La amante me abofeteó en mi propia sala… 1 hora después, ella estaba en la calle

La amante me abofeteó en mi propia sala… 1 hora después, ella estaba en la calle

La lluvia golpeaba con furia los ventanales de nuestra mansión en La Moraleja, como si quisiera limpiar toda la suciedad del mundo. Yo estaba sentada en el sillón de terciopelo azul, con un libro en el regazo que no había leído en una hora. Mis ojos estaban fijos en la entrada de grava, esperando los faros del Aston Martin de Alejandro, mi esposo.

Hoy se suponía que celebraríamos el cierre del trato más grande de su carrera: la fusión de Grupo Solar, la empresa que construimos juntos desde cero, con un conglomerado internacional. Íbamos a abrir la botella de vino de 1982 que guardábamos para una ocasión especial. Pero cuando los faros finalmente cortaron la oscuridad, no vi solo la silueta de Alejandro. Había otra figura en el asiento del copiloto, una mujer joven, riendo, echando la cabeza hacia atrás.

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Mi corazón no se aceleró. Extrañamente, se detuvo. Una calma helada se apoderó de mí, la misma que precede a la muerte por congelación. La puerta principal se abrió con estruendo. Escuché las risas antes de verlos.

—Bienvenida a tu nuevo castillo, princesa —gritó Alejandro con esa voz de barítono que antes me hacía sentir segura y ahora solo me provocaba náuseas.

Entraron él y la chica, que no podía tener más de 23 años. Vestía un vestido rojo corto, demasiado ajustado, y tacones que resonaban como martillos en el mármol del vestíbulo. Me levanté despacio y dejé el libro sobre la mesa. Alejandro me vio. Su sonrisa no vaciló. No había culpa, no había vergüenza, solo una arrogancia brutal, la de un hombre que cree que puede comprar el mundo y a todos los que viven en él.

—Isabela —dijo, como quien saluda al servicio—. Qué bueno que estás despierta. Quiero presentarte a Camila.

Camila me miró de arriba abajo, masticando chicle. Hizo una mueca de disgusto al ver mi ropa cómoda.

—¿Esta es la esposa? —preguntó con voz chillona—. Me dijiste que era vieja, Ale, pero no me dijiste que parecía una bibliotecaria aburrida.

Alejandro soltó una carcajada y la rodeó por la cintura.

—No seas mala, Cami. Isabela ha sido útil. Pero los tiempos cambian, las empresas evolucionan y los hombres también.

Caminaron hacia el salón, pasando por mi lado como si fuera un mueble más. Alejandro se sentó en mi sofá favorito y subió los pies a la mesa de centro.

—Isabela, trae unas copas —ordenó—. Cami quiere champán, y saca el caro, el del 82. Hoy celebramos.

Me quedé inmóvil.

—¿Celebramos? —pregunté, con la voz baja y controlada.

—Sí, celebramos el futuro —Alejandro besó a Camila en el cuello, haciéndola reír—. Y celebramos que por fin voy a dejar de fingir. Isabela, siéntate. Tenemos que hablar de logística.

Camila me miró con triunfo.

—Sí, siéntate, señora. Ale tiene noticias para ti.

En ese momento supe que mi vida, tal como la conocía, había terminado. Pero lo que Alejandro no sabía, lo que su arrogancia le impedía ver, era que él no estaba escribiendo el final de esta historia. Yo lo estaba haciendo.

Fui a la cocina, no para buscar copas, sino para respirar. Me apoyé en la isla de granito que elegimos juntos hace diez años. Mis manos temblaban, pero no de miedo. Temblaban de una furia tan pura que quemaba. Recordé los inicios, cuando Alejandro lloraba en mis brazos porque el banco nos negaba los créditos, cuando vendí las joyas de mi abuela para pagar la nómina de los primeros empleados, las noches en vela haciendo la contabilidad mientras él vendía la visión. Yo era el cerebro, él la cara. Y ahora creía que el éxito era solo suyo.

Volví al salón con dos copas y una botella barata de vino de mesa. Ellos no notarían la diferencia; su paladar estaba entumecido por el ego. Serví el vino. Alejandro ni siquiera me dio las gracias.

—Bien, al grano —dijo, tomando un trago—. Isabela, quiero el divorcio.

Lo dijo como quien pide la cuenta en un restaurante.

—Camila y yo estamos enamorados. Ella me entiende. Ella tiene la energía que necesito para esta nueva etapa de billonario. Tú te has quedado estancada, Isa. Eres aburrida, siempre preocupada por los números, por la ética, por los empleados. Necesito a alguien que brille a mi lado.

