💔 “Por favor… llévese a uno”
La calle estaba vacía.
Eran casi las diez de la noche, y las luces amarillentas de los postes apenas lograban vencer la oscuridad. Tomás caminaba rápido, como siempre, con el maletín en una mano y el teléfono en la otra, repasando mentalmente los pendientes del bufete. No era un hombre de emociones; su vida entera se resumía en trabajo, orden y silencio.
Pero esa noche, su rutina se rompió.
Una voz temblorosa lo detuvo en seco.
—Por favor… llévese a uno.
Tomás levantó la vista. Bajo el poste de luz, una mujer joven, de rostro pálido y ojos hundidos, lo miraba con desesperación. Tenía dos bebés en los brazos, uno en cada lado, envueltos en mantas delgadas. Ambos lloraban con un llanto agudo, persistente, que le heló la sangre.
—¿Qué… qué dice? —balbuceó Tomás.
La mujer avanzó un paso. Su cuerpo temblaba, y las lágrimas se mezclaban con la lluvia fina que empezaba a caer.
—No puedo cuidar de los dos —repitió con la voz quebrada—. Por favor, llévese a uno.
Tomás miró a su alrededor, buscando alguna cámara oculta, algún transeúnte. Nada. Solo la calle vacía, el eco de los autos lejanos y aquella mujer frente a él.
—Señora, yo… no entiendo —dijo, intentando mantener la calma—. ¿Por qué me dice eso?
—Porque usted es bueno —lo interrumpió ella—. Lo vi hace unas semanas. Ayudó a un niño en el parque.
Tomás recordó, vagamente, a un pequeño que se había perdido entre los juegos y lloraba llamando a su madre. Lo había consolado hasta que apareció la mujer. Un gesto mínimo, casi olvidado.
—Cualquier persona lo habría hecho —respondió Tomás.
—No cualquiera —susurró ella, acercando los bebés—. Yo no tengo a nadie. Ellos van a morir conmigo.
El hombre sintió una presión en el pecho.
—Señora… hay instituciones, lugares que pueden ayudarla.
—¡Ya fui! —gritó la mujer—. Fui al DIF, a las iglesias, a los refugios. Me dijeron que espere, que hay lista, que mañana. ¡Pero ellos no pueden esperar! —levantó a los bebés un poco más—. ¡Tienen hambre! ¡Están enfermos!
El llanto de los niños se volvió insoportable. Uno de ellos tosió, un sonido seco, ahogado. Tomás dio un paso hacia atrás, aturdido.
—Yo… no puedo simplemente llevarme a un bebé —dijo con la voz entrecortada.
—Entonces los dos van a morir —replicó ella, acercándose—. ¿Eso quiere?
—¡No diga eso! —protestó.
—Escoja —dijo ella, con los ojos llenos de lágrimas—. Escoja uno.
Tomás quedó paralizado. El corazón le latía tan fuerte que podía oírlo. Ella no bromeaba. No pedía dinero. No quería estafarlo. Lo que veía en sus ojos era real: una desesperación sin salida.
—Está loca… —murmuró él.
—Sí —respondió ella, con una sonrisa amarga—. Estoy loca de desesperación.
Los bebés seguían llorando, como si el sonido partiera la noche en pedazos.
Tomás sintió que debía huir, que no era su problema, que la policía debía encargarse. Pero sus piernas no respondían. Había algo en aquella mujer que le impedía moverse.
—¿Cómo se llaman? —preguntó, sin saber por qué.
—No tienen nombre todavía —respondió ella sin apartar la mirada—. Póngales el que quiera.
El hombre cerró los ojos un instante. Cuando los abrió, la escena seguía igual: ella, los gemelos, la lluvia, la desesperación.
—Si me llevo a uno… —preguntó con voz baja—. ¿Qué pasará con usted y el otro?
—Voy a intentar sobrevivir. Con uno es más fácil.

—¿Y si no puede?
Ella no respondió. Solo miró hacia el suelo.
El silencio pesaba. El viento helado soplaba entre los edificios.
Tomás tragó saliva. Sabía que, si daba un paso, su vida cambiaría para siempre.
—No puedo hacerlo —susurró finalmente.
La mujer bajó la cabeza.
—Entonces váyase —dijo con voz apagada—. Pero recuerde que, cuando cierre los ojos esta noche, sabrá que dejó morir a dos niños.
Tomás sintió un golpe en el alma. Miró al pequeño que tosía y al otro que agitaba los bracitos buscando calor. Dio un paso al frente.
—Deme uno —dijo, casi sin darse cuenta.
La mujer lo miró, incrédula.
—¿En serio?
—Sí. Pero usted viene conmigo. Los dos.
Ella negó con la cabeza.
—No puedo. Si me lleva, me quitarán al otro. Solo puedo confiarle a uno.
Tomás extendió los brazos. Ella dudó, pero finalmente colocó al bebé que tosía en ellos. El hombre sintió el peso frágil del niño, el calor diminuto de su cuerpo, el temblor de su respiración. Nunca había sostenido a un bebé en su vida.
—Por favor, cuídelo —dijo la mujer—. No necesita saber de mí. Solo déle una vida mejor.
—Espere, ¿cómo se llama usted? —preguntó Tomás.
—No importa —respondió, dando un paso atrás—. Solo… prométame que lo amará.
Antes de que él pudiera responder, la mujer echó a correr por la calle oscura, con el otro bebé apretado contra su pecho. Tomás quiso seguirla, pero la lluvia aumentó y, en segundos, se perdió entre las sombras.
El niño en sus brazos lloraba con fuerza.
—Tranquilo, tranquilo —murmuró Tomás, intentando calmarlo—. Todo estará bien…
Pero ni siquiera él creía esas palabras