Un niño narra en su diario la historia de una “cena tranquila”, pero el oyente poco a poco se da cuenta de que está viviendo en un infierno de abusos.
Querido diario,
Hoy mamá ha hecho sopa. Dice que huele a domingo, aunque hoy es martes.
Papá llegó antes que de costumbre. Cuando la puerta se cerró, la casa se quedó muda, como si hasta los platos tuvieran miedo de chocar entre sí.
Mamá me dijo que me sentara derecho, que sonriera. “No le provoques”, susurró. Pero yo no entendí qué era lo que provocaba. Yo solo existía.
Esa noche, papá preguntó por las notas del colegio. Yo dije la verdad: que el profesor todavía no había entregado los boletines.
Él soltó una risa rara, de esas que se clavan más que un grito.
—¿Tú crees que soy tonto, Adrián? —dijo.
Yo no respondí. Solo miré la sopa. Estaba fría. Mamá se mordía el labio hasta sangrar.
Entonces, el silencio se rompió.
Un golpe seco. El sonido del plato cayendo.
Mi mejilla ardía, pero lo peor no era eso. Lo peor era el olor: el olor del miedo caliente, mezclado con el ajo de la sopa.
Querido diario,
A veces pienso que si cierro los ojos muy fuerte, el mundo se apaga y vuelve a empezar sin gritos.
El profesor me preguntó hoy por qué tengo un moretón en el cuello. Le dije que me caí de la bicicleta.
Él sonrió, pero sus ojos no.
Ojalá me hubiera preguntado una segunda vez.
Papá siempre dice que la casa es suya. Que él trabaja, que sin él no somos nada.
Mamá lo escucha como si rezara, pero sin fe.
A veces, por la noche, escucho cómo le pide perdón por cosas que no hizo.
Yo cuento las sombras en la pared. Siempre son tres.
Querido diario,
Hoy fue una cena tranquila.
Tranquila de verdad.
Nadie habló. Nadie se movió.
Solo el reloj del pasillo, marcando el tiempo entre un golpe y otro.
Una tarde, en el colegio, la psicóloga me pidió que dibujara mi casa.
Dibujé una caja sin ventanas.
Ella me preguntó dónde estaba yo.
Dij
Ella se quedó callada.
Después me dio una galleta.
Los fines de semana son los peores.
Papá bebe.
Mamá limpia más de lo que ensucia, como si el brillo de las cosas pudiera salvarnos.
Yo escribo.
Escribir es lo único que no duele.
Querido diario,
A veces pienso que mamá y yo somos fantasmas.
Que vivimos aquí porque nadie nos ve.
Que los gritos no traspasan las paredes.
El otro día escuché a la vecina decir:
—Qué familia tan tranquila. Nunca se les oye.
Y sentí ganas de reír. O de llorar. No sé la diferencia ya.
Querido diario,
Hoy mamá me abrazó.
Fue raro. No lo hacía desde hacía meses.
Tenía los ojos hinchados.
Me dijo: “Nos vamos
No entendí hasta que vi la maleta.
Papá dormía en el sofá, con la botella medio vacía.
El silencio pesaba tanto que parecía gritar.
Salimos descalzos, sin cerrar la puerta.
La calle olía a pan.
A libertad.
A miedo nuevo.
Dos semanas después
Estamos en casa de la tía Laura.
Ella tiene una risa que no duele.
A veces sueño que papá viene a buscarnos, pero cuando despierto, solo escucho el canto de los pájaros.
No sé si somos felices, pero respiramos sin miedo. Eso ya es mucho.
Querido diario,
Hoy en clase leímos una historia sobre un niño que callaba.
Todos dijeron que era triste.
Yo también lo dije, para que no me miraran raro.
Pero mientras lo leía, sentí que ese niño me miraba desde el papel, y que me decía gracias.
Gracias por escribir lo que nadie quiso escuchar.
Epílogo
Años después, Adrián escribió su primer libro: “La cena más tranquila del mundo.”
No fue un best-seller, pero cambió vidas.
Las suyas, y las de otros niños que entendieron que el silencio no es paz, que los golpes no son amor, y que la vergüenza no pertenece a la víctima.
En la última página, escribió:
“Si tu casa está demasiado silenciosa, escucha con cuidado.
Puede que alguien esté pidiendo ayuda sin decir una sola palabra.”