“Un Refugio, Un Riesgo: La Propuesta Indecente de la Apache Gigante”

“Un Refugio, Un Riesgo: La Propuesta Indecente de la Apache Gigante”

El viento del desierto de Sonora soplaba caliente y seco aquella tarde de 1887, levantando remolinos de polvo rojo entre los corrales medio derruidos del rancho La Perdición. El lugar llevaba años abandonado desde que los rurales lo incendiaron tras la muerte del patrón; solo quedaban las vigas negras y los corrales de fierro torcido, pero aún servía de refugio a los que no tenían a dónde ir.

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Fue allí donde Anselmo “el mudo” Salazar, un vaquero solitario de treinta y tantos, encontró a la mujer más grande que había visto en su vida. Ella estaba sentada en el suelo, la espalda apoyada contra un poste quebrado, las piernas estiradas como troncos de mezquite. Medía fácil dos metros con uno, quizá más. Sus brazos cruzados sobre el pecho eran más gruesos que los muslos de Anselmo. Llevaba un vestido de manta cruda sin mangas, que alguna vez debió ser blanco, ahora manchado de tierra y de largo viaje. El cabello negro, largo y trenzado en una sola cuerda gruesa, le caía por delante del hombro como la cola de un caballo.

Anselmo detuvo su caballo a unos pasos. El animal resopló nervioso. Nunca había visto a una mujer así, ni hombre. Parecía tallada de la misma piedra que las sierras de la frontera. Ella alzó la vista. Los ojos eran oscuros, duros, pero no crueles. Había algo cansado en ellos, como si llevara cien años caminando.

—¿Qué miras, querito? —dijo con voz profunda que resonaba en el aire—. ¿Nunca viste a pache antes?

Anselmo se quitó el sombrero lentamente. Tenía el rostro curtido, una cicatriz que le cruzaba la ceja izquierda y una barba de varios días.

—No, así no —respondió con honestidad—. Ni de lejos.

Ella soltó una risa corta, sin alegría.

—Soy Nissoni. Los mexicanos me dicen la giganta. Los gringos me dicen Bru. A mí me da igual. Ya no tengo tribu. Me corrieron hace tres lunas. Dijeron que traía mala suerte, que soy demasiado grande para este mundo.

Anselmo bajó del caballo, se acercó despacio como quien se acerca a un oso herido.

—¿Y qué haces aquí?

—Descansar un rato —respondió ella, encogiéndose de hombros. El movimiento hizo crujir el poste—. O esperar a que pase algo bueno. Me da lo mismo.

El rancho estaba vacío. Ni gallinas, ni perros, ni almas, solo viento y soledad.

—Tengo algo de cecina y un poco de agua —ofreció Anselmo—. Si quieres.

Nissoni lo miró largo rato, luego asintió. Comieron en silencio. Ella comía despacio, agotada del camino. Anselmo la observaba sin disimulo. No era solo el tamaño, era la fuerza que se adivinaba en cada músculo, en cada tendón. Era la calma con la que aceptaba su destino. No había súplica en sus ojos, solo resignación digna.

Al terminar, ella se limpió la boca con el dorso de la mano.

—Gracias —dijo—. Ahora vete. No quiero causarle molestias a nadie.

Anselmo no se movió.

—¿A dónde vas tú?

Ella señaló el horizonte con la barbilla.

—A ningún lado. Ya no hay lugar para mí, ni entre los míos ni entre los tuyos.

Anselmo escupió al suelo.

—Este rancho es mío ahora —mintió—. Lo compré hace dos meses. Papeles y todo.

Ella soltó otra risa amarga.

—Mientes mal, vaquero. Este lugar lo quemaron los rurales. Todo el mundo lo sabe.

Anselmo sonrió por primera vez.

—Pues entonces somos dos viajeros sin rumbo fijo. Tal vez podamos ayudarnos un rato.

Nissoni lo miró fijamente. Luego, con voz baja, casi un susurro a pesar de su tamaño, dijo:

—No traigo mucho, pero puedo trabajar por un tejado donde dormir.

El silencio que siguió fue tan denso que hasta el viento pareció detenerse. Anselmo no respondió de inmediato. Se rascó la barba mirando el suelo. Luego alzó la vista.

—No necesito que me pagues nada —dijo—. Pero si quieres quedarte, hay trabajo. El pozo está cegado, los corrales caídos, la casa quemada. Si ayudamos los dos, en un mes esto vuelve a ser rancho. Y tendrás techo y comida y nadie te molestará.

