“¿Quién Se Atreverá a Casarse con la Giganta? El Secreto del Pueblo”

“¿Quién Se Atreverá a Casarse con la Giganta? El Secreto del Pueblo”

En las tierras altas de Montana, allá por 1887, el viento silbaba entre los pinos y los lobos aullaban a la luna llena. En ese paisaje indómito, existía un pueblito perdido llamado Dos Ríos, apenas treinta casas de madera, una iglesia baptista medio derruida, un saloon que olía a whisky barato y un banco que era dueño de casi todas las almas del lugar.

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En las afueras, junto al río grande que bajaba bravo desde las montañas rocosas, vivía doña Refugio Asford con su hija Prudencia. Don Esteban, el marido, había muerto dos inviernos atrás, aplastado por un toro bravo. Desde entonces, el banco de Billings mandaba cartas cada mes: “Paguen o les quitamos la tierra”. Doña Refugio ya no podía trabajar; sus manos temblaban y sus rodillas crujían como ramas secas. La única esperanza era casar a Prudencia antes del plazo fatal, porque la ley decía que una mujer casada podía conservar la propiedad del difunto.

Pero el problema era Prudencia. Prudencia Asford medía seis pies y ocho pulgadas descalza. Sus hombros eran más anchos que los de cualquier hombre del condado y sus brazos parecían tallados en roble. Desde niña la habían llamado la giganta, el monstruo, la bestia de Dos Ríos. Los hombres se apartaban cuando pasaba, las mujeres se santiguaban y los niños corrían gritando, “Ahí viene la ogra”. Cuarenta y dos pretendientes habían rechazado a doña Refugio en nombre de su hija. Mejor dicho, cuarenta y dos hombres habían huido despavoridos apenas la veían.

Una mañana de octubre, cuando el aire olía a pino y a humo de leña, doña Refugio enganchó la mula vieja al carro y dijo: “Hoy terminamos con esto, hija. Vamos al pueblo. Si nadie te quiere, que me lo digan en la cara”. Prudencia se puso su único vestido dominguero, uno café de gamuza con flecos que su madre le había cosido años atrás y que ya le quedaba corto de mangas y de falda. Subió al carro como pudo, agachando la cabeza para no golpear el toldo, y partieron rumbo a Dos Ríos.

La plaza estaba llena. Era sábado, día de mercado. Los hombres tomaban cerveza en la puerta del saloon El Lobo Solitario. Las mujeres cambiaban huevos por café. Los niños jugaban a los vaqueros. Cuando apareció el carro de los Asford, se hizo un silencio que hasta los perros callaron. Doña Refugio se bajó con dificultad, se plantó en medio de la plaza y con voz temblorosa pero firme gritó:

—¡Señores de Dos Ríos, por última vez! ¿Alguno de ustedes quiere casarse con mi Prudencia? Es fuerte, trabajadora, honrada y buena cristiana. Quien se case con ella salva nuestra tierra y se lleva a la mejor mujer que ha pisado Montana.

Un silencio de tumba, luego risas, luego burlas. “Que se case con un oso, doña Refugio.” “Mejor la dejamos para asustar a los indios.” “Yo no quiero despertar una mañana y que me aplaste sin querer.” Prudencia permanecía en el carro con la cabeza baja, los puños apretados sobre las rodillas. Cada palabra era una piedra en su corazón ya lleno de cicatrices.

Entonces, desde el fondo del grupo avanzó un hombre. Era alto, aunque no tanto como ella. Llevaba sombrero tejano gastado, chaleco de cuero y una barba de varios días. Sus ojos eran de un azul oscuro, casi negro, y en ellos había algo que Prudencia nunca había visto dirigido hacia ella: calma. Se llamaba Elías Mercer.

Hacía tres años que su mujer, Clara, y el hijo que esperaba habían muerto en el parto. Desde entonces vivía solo en su rancho El Silencio, a diez millas río arriba, hablando más con los caballos que con las personas. Elías se quitó el sombrero, se paró frente al carro y miró directamente a Prudencia. No a la madre.

—Señorita Asford —dijo con voz ronca, pero clara—. Yo no vine a burlarme, vine a ofrecerle algo distinto.