—Y yo brillo mucho —intervino Camila, mostrando un anillo de diamantes en su dedo. Era el diseño que yo había dibujado para nuestro décimo aniversario. Alejandro dijo que era demasiado caro para hacer en ese momento.

—Bonito anillo —dije.

—Gracias, Ale me lo dio ayer.

Alejandro se puso serio.

—Mañana vendrán mis abogados. Te ofrecerán una pensión mensual suficiente para que vivas en un apartamento modesto y no tengas que trabajar. A cambio, firmarás la renuncia a cualquier reclamo sobre Grupo Solar y desalojarás esta casa en 48 horas. Camila quiere redecorar.

—Odio este color azul —dijo Camila mirando las paredes—. Quiero todo en blanco y dorado. Muy Versace.

Miré a Alejandro a los ojos, esos ojos que una vez amé.

—¿48 horas? —pregunté.

—No lo hagas difícil —resopló él—. No tienes opción. Todo está a mi nombre, Isabela. La casa, los coches, las cuentas. Tú confiaste en mí, ¿recuerdas? Lo tuyo es mío, decías. Pues ahora es mío legalmente. Eres una mujer de 50 años sin carrera propia. Acepta el trato. No seas patética.

—Patética es una palabra fuerte —dije, levantándome.

—Siéntate —gritó él—. No he terminado.

Camila se acercó, sintiéndose valiente.

—Oye, abuela —me dijo—. Ale te dijo que te sentaras. Deberías mostrar respeto al hombre que te mantuvo todos estos años. Eres una carga. Siempre lo fuiste. Él me dijo que solo te aguantaba por lástima.

Sentí el impulso de agarrarla por el pelo y arrastrarla fuera de mi casa, pero me contuve. La violencia es el recurso de los que no tienen argumentos y yo tenía algo mejor: memoria y archivos.

—¿Lástima? —repetí, sonriendo levemente.

Camila, frustrada, me dio una bofetada. El sonido resonó en el salón silencioso. Mi mejilla ardió. Alejandro se rió.

—Vaya, esa es mi chica. Tiene fuego. Aprende, Isabela. Eso es pasión.

Me toqué la mejilla. Miré a Camila. Ella sonreía, esperando que yo llorara, que me derrumbara.

—Gracias —le dije—. Necesitaba eso. Necesitaba confirmar que no queda nada aquí que valga la pena salvar.

Di media vuelta y caminé hacia las escaleras.

—¿A dónde vas? —gritó Alejandro.

—Voy a hacer mis maletas —respondí sin mirar atrás—. Dijiste 48 horas. Yo digo que me voy en una.

Subí a la habitación. Saqué una maleta pequeña, no empaqué ropa ni joyas. Fui a la caja fuerte oculta detrás del cuadro de mi madre. Alejandro pensaba que tenía la única llave, pero olvidaba quién instaló el sistema. Abrí la caja: allí estaban los pasaportes, los discos duros con la contabilidad real y el documento más importante, el acuerdo de fundación original.

Hace 15 años, el capital inicial vino de la herencia de mi padre. Para proteger la inversión, el abogado de la familia redactó una cláusula específica que Alejandro firmó apresuradamente. Guardé los documentos en mi bolso, me cambié los zapatos por unos cómodos, me lavé la cara borrando la marca de la bofetada y bajé las escaleras.

Ellos seguían en el salón. Camila bailaba descalza sobre la alfombra persa, derramando vino. Alejandro hablaba por teléfono, presumiendo de su nueva vida. Al verme bajar con la maleta, Alejandro colgó.

—Al fin. Veo que eres razonable. Llama a un taxi. No quiero que uses mis coches.

Caminé hasta el centro del salón y apagué la música.

—Se acabó la fiesta —dije, con voz firme—. Alejandro, me voy, pero antes hay algo que debes saber.

—¿Qué? ¿Me vas a extrañar? ¿Me amas? Ahórratelo.

—No quiero hablarte de la cláusula 4b del acta constitutiva de Grupo Solar.

Alejandro frunció el ceño.

—¿De qué hablas? Eso es papel viejo.

—Ese papel dice que, dado que el 100% del capital inicial fue aportado por Isabela Montemayor, la propiedad de la empresa se divide en acciones con voto y sin voto. Tú tienes el 49%, yo el 51%. Y lo más importante, la titularidad de los activos intelectuales y las patentes está a mi nombre personal.

Alejandro se puso pálido. Camila dejó de bailar.

—¿Qué estás diciendo? —susurró él.

—Tú eres el CEO porque yo te nombré. Eres un empleado, Alejandro, con acciones minoritarias. Y la casa está a nombre de Inversiones Montemayor, mi empresa personal. Nunca la pasamos a tu nombre porque tenías deudas de juego hace 10 años, ¿recuerdas?