Nissoni lo observó como si estuviera decidiendo si confiar en él.

—¿Por qué harías eso?

—Porque estoy solo —dijo Anselmo—. Y porque nadie debería dormir sin techo por ser diferente.

Ella se puso de pie. Fue como si la tierra temblara. Anselmo tuvo que echar la cabeza hacia atrás para seguir mirándola.

—Está bien, vaquero —dijo—, pero si intentas engañarme, me iré inmediatamente.

Anselmo sonrió.

—Acepto el trato.

Así empezó todo. Durante las siguientes semanas, el rancho La Perdición resucitó de sus cenizas como por milagro. Nissoni levantaba vigas que cuatro hombres no podían mover. Con una sola mano sacaba piedras del pozo que Anselmo solo con poleas lograba. Trabajaba de sol a sol sin quejarse. Anselmo cocinaba, reparaba sillas, arreglaba cercas. Por las noches, sentados frente a una fogata, hablaban. Ella le contó de su infancia en las montañas de la Sierra Madre, de cómo su madre murió al darla a luz por lo difícil del parto, de cómo su padre, un guerrero famoso, la crió como a un hijo varón, de cómo a los quince años ya medía más que cualquier hombre de la tribu, de cómo los ancianos empezaron a decir que su tamaño era señal de espíritus, de cómo la última noche después de que una sequía acabara con el ganado, la dejaron sola en el desierto con solo un cuchillo y una cantimplora, esperando que sobreviviera por su cuenta.

Él le contó de su vida, de cómo defendió a un amigo en Chihuahua y eso lo metió en problemas, de cómo lo persiguieron los rurales, de cómo su hermano murió en una emboscada apache del mismo grupo que alguna vez había sido hogar de Nissoni, de cómo desde entonces hablaba poco porque las palabras le pesaban demasiado.

Una noche, después de terminar el tejado de la casa nueva, hecho con vigas que Nissoni había arrastrado ella sola desde cinco leguas, se sentaron bajo las estrellas. Anselmo sacó una botella de mezcal que había guardado para una ocasión especial. Bebieron en silencio un rato.

—¿Sabes? —dijo ella de pronto—. Nunca nadie me miró como tú me miras.

—¿Cómo te miro?

—Como si fuera persona. No como rareza ni como carga, solo persona.

Anselmo tomó un trago largo.

—Tú eres más persona que muchos que he conocido —dijo—. Y más fuerte que todos.

Ella se acercó. Su sombra lo cubrió entero. Anselmo sintió que el corazón le latía rápido.

—No tienes que sentirte obligado a nada —dijo él, repitiendo sus palabras de aquel primer día.

Nissoni sonrió. Fue la primera vez que Anselmo la vio sonreír de verdad.

—Hoy quiero agradecerte —dijo simplemente y lo abrazó.

Fue un abrazo extraño. Ella tuvo que agacharse tanto que casi se dobló. Él tuvo que ponerse de puntas, pero fue un abrazo real. Y después de ese abrazo vinieron otros gestos, palabras y confianza mutua que construyeron un cariño sincero.

Los meses pasaron y el rancho prosperó. Compraron vacas flacas que Nissoni engordó como por arte de magia. Plantaron maíz, arreglaron el molino. La gente de los pueblos cercanos empezó a hablar de la giganta y el mudo, con miedo al principio, con respeto después.

Pero la frontera nunca perdona la felicidad demasiado tiempo. Una mañana de octubre llegaron los rurales, veinte hombres armados liderados por un capitán gordo con bigote engomado llamado Nepomuseno Rivas. Venían buscando a Anselmo por el incidente de Chihuahua. Alguien los había delatado.

Cuando los vieron llegar, Anselmo maldijo en voz baja.

—Vete —le dijo a Nissoni—. Por la puerta de atrás, cruza el río. Yo los entretengo.

Ella lo miró como si estuviera loca.

—¿Crees que voy a dejarte solo contra veinte? No tienes por qué arriesgarte por mí.

—Tampoco tú por mí —respondió él.

—Y además estoy esperando un hijo. Tu hijo.

Anselmo se quedó helado.

—¿Qué?

—Lo supe ayer —respondió ella.

Los rurales ya estaban a doscientos metros.

—No hay tiempo —dijo él—. Escóndete en el granero.

—No —Nissoni. Nunca más me escondo. Ni de los míos, ni de los tuyos, ni de nadie.

