«Por favor… no hagas eso»Pero el ranchero lo hizo igual y dejó helado a toooodo el pueblo
Capítulo 1: La Sombra del Pasado
Por favor, no hagas eso. Pero el ranchero lo hizo de todos modos y aquello dejó boque abierto a todo el pueblo. Valle de los Olmos, Sonora, año del Señor de 1887.
El sol caía a plomo sobre la hacienda de San Lázaro cuando llegaron los primeros gritos. Eran gritos de mujer, agudos y desesperados, que se perdían entre el polvo y los mezquites. Los vaqueros que andaban marcando terneros en el corral dejaron caer los hierros al rojo y corrieron hacia la casa grande. Lo que vieron los dejó mudos.
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En el centro del patio, tendida en el suelo como muñeca rota, estaba Lucía Valenzuela, la hija menor del difunto don Anselmo Valenzuela, el hombre más rico del valle antes de que la sequía y la revolución lo dejaran en la ruina. Su vestido de muselina, antes blanco, estaba desgarrado y cubierto de tierra. Las piernas desnudas, los ojos cerrados, el pecho apenas subiendo y bajando. A su lado, arrodillado, con la mano todavía en el muslo de la muchacha, estaba don Crisanto Terán, el ranchero más temido y respetado de tres municipios.
Crisanto tenía 52 años, la cara curtida como cuero viejo y una fama que lo precedía como olor a pólvora. Decían que había matado a 14 hombres, que dormía con el revólver bajo la almohada y que no había mujer en el estado que se atreviera a mirarlo dos veces sin permiso. Era viudo desde hacía 10 años y no se le conocía nueva compañera hasta ese día. Los vaqueros se quedaron paralizados.
Uno de ellos, el joven Chilo Ramírez, dio un paso al frente. “Patrón, ¿qué pasó aquí?” Crisanto levantó la mirada. Sus ojos eran dos carbones encendidos. “La encontré desmayada en el camino,” dijo con voz ronca. “Venía del río sin sombrero, sin agua. El sol la tumbó. La traje en el caballo.”
Lucía abrió los ojos apenas vidriosos y soltó un gemido débil. “Por favor, Musito, no hagas eso.” Todos entendieron que no hablaba del rescate. Crisanto retiró la mano como si le quemara, pero ya era tarde. La imagen se había grabado en las retinas de 20 hombres. El ranchero se puso de pie, alto y ancho, como un roble, y nadie se atrevió a sostenerle la mirada.
“Llévenla adentro,” ordenó. “Y que la vea la señora Refugio.” Dos mujeres de la cocina corrieron a levantarla. Lucía se dejó llevar casi sin fuerzas, pero antes de cruzar el umbral volvió a hablar tan bajo que solo Crisanto la oyó. “No tenías que tocarme así.” El ranchero no contestó. Se quedó allí plantado con el sombrero en la mano mientras la puerta de la casa grande se cerraba de golpe.

Capítulo 2: El Rumor del Pueblo
Esa misma noche, el chisme corrió más rápido que el viento del norte. De la hacienda al pueblo, del pueblo a los ranchos vecinos, de los ranchos a las cantinas de Cumpas y Moctezuma. Para las 10, todo Valle de los Olmos sabía que don Crisanto Terán había abusado de la pobre Lucía Valenzuela en pleno patio delante de sus propios vaqueros; que la muchacha había suplicado y él, el muy sinvergüenza, lo había hecho de todos modos.
Al día siguiente, el padre Jesús María subió al púlpito y tronó como nunca. “Aquí, en tierra de Dios, un hombre que se dice cristiano ha mancillado el honor de una doncella. Y no cualquier doncella, sino la última sangre de los Valenzuela. ¡Que tiemble el cielo y se abra la tierra!”
Las mujeres se santiguaban, los hombres apretaban los puños. En la plaza se reunieron más de 100, algunos con escopetas, otros con machetes. El alcalde, don Praxedes López, un hombre gordo y tembloroso que le debía tres años de renta a Crisanto, trató de calmarlos.