Alejandro se levantó tambaleándose.

—Mientes, eres una víbora. Yo construí esto.

—Tú vendiste esto. Yo lo construí. Y sobre la fusión que celebrabas hoy… los inversores internacionales no firmaron contigo, Alejandro, firmaron con Grupo Solar. Y la cláusula de buen gobierno corporativo estipula que si el CEO se ve envuelto en escándalos o intenta defraudar a los socios fundadores, la fusión se cancela y se exige la devolución inmediata del depósito de garantía.

Miré el reloj.

—Hace 10 minutos envié un correo a la junta directiva y a los inversores internacionales. Les informé de nuestro divorcio, de tu intento de despojarme de mis activos y adjunté las fotos de tus gastos corporativos en regalos para Camila. Gastos que constituyen malversación de fondos.

—¡No! —gritó Alejandro, lanzándose hacia mí, pero se detuvo, horrorizado por la realidad.

—Me has arruinado —susurró.

—Tú te arruinaste solo el día que pensaste que yo era prescindible, el día que trajiste a tu amante a mi casa y dejaste que me golpeara.

Me giré hacia Camila, que ahora parecía una niña asustada.

—Camila, querida —le dije suavemente—. Espero que realmente lo ames, porque a partir de mañana Alejandro no tendrá un centavo. Tendrá millones en deudas por incumplimiento de contrato y malversación. Esa casa que querías decorar será embargada la próxima semana. Ese coche está a nombre de la empresa y acabo de cancelarlo.

Camila miró a Alejandro con horror.

—¿Es verdad? —le gritó—. Me dijiste que eras billonario.

—¡Cállate! —le gritó él—. Es una trampa de esta bruja.

—Es la ley, Alejandro —dije caminando hacia la puerta—. Y la ley no perdona la estupidez.

Abrí la puerta principal. La lluvia había parado, pero el aire estaba frío.

—Isabela, espera —suplicó Alejandro, corriendo hacia mí. Cayó de rodillas en el umbral, agarrando el borde de mi pantalón.

—Por favor, no hagas esto. Podemos arreglarlo. Camila no significa nada. Fue un error. Te amo a ti. Eres mi socia, mi vida.

Lo miré desde arriba. Vi al hombre patético en el que se había convertido.

—No, Alejandro, yo era tu esposa. Ahora soy tu acreedora y voy a cobrar cada centavo.

Me solté de su agarre.

—Ah, y una cosa más. Esa bofetada —miré a Camila, que lloraba en el sofá— la añadiré a la demanda por agresión y daño emocional. Costará caro.

Salí de la casa. Mi taxi estaba esperando. Subí al coche. Mientras nos alejábamos, vi por el retrovisor a Alejandro sentado en los escalones con la cabeza entre las manos, mientras Camila salía corriendo bajo la lluvia, intentando llamar a un Uber y gritándole insultos.

No sentí tristeza. Sentí una ligereza que no había sentido en años. El peso del hombre exitoso que yo cargaba sobre mis hombros había desaparecido.

En los meses siguientes, el imperio de Alejandro se desmoronó como un castillo de naipes. La fusión se canceló. La junta lo destituyó por malversación. Tuvo que vender sus relojes, sus trajes y hasta el Aston Martin para pagar abogados. Camila lo dejó esa misma noche. Testificó en su contra en el juicio de divorcio a cambio de inmunidad, alegando que la había engañado sobre su estado financiero. Ahora busca a otra víctima en los clubes de moda.

Yo retomé el control de Grupo Solar, lo reestructuré, lo limpié de la corrupción de Alejandro y lo llevé a nuevos niveles. Vendí la casa de La Moraleja y me compré una villa en la costa donde leo mis libros escuchando el mar. Alejandro trabaja ahora como consultor junior en una firma pequeña. Vive en un estudio alquilado. A veces me envía correos pidiendo perdón, pidiendo una segunda oportunidad. Nunca los respondo. Su castigo no es la pobreza. Su castigo es saber que lo tuvo todo, absolutamente todo, y lo perdió por creer que la mujer que construyó su trono no tenía el poder para derribarlo.

Mi despedida esa noche no fue un simple adiós, fue una sentencia. Y la bofetada de Camila fue la firma en su condena.

Gracias por escuchar mi historia. Si sentiste la satisfacción de ver caer a Alejandro y crees que la lealtad debe ser respetada, escribe “La dueña soy yo” en los comentarios. No permitas que nadie te haga sentir menos en tu propio castillo. Nos vemos en la próxima historia de Justicia Divina.

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