—Constrúyeme una casa y te enseñaré a ser un hombre —dijo la viuda al vaquero gigante.

—Constrúyeme una casa y te enseñaré a ser un hombre —dijo la viuda al vaquero gigante.

Bajo el abrasador sol de Texas, Jack Donovan cargaba pesadas vigas para reforzar un granero que se había derrumbado tras una tormenta. Tenía los músculos tensos y el sudor le empapaba la camisa, casi rasgándola. Este era el duro trabajo que había realizado desde niño, sobreviviendo en esta tierra árida y hostil donde los vientos cálidos levantaban polvo todo el día y las noches eran gélidas.

Jack medía casi dos metros, con hombros anchos como los de un toro y manos callosas capaces de doblar acero si fuera necesario. Pero allí, no era más que un jornalero, que ganaba lo suficiente para comprar una comida caliente y un lugar donde dormir en el granero contiguo. No se quejaba, porque la vida en el Oeste no era para pusilánimes. Sin familia ni tierras propias, Jack sabía que tenía que aceptar cualquier trabajo que se le presentara.

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De repente, oyó pasos ligeros en el porche. Al levantar la vista, vio a Elizabeth, la viuda, de pie en la puerta. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, y su sencillo vestido de algodón se le pegaba al cuerpo por el sudor del día caluroso. Su cabello castaño estaba recogido en un moño suelto, con algunos mechones sueltos, y sus ojos verdes lo miraban fijamente, como si midieran cada centímetro de su cuerpo sin pestañear.

Elizabeth era la dueña de la granja desde que su esposo murió en una pelea de bar hacía dos años. Treinta y tantos años, se encargaba de todo ella sola, contratando a gente como Jack para que mantuviera la granja en funcionamiento. Todos sabían que no era de las que se dejaban amedrentar. Con una lengua afilada, podía herir más que una puñalada.

Jack hizo una pausa, secándose el sudor de la frente con el brazo. Elizabeth abrió la boca, y su voz profunda y firme resonó en el silencio:

—Constrúyeme una casa y te enseñaré a ser un hombre de verdad.

Jack parpadeó, sorprendido, y dejó caer el tronco al suelo con un golpe seco. Se irguió, mirándola como intentando descifrar si era una broma o un desafío serio. Nadie le había hablado jamás así, y menos una mujer que apenas lo conocía, más allá de haberlo contratado hacía una semana para trabajos pesados. Pero ella permaneció allí, sin sonreír, mirándolo fijamente.

Jack sintió una extraña sensación en el pecho, no ira, sino algo que no podía identificar. Sus palabras tocaron una fibra sensible que ni siquiera sabía que existía, poniendo en tela de juicio su hombría de una forma que lo incomodó.

Dio un paso al frente, se puso las manos en las caderas y respondió con voz ronca por el cansancio:

—Ya soy lo suficientemente hombre como para cargar esto solo. ¿Qué le hace pensar que necesito que me enseñen, señora?

Elizabeth no se movió, solo arqueó una ceja, y Jack vio un brillo en sus ojos, como si lo disfrutara, como si disfrutara viendo su reacción. Ella respondió con calma:

—Un hombre de verdad no se conforma con el trabajo manual. Construye algo que perdure, algo que le pertenezca. Pero si crees que con eso basta, entonces ve a acarrear leña para otro.

El orgullo de Jack se sintió herido, porque ella tenía algo de razón. Vagaba de granja en granja, sin raíces. Pero oír eso de una viuda que apenas salía de casa lo incomodó. Se acercó, se detuvo a unos metros del porche, olió su lavanda mezclada con el aire cálido y seco, y dijo:

—¿Y tú? ¿Viviendo aquí sola, a cargo de todo, pero sin nadie que te caliente la cama por la noche? ¿Así es como se hace a una mujer de verdad?

Sus palabras fueron más duras de lo que pretendía, y vio cómo sus mejillas se sonrojaban ligeramente. Pero en lugar de retroceder, bajó un escalón, acortando la distancia, y respondió:

—Al menos yo sé lo que quiero. Y tú pareces un caballo sin brida. Construye una casa, y tal vez pueda enseñarte a domarla.

El juego comenzó allí, con los dos frente a frente bajo el sol del mediodía. La granja circundante parecía desierta; ni pastores ni animales la interrumpían, solo la intensa luz del sol y el silencio roto por su respiración.

Jack sintió una extraña atracción, mezclada con ira, porque ella lo desafiaba como nadie lo había hecho, reabriendo viejas heridas de una infancia sin padre, donde aprendió a ser fuerte por sí mismo, pero nunca a establecerse.

Cogió otro trozo de madera, pero en lugar de llevarlo al cobertizo, comenzó a apilarlo cerca de su casa, como aceptando el desafío sin decir nada. Elizabeth se quedó observándolo un instante, luego volvió a entrar, dejando la puerta abierta como una silenciosa invitación.

El patrón se repitió durante los días siguientes. Jack trabajó en la nueva casa que ella quería, una estructura sencilla detrás de la casa principal, con paredes de madera y un tejado inclinado para protegerse de la lluvia ocasional.

Cada vez que se detenía a beber agua, ella aparecía en la puerta, comentando algo que lo irritaba.

—Construiste esto rápidamente, pero ¿durará?

¿Tormenta? Los hombres débiles construyen cosas de segunda.

Y él respondió, secándose las manos en los pantalones:

—Mejor que tu marido. El que te dejó sola.

Eso la hirió. Vio en sus ojos el orgullo de una viuda que aún lloraba por las noches su pérdida, pero no lloraba delante de él. Solo sonrió levemente y dijo:

—Al menos él tuvo el valor de casarse conmigo. Y tú rehúyes la responsabilidad como una serpiente venenosa.

La tensión entre ellos aumentaba con cada intercambio, acercándose él físicamente sin darse cuenta, como cuando ella le trajo un vaso de agua y sus dedos se rozaron, creando una descarga que ambos ignoraron pero que quedó suspendida en el aire, caliente como el desierto.

Jack empezó a pensar en ella por las noches en el granero, imaginando a qué se refería con «enseñarle a ser un hombre». Y su orgullo se vio aún más herido cuando ella criticó los cimientos de la casa, diciendo que eran demasiado superficiales, como su vida.

Continuaron desafiándose mutuamente, pero al mismo tiempo, la tensión entre ellos se volvió innegable.

Hasta que una noche, después de cenar, dejaron de discutir. Ambos cruzaron la línea, dejándose llevar por sus emociones.

Y a partir de ahí, construyeron no solo una casa, sino un nuevo futuro, donde dos personas solitarias se encontraron en el duro Oeste.

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