“Vamos a investigar, señores. Sin pruebas no podemos…”
“¿Pruebas?” gritó la tía de Lucía, Doña Chabela, una viuda brava que llevaba luto desde hacía 30 años. “¡20 hombres lo vieron! La niña está destrozada, no come, no habla, llora sangre.”
En la hacienda, Crisanto no salió en todo el día. Mandó a su caporal que doblara la guardia y cerró los portones con cadenas, pero él mismo, en la penumbra de su cuarto, no podía quitarse de la cabeza la frase: “Por favor, no hagas eso.” No era la primera vez que tocaba a una mujer sin permiso. En su juventud había sido peor. Pero nunca delante de testigos, nunca con una Valenzuela, nunca con alguien que, aunque arruinada, todavía llevaba en la sangre el orgullo de los antiguos dueños del valle.
Capítulo 3: El Regreso a Casa
Al tercer día, Lucía pidió que la llevaran a su casa. La antigua hacienda Valenzuela era ahora un cascarón con goteras, pero allí vivía con su tía Chabela y dos sirvientas viejas. Cuando la bajaron del carro, la muchacha apenas podía caminar. Tenía los labios partidos y un morado en el muslo que parecía mano.
El pueblo hervía. Se hablaba del linchamiento, de quemar la hacienda de San Lázaro, de colgar a Crisanto del mezquite más alto. Y entonces pasó lo que nadie esperaba. Al cuarto día, al amanecer, Crisanto Terán apareció en la plaza del pueblo. Iba solo, sin escolta, montado en su caballo Alasán. Llevaba el traje negro de los domingos y el sombrero nuevo.
Se bajó frente a la iglesia, ató al caballo y entró. El padre Jesús María estaba diciendo misa. Al verlo, se quedó con la boca abierta. Crisanto avanzó por el pasillo central, entre bancos repletos de mujeres que lo miraban con odio y hombres que llevaban la mano al cinto. Se arrodilló frente al altar.
“Padre,” dijo en voz alta, para que todos oyeran, “vengo a confesarme en público, porque el pecado fue en público.” Un murmullo recorrió la iglesia. “Delante de Dios y de los hombres reconozco que toqué a la señorita Lucía Valenzuela de manera indebida. Ella me suplicó que no lo hiciera y yo, cegado por el demonio, no la escuché. No la violé. Juro por mi madre muerta que no llegué a eso, pero la manché con mis manos y su honra quedó en el suelo como su vestido. Por eso vengo a pedir perdón y a poner remedio.”
El silencio era tan denso que se oía el latir de los corazones. Crisanto se levantó, se quitó el sombrero y habló mirando a la gente. “Hoy mismo iré a la casa de la señorita Lucía. Le pediré perdón de rodillas y si ella me acepta, le ofreceré mi nombre para que nadie vuelva a señalarla nunca. Me casaré con ella delante del altar, aunque me lleve el doble de años y aunque todo el pueblo me escupa a la cara, porque un hombre de verdad arregla lo que rompe.”
Después se volvió al sacerdote. “Y usted, padre, si cree que merezco castigo, aquí estoy. Dispare o áteme lo que ordene.” Nadie se movió.
Capítulo 4: La Visita a Lucía
Esa misma tarde, Crisanto cabalgó hasta la ruinosa hacienda Valenzuela. Llevaba un ramo de flores silvestres y la cara más pálida que nunca se le había visto. Doña Chabela lo recibió con una escopeta. “¡Fuera de aquí, perro!”
“Señora,” dijo Crisanto, “vengo a hablar con Lucía. Si después me quiere ver muerto, yo mismo me pongo la soga.”
La vieja dudó. Al fin lo dejó pasar al patio. Lucía estaba sentada en una silla de bejuco, envuelta en una cobija, aunque hacía calor. Tenía los ojos hinchados y la mirada perdida. Cuando vio a Crisanto, se encogió.
