, 15 días fuera, promesas pospuestas. Aparcó bajo la pérgola y se quedó allí con el motor recién apagado, escuchando cómo se enfriaba y el discreto click del sistema de seguridad.
El aire olía a hierba cortada, a cloro lejano de la piscina y a una nada que no encajaba con Alfab, un ligero amargor de humedad casi oculto. Ricardo cogió la maleta del asiento trasero y subió los dos escalones de mármol del porche, el cuero brillante de los zapatos, produciendo un sonido limpio que en ese momento sonó demasiado alto.

 


La cerradura respondió al giro de la llave con un clic seco y el aire acondicionado lo recibió con su impecable neutralidad. 22 gr. Siempre, como a Verónica le gustaba repetir, la sala principal descansaba en un arreglo estudiado. Cojines alineados, libros de arte abiertos en las páginas correctas.
Un rose amortiguado, un suspiro tragado por las paredes, el eco de algo vivo que intentaba no hacer ruido. Ricardo permaneció inmóvil unos segundos, solo respirando, y al exhalar sintió una ligera acidez en la garganta, como cuando se entra en un lugar cerrado durante demasiado tiempo. La piel de sus brazos se erizó por reflejo, no por el frío, sino por un reconocimiento antiguo e instintivo.
Un arañazo sordo, casi engullido por las paredes, como uñas tratando de encontrar una salida. Cada segundo su corazón latía más fuerte que el propio ruido. Abrió el grifo solo para probar. El agua caía con fuerza, pero el sonido persistía más profundo, como si viniera de debajo de todo. Con pasos contenidos, atravesó la cocina hasta la puerta que daba al sótano.
Era una puerta antigua de madera oscura, poco usada. Un detalle lo detuvo. Un candado nuevo, metálico, frío, atravesando el anillo exterior. No recordaba haberlo visto antes. Se le revolvió el estómago, se agachó, pasó el dedo por el óxido reciente de la madera y tuvo la sensación de que el candado no protegía nada contra alguien de fuera, sino que protegía algo de dentro contra alguien de dentro.
Le temblaban las manos cuando abrió el cajón de las herramientas y sacó un destornillador. Cada giro, cada presión contra el metal iba acompañado del sonido de su propia sangre en las cienes. El candado resistió, luego se dio con un chasquido seco que resonó más de lo que debería. Ricardo se detuvo, respiró hondo y empujó la puerta.
El aire era denso, podrido, cargado de humedad y un olor ácido que le quemaba las fosas nasales. Se tapó la nariz instintivamente, dio dos pasos y tanteó la pared hasta encontrar el interruptor. La lámpara parpadeó, vaciló y finalmente se encendió, revelando un espacio que no se correspondía con la impecable mansión de arriba. hormigón en bruto, manchas oscuras en las paredes, un colchón fino tirado en el suelo, cubierto de sábanas húmedas y malolientes, y en la esquina una pequeña forma encogida.
Por un instante, su cerebro se negó a aceptarlo. Sus ojos se enfocaron, se ajustaron a la tenue luz y la figura se convirtió en un cuerpo. Miguel, el pijama de cohetes pegado a su piel delgada, los labios agrietados. Los ojos hundidos que brillaban con una mezcla de miedo e incredulidad.
El niño no se movió, solo levantó lentamente la mirada como si temiera que fuera un espejismo.
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