Tomó el rifle Winchester de Anselmo, pero él se lo quitó y le dio algo más seguro.

—Tú con esto, yo tengo algo mejor.

Fue al corral y sacó el lazo, el mismo lazo con que había atrapado potros salvajes toda su vida.

Los rurales llegaron al patio. El capitán Rivas desmontó con dificultad.

—Anselmo Salazar —gritó—, sal con las manos en alto o quemamos todo otra vez.

Anselmo salió al umbral sin armas.

—Aquí estoy —dijo—. Pero el rancho es mío legalmente. Tengo papeles.

—Mientes —dijo Rivas—. Y aunque fuera cierto, te buscamos por una deuda con la ley.

Anselmo miró hacia el granero. Vio la sombra inmensa de Nissoni moverse entre las vigas.

—Déjame hablar con ella —pidió Anselmo—. Es mi mujer, está esperando familia. Déjala ir y me entrego sin pelear.

Rivas soltó una carcajada.

—¿Tu mujer, esa apache gigante? ¿En serio?

Los rurales rieron. Anselmo apretó los dientes.

—Cuida tus palabras, capitán.

—¿O qué? —dijo Rivas.

Entonces pasó. Nissoni salió del granero. Los caballos se encabritaron. Algunos rurales soltaron una exclamación. Era como si un espíritu protector de las montañas hubiera cobrado vida. Caminó despacio hacia ellos con el vientre apenas abultado, pero con la cabeza bien alta. Rivas palideció.

—Dios santo…

—Capitán —dijo Nissoni con esa voz que retumbaba—, este hombre es mi esposo. Este rancho es nuestro hogar. Este hijo que llevo es de los dos. Si desean hablar con él, háganlo con respeto.

Rivas intentó mantener la compostura.

—Este es asunto de hombres, mujer.

Nissoni sonrió, pero no con burla, sino con serenidad.

—Entonces, hablen con todos. Aquí nadie se esconde.

Y se movió. Fue tan rápido que nadie lo esperaba. Con una mano sujetó al capitán por el brazo para evitar que sacara su arma y con la otra levantó el revólver caído del suelo y retiró los cartuchos para evitar accidentes.

Los rurales levantaron los rifles. Anselmo dio un paso al frente.

—¡Bajen las armas! —gritó—. No queremos pelea.

Nissoni sostenía al capitán firmemente sin dañarlo.

—Diles que se tranquilicen —dijo ella con calma.

—Bajen las armas —ordenó el capitán nervioso.

Los rifles se inclinaron hacia abajo. Nissoni soltó al capitán. El hombre dio un paso atrás temblando.

—Váyanse —dijo ella—. Esto no es un campo de batalla, es un hogar. Y todos los hogares merecen respeto.

Los rurales montaron y se retiraron, confundidos y avergonzados por su propia violencia.

Cuando el polvo se asentó, Anselmo se acercó a Nissoni. Ella respiraba hondo, no de miedo, de fuerza contenida. Él la abrazó. Ella lo envolvió con esos brazos gigantes y lo apretó contra su pecho.

—¿Estás bien? —preguntó él.

—Nunca estuve mejor —respondió ella y por primera vez dejó que una lágrima suave recorriera su rostro.

Nueve años después, el rancho La Perdición era el más próspero de Sonora. Tenía más de mil cabezas de ganado, un molino nuevo, una escuela para los hijos de los peones, donde Nissoni enseñaba español y apache por igual, y un niño de ocho años, alto como un poste a su edad, que ya ayudaba a su padre a marcar terneros.

Una tarde, Anselmo y Nissoni estaban sentados en el porche viendo jugar a su hijo con los perros.

—¿Te acuerdas? —dijo él—, de lo que me dijiste la primera vez que nos vimos.

Ella sonrió. Esa sonrisa que ahora iluminaba todo el rancho.

—Dije que no traía mucho, pero que podía trabajar por un lugar donde dormir.

—Yo te dije que no necesitabas pagar nada.

—Y mira ahora —dijo ella, poniendo la mano enorme sobre el vientre otra vez plano—. Trabajé, confié y ganamos un hogar.

Anselmo la abrazó y en la frontera, donde la vida suele ser dura e incierta, ellos vivieron largos años. Y cuando alguien preguntaba cómo un vaquero solitario y una apache gigante habían construido un imperio de la nada, los viejos del pueblo solo decían:

—Porque ella era más grande que el miedo y porque él la vio como persona antes que como gigante. Y en esta tierra eso vale más que todo el oro de las minas.

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