El ranchero se hincó en la tierra sin importarle que se le ensuciara el traje negro. “Lucía,” dijo, “no tengo palabras para pedirte perdón. Lo que hice fue horrible. Te juro por la memoria de mi madre que nunca quise hacerte daño de verdad, pero eso no borra lo que pasó. Te ofrezco mi vida entera para repararlo. Si tú quieres, me caso contigo mañana mismo. Si no quieres, me voy del estado y nunca más me verás. Pero tu honra no se queda en el suelo por mi culpa. Tú decides.”
Lucía lo miró largo rato. Las lágrimas le rodaban por las mejillas. “¿Por qué lo hiciste?” preguntó al fin, apenas un hilo de voz.
Crisanto bajó la cabeza. “Porque te deseo desde que tenías 15 años y te vi bañándote en el río. Porque soy un hombre malo que creyó que ya todo le estaba permitido. Porque el demonio me nubló la razón. Pero te juro que si me das una oportunidad, pasarás el resto de tus días como reina.”
Lucía cerró los ojos. Pasó un minuto entero. Dos. Doña Chabela apretaba la escopeta lista para disparar. Entonces Lucía habló. “Levántate.”
Crisanto obedeció. “Quiero que todo el pueblo esté en la boda,” dijo ella. “Quiero que me vean entrar a la iglesia del brazo tuyo con la cabeza alta y quiero que el padre Jesús María nos case el domingo que viene. Pero te advierto una cosa, Crisanto Terán: si alguna vez vuelves a ponerme una mano encima sin que yo te la pida, te mato con mis propias manos. ¿Entendido?”
“¿Entendido?” respondió él, y por primera vez en su vida lloró delante de alguien.
Capítulo 5: La Boda en el Pueblo
El domingo siguiente, la iglesia de Valle de los Olmos no cabía un alma más. Llegó gente de Nacozari, de Tepache, hasta de Arispe. Las mujeres llevaban sus mejores rebozos. Los hombres, sus pistolas guardadas, porque nadie se atrevía a interrumpir.
Lucía entró radiante con un vestido blanco que le habían cocido entre todas las costureras del pueblo en cuatro días. Crisanto la esperaba en el altar, tieso como soldado, con la cara más limpia que nunca. Cuando el padre preguntó si alguien se oponía, se hizo un silencio de tumba. Nadie habló. Se casaron.
Hubo fiesta en la plaza que duró tres días. Los mariachis no pararon. El tequila corrió como río y, aunque muchos murmuraban a escondidas, nadie se atrevió a decir en voz alta que aquello era un escándalo. Pasaron los meses, la hacienda San Lázaro volvió a brillar. Lucía mandó arreglar también la antigua casa Valenzuela y la convirtió en escuela para los niños del valle.
Crisanto, que antes no permitía ni una mosca sin su permiso, ahora preguntaba hasta para comprar un saco de maíz. Y un año después, cuando nació el primer hijo, lo bautizaron con el nombre de Anselmo Crisanto Terán Valenzuela. En la pila, mientras el agua bendita corría por la frente del niño, Lucía miró a su marido y le dijo bajito para que solo él oyera: “Gracias por hacer caso omiso aquella vez y por obedecerme todas las demás.” Crisanto sonrió con los ojos húmedos otra vez.
Capítulo 6: La Redención
Los años pasaron y la historia de Lucía y Crisanto se convirtió en una leyenda en el valle. La gente hablaba de cómo un hombre que había caído en la oscuridad había encontrado el camino de regreso a la luz gracias a la fuerza de una mujer. Lucía, con su sabiduría y compasión, ayudó a restaurar el orgullo de su familia y del pueblo.
Pero no todo era perfecto. Crisanto, aunque había cambiado, todavía llevaba consigo los fantasmas de su pasado. A veces, en la quietud de la noche, se despertaba en sudor frío, recordando la mirada de Lucía cuando él la tocó sin permiso. Sabía que la redención era un camino largo.
Un día, mientras caminaba por el pueblo, se encontró con un viejo amigo de la infancia, quien le habló de un grupo de hombres que estaban causando problemas en la frontera, traficando mujeres y explotando a los más vulnerables. Crisanto sintió que la ira comenzaba a burbujear dentro de él nuevamente.