Las risas se apagaron. Todos querían oír.

—No le voy a mentir. Nunca pensé volver a casarme. Pero vi sus ojos cuando su mamá habló y vi los míos reflejados. Yo también estoy solo. Yo también cargo un dolor que nadie entiende. Así que le propongo esto y se lo digo a usted, no a su madre. Deme treinta días. Venga a vivir a mi rancho o yo vengo al suyo, como usted prefiera. Trabajaremos juntos, hablaremos, nos conoceremos. Si al cabo de treinta días usted no quiere casarse conmigo, me voy y nunca más me vuelven a ver. Ni un peso de deuda, ni una palabra de reproche. Palabra de hombre.

El silencio fue tan grande que se oyó el río a lo lejos. Prudencia alzó la vista por primera vez, miró aquellos ojos oscuros y vio algo que nadie le había ofrecido nunca: respeto.

—¿Por qué yo? —preguntó con voz profunda, casi masculina, pero que temblaba un poco.

Elías sonrió apenas, con tristeza.

—Porque usted y yo ya sabemos lo que es ser el monstruo de la historia y estoy cansado de serlo solo.

Doña Refugio lloraba sin consuelo. Prudencia bajó del carro. La tierra retembló un poco cuando sus botas tocaron el polvo. Extendió su manaza y Elías la tomó sin dudar. Sus dedos desaparecieron dentro de aquella palma enorme, pero él no retrocedió.

—Treinta días —dijo ella—, ni uno más ni uno menos.

—Treinta días —respondió él.

Esa misma tarde, Elías cargó en su caballo las pocas pertenencias que Prudencia quiso llevar: dos vestidos, la Biblia de su padre y una manta tejida por su madre. Doña Refugio los bendijo entre lágrimas y les dio un costal de frijoles y otro de maíz.

—Cuídala, Elías Mercer. Es todo lo que tengo.

—La cuidaré con mi vida, doña Refugio.

Y partieron rumbo al rancho de Prudencia, porque ella no quiso dejar sola a su madre.

Los primeros días fueron torpes. Elías llegaba al amanecer con su caballo y Prudencia ya había ordeñado las cuatro vacas, cortado leña para una semana y reparado media cerca. Él se quedaba mirando asombrado.

—¿Siempre trabajas así?

—Siempre. Si no, ¿quién lo hace?

Él sonreía y se ponía a su lado. Juntos levantaban troncos que cuatro hombres no habrían movido. Juntos cargaban sacos de grano como si fueran almohadas. Juntos arreglaron el tejado antes de las primeras nieves.

Por las noches, sentados frente a la chimenea, hablaban al principio de cualquier cosa: del clima, de los lobos, de cuánto rendía la tierra. Luego, poco a poco, de lo hondo. Una noche Prudencia le preguntó:

—¿Nunca te asusté? Todos huyen.

Elías echó otro leño al fuego.

—Clara medía cinco pies nada. Era delicada como una flor de cactus. La amé con todo mi corazón, pero cuando la perdí, entendí que el amor no tiene que ver con el tamaño del cuerpo, tiene que ver con el tamaño del alma. Y la tuya, Prudencia, es la más grande que he conocido.

Ella lloró por primera vez en su vida. Lloró sin vergüenza.

Otra noche fue él quien habló.

—Cuando los enterré, juré que nunca más volvería a querer a nadie. Pero tú, tú me haces querer vivir de nuevo.

Al quinceavo día ya no contaban. Trabajaban, reían, se miraban de una forma que doña Refugio reconocía muy bien. Era la misma mirada que ella le había dado a Esteban cuarenta años atrás.

Una tarde de nieve temprana, mientras reparaban el corral, Prudencia se torció el tobillo al pisar una piedra helada. Cayó de rodillas con un grito que hizo huir a los cuervos. Elías corrió hacia ella.

—Prudencia.

Intentó levantarla, pero era demasiado pesada incluso para él. Entonces ella, entre lágrimas de dolor y de risa, dijo:

—No puedes cargarme, tonto.

—Pues me quedo aquí contigo hasta que puedas caminar.