“Debo hacer algo,” pensó. “No puedo quedarme de brazos cruzados mientras otros sufren.” Habló con Lucía y le explicó su decisión. “Voy a ayudar a esas mujeres. No puedo dejar que la historia se repita.”
Lucía, aunque preocupada, entendió. “Eres un hombre diferente ahora, Crisanto. Pero debes tener cuidado. No quiero perderte.”
“Lo sé, mi amor. Pero tengo que hacer esto. Es mi deber.”
Capítulo 7: La Lucha por la Justicia
Crisanto se unió a un grupo de hombres que luchaban contra el tráfico de personas en la frontera. Juntos, formaron un plan para desmantelar la operación de los traficantes. La misión era peligrosa, pero Crisanto estaba decidido a hacer lo correcto.
La noche del ataque, se acercaron al campamento de los traficantes. Los hombres estaban desprevenidos, y Crisanto se movía con la agilidad de un hombre que había encontrado su propósito. La batalla fue feroz, pero Crisanto y su grupo lograron liberar a varias mujeres, incluyendo a algunas que habían sido secuestradas recientemente.
“¡Están a salvo!” gritó Crisanto, mientras ayudaba a las mujeres a escapar. “Vengan, sigan mi voz.”
La adrenalina corría por sus venas mientras se enfrentaba a los hombres que habían causado tanto daño. Cada golpe que daba era un acto de venganza por las mujeres que habían sufrido. Finalmente, después de una intensa lucha, lograron desmantelar el campamento y liberar a las prisioneras.
Capítulo 8: La Reunión de las Mujeres
Después de la batalla, Crisanto y su grupo llevaron a las mujeres a un lugar seguro. Allí, se reunieron con sus familias y comenzaron a reconstruir sus vidas. Las mujeres estaban agradecidas, y Crisanto sintió que había encontrado un nuevo propósito en su vida.
Un día, mientras ayudaba a una de las mujeres liberadas a encontrar su hogar, se encontró con una joven llamada Clara. Ella había sido secuestrada y separada de su familia. Crisanto se sintió conmovido por su historia y decidió ayudarla a reunirse con sus seres queridos.
“Gracias por salvarme,” le dijo Clara con lágrimas en los ojos. “No sé cómo podré agradecerte.”
“No tienes que hacerlo. Solo vive y sé feliz,” respondió Crisanto, sintiendo que su corazón se llenaba de esperanza.
Capítulo 9: La Celebración de la Vida
Con el tiempo, la comunidad comenzó a sanar. Las mujeres que habían sido rescatadas encontraron nuevas vidas y nuevas esperanzas. Crisanto se convirtió en un símbolo de valentía y redención, y su historia inspiró a otros a luchar por la justicia.
Lucía, por su parte, continuó trabajando en la escuela que había fundado. Se dedicó a enseñar a los niños del valle, asegurándose de que tuvieran un futuro mejor. Crisanto la apoyaba en cada paso del camino, y juntos construyeron una vida llena de amor y propósito.
La comunidad se unió para celebrar la vida y la libertad. Organizaron festivales y eventos, donde todos podían compartir sus historias y recordar lo que habían superado. Crisanto y Lucía eran los anfitriones, y su hogar se convirtió en un lugar de encuentro para todos.
Capítulo 10: El Legado del Amor
Años después, cuando miraban hacia el horizonte, Crisanto y Lucía sabían que su historia era solo el comienzo. Juntos, habían enfrentado adversidades y habían encontrado el amor en medio de la tormenta.
“Siempre estaré a tu lado,” prometió Crisanto, mientras sostenía la mano de Lucía. “Juntos, podemos enfrentar cualquier desafío.”
“Y siempre recordaré lo que hemos vivido,” respondió Lucía, sintiendo que su corazón latía con fuerza. “Porque el amor verdadero siempre encuentra el camino.”
Y así, en las tierras de la frontera, donde el desierto se encontraba con las montañas, Crisanto y Lucía vivieron felices, luchando juntos por la justicia y el amor, dejando un legado que perduraría en las historias de quienes los conocieron.