Y se sentó en la nieve a su lado, rodeándola con sus brazos. El frío les calaba los huesos, pero ninguno se movió. Allí, entre el lodo y la nieve, se besaron por primera vez. Fue un beso torpe, asustado, pero más sincero que cualquier palabra.

Al vigésimo día, Prudencia ya no podía dormir pensando en lo que pasaría si él se iba. Elías tampoco.

Una mañana después de ordeñar, él se arrodilló frente a ella en el establo. Llevaba en la mano un anillo sencillo de plata que había sido de su madre.

—Sé que dijimos treinta días. Pero ya no aguanto más. Prudencia Asford, ¿quieres casarte conmigo? No para salvar la tierra, no por lástima, sino porque te amo con todo lo que soy y lo que fui y lo que seré.

Prudencia lo miró desde su altura, las lágrimas rodando por sus mejillas como ríos.

—Sí, Elías Mercer. Mil veces sí.

Se casaron el domingo siguiente en la pequeña iglesia de Dos Ríos. El padre Omay casi se cae del altar cuando vio a la novia entrar; tenía que agacharse para pasar por la puerta. El vestido lo habían hecho entre las tres: doña Refugio, Prudencia y la viuda Sánchez, que era la única costurera que no le tenía miedo. Era de lino blanco con encaje que habían teñido de café para que no se viera tan brillante. Aun así, Prudencia parecía una reina de las montañas.

Todo el pueblo fue a la boda, unos por curiosidad, otros por cotillear. Pero cuando Elías puso el anillo en aquel dedo enorme y dijo, “Hasta que la muerte nos separe”, y cuando Prudencia respondió con voz que retumbó en las vigas, “Hasta que la muerte nos separe”, muchos bajaron la cabeza avergonzados.

Los años pasaron como pasa el viento en las praderas. El banco recibió su dinero el día exacto del plazo. La tierra quedó a nombre de Prudencia y Elías Mercer. La finca prosperó. Compraron más vacas, sembraron trigo, construyeron un establo nuevo tan alto que Prudencia podía entrar de pie.

Tuvieron tres hijos. El primero, Esteban Elías, nació en 1889. Salió tan alto como su madre y tan serio como su padre. La segunda, Clara Refugio, en 1891, era pequeña y delicada, pero con unos brazos que prometían fuerza. El tercero, Santiago, en 1894, llegó gritando tan fuerte que los coyotes se callaron esa noche.

Prudencia ya no se escondía. Caminaba por Dos Ríos con la cabeza alta, los niños en brazos o en hombros, y los mismos que la habían llamado monstruo ahora la saludaban con respeto.

—Buenos días, doña Prudencia.

Porque habían visto cómo esa mujer había salvado su tierra, criado a sus hijos y, sobre todo, cómo había hecho feliz a un hombre que todos daban por muerto en vida.

Una tarde de otoño, treinta años después de aquel día en la plaza, Elías y Prudencia estaban sentados en el porche mirando a sus nietos jugar. Él, ya canoso, apoyaba la cabeza en el hombro de ella, que seguía fuerte como un roble.

—¿Te acuerdas? —dijo él—, cuando te ofrecí treinta días.

Ella soltó una carcajada que hizo temblar las ventanas.

—Treinta días. Tú sabías desde el primer momento que no te ibas a ir nunca.

Elías tomó su mano enorme entre las suyas.

—Te dije una vez que los tesoros más grandes se esconden detrás de lo que la gente más teme.

—Y yo te dije que el amor no se mide en pulgadas ni en libras, sino en coraje.

Se miraron. Ya no eran jóvenes, pero sus ojos seguían teniendo la misma chispa de aquel primer día.

—Gracias por tener el coraje de quererme, Elías.

—Gracias por dejar que te quisiera, mi gigante hermosa.

Y así, en las praderas de Montana quedó escrita una de las historias más bellas que jamás se contaron. La de la giganta que encontró a un hombre lo suficientemente valiente para verla como lo que realmente era, y la de un hombre que halló en los brazos más fuertes del mundo el lugar más suave para sanar su corazón roto. Porque la verdadera estatura no se mide desde el suelo hasta la cabeza, sino desde el corazón hasta el cielo.

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