Expulsaron a un mecánico de la entrevista por estar sucio hasta que resolvió lo imposible y el jefe.
.
El Mecánico Invisible
I. El Sueño de Roberto
Roberto Méndez tenía 38 años y las manos permanentemente manchadas de grasa. Ningún jabón lograba quitarle del todo las huellas de veinte años de trabajo en talleres humildes. Aquella mañana de martes, se paró frente al espejo roto de su baño en Naucalpan y trató de verse como alguien que merecía trabajar en Automotores Imperial, la empresa automotriz más prestigiosa de Polanco.
Se puso el único saco que tenía, prestado por su compadre Javier, que olía a naftalina y le quedaba grande en los hombros. Sus zapatos de vestir estaban tan gastados que el talón derecho mostraba el cartón por dentro, después de años caminando por las calles lodosas del taller.
Su hija Sofía, de seis años, lo vio desde la mesa de la cocina, donde comía cereal con leche aguada. No preguntó nada porque había aprendido que las preguntas sobre dinero o trabajo solo hacían que papá pusiera esa cara triste que ella odiaba. Roberto le dio un beso en la frente y salió del departamento de dos cuartos donde dormían en literas desvencijadas.
El edificio de Automotores Imperial era una torre de cristal de veinte pisos que brillaba bajo el sol como si estuviera hecho de diamantes. Roberto nunca había entrado a un lugar así. La recepcionista lo miró de arriba a abajo cuando dijo su nombre para la entrevista de supervisor técnico. Sus ojos se detuvieron en las manchas de aceite que nunca salieron completamente de sus manos, en el saco prestado, en los zapatos que gritaban pobreza.
—Piso 12 —dijo ella sin sonreír, como si las palabras le dolieran en la boca.
El elevador tenía espejos por todos lados y Roberto evitó verse porque sabía lo que vería: un hombre que no pertenecía a edificios como ese.
La sala de conferencias estaba helada por el aire acondicionado. Cuatro personas sentadas detrás de una mesa larga con botellas de agua importada y carpetas de piel italiana. Roberto reconoció al ingeniero Carlos Riverol, egresado del Tec de Monterrey, con maestría en el extranjero, traje hecho a la medida que costaba más de lo que Roberto ganaba en seis meses. A su lado estaba Patricia Solís, directora técnica con doctorado de la UNAM y una sonrisa que no llegaba a sus ojos fríos.
Carlos miró el currículum de Roberto como si fuera basura tóxica.
—Entonces, Roberto, cuéntanos sobre tu formación académica.
La garganta de Roberto se secó como el desierto de Sonora.
—Estudié dos años de ingeniería en la Politécnica, pero no terminé. Mi esposa se enfermó de cáncer y tuve que salirme para cuidarla y trabajar.
Patricia levantó una ceja perfectamente delineada.
—No terminaste la universidad.
—No, señora. Ella falleció hace tres años. Ahora cuido a mi hija sola.
—Lo siento mucho —dijo Carlos con un tono que dejaba claro que no lo sentía para nada—. Pero aquí solo contratamos candidatos con título universitario mínimo. Es política de la empresa.
—Entiendo —dijo Roberto, pero llevo veinte años trabajando como mecánico. He arreglado desde bochos del 75 hasta Mercedes último modelo. Aprendí sistemas de transmisión, motores híbridos, diagnóstico electrónico. Pasé su examen técnico en línea con 96 de calificación.
Patricia soltó una risa cortante como vidrio roto.
—Ese examen es filtro básico. Cualquiera que estudie un fin de semana puede pasarlo. Lo que necesitamos aquí son personas con credenciales reales, gente entrenada en las mejores universidades, no mecánicos de talleres de barrio que huelen a aceite quemado.
Roberto sintió cómo la humillación le quemaba el pecho, pero mantuvo la voz firme.
—Tengo un portafolio de trabajos. Puedo mostrarles lo que he hecho.
Carlos ni siquiera miró la carpeta maltratada que Roberto sacó de su mochila vieja.
—Esto parece trabajo de estudiante de preparatoria.
—Soy estudiante, solo que mi salón de clases es un taller en la colonia Guerrero, donde reparo autos a las tres de la mañana para darle de comer a mi hija.
El silencio en la sala era tan pesado que Roberto sintió que lo aplastaba. Patricia escribió algo en sus notas con una pluma Montblanc que costaba más que el alquiler mensual de Roberto.
—¿Por qué crees que mereces estar aquí? Esta es una de las firmas más competitivas del país. Tenemos candidatos del MIT, de universidades europeas. ¿Qué te hace pensar que puedes competir con eso?
Roberto miró la mesa, las botellas de agua que él no podía comprar, las carpetas de piel y los títulos enmarcados en sus perfiles de LinkedIn y la certeza absoluta en sus ojos de que él no pertenecía allí.
—Porque necesito este trabajo para mantener a mi hija.
La sala quedó en silencio, pero no era el silencio de respeto, era el silencio de gente que ya había tomado su decisión antes de que él entrara. Carlos se puso de pie con movimientos bruscos.
—Mira, apreciamos que vinieras, pero creo que es obvio que esto no va a funcionar. Necesitamos gente con credenciales, con historial comprobado de instituciones respetables. ¿Tú entiendes, verdad?
Roberto entendió perfectamente. Había entendido desde antes de entrar, pero de todos modos había tenido esperanza de esa manera desesperada en que la gente pobre siempre tiene esperanza, aunque sepa que es inútil.
—Gracias por su tiempo —dijo Roberto.
Recogió su carpeta maltratada y se levantó. La silla raspó contra el piso de mármol italiano. Nadie le dio la mano. Nadie lo miró a los ojos. Caminó hacia la puerta sintiendo sus miradas clavadas en su espalda como cuchillos. Su mano tocó la manija fría.

II. El Colapso
Entonces sonó la alarma.
La alarma cortó el aire como un grito de pánico, fuerte, urgente, desesperada. Las puertas de la sala de juntas se abrieron de golpe y tres ejecutivos entraron corriendo con las caras blancas como papel. Uno de ellos gritaba por teléfono con voz quebrada:
—No pueden cancelar ahora. Llevamos tres meses trabajando en esto.
Una mujer de traje gris casi corría hacia donde estaba Carlos.
—Necesitamos a todos en la sala principal inmediatamente. El proyecto Fénix colapsó.
Carlos se levantó tan rápido que su silla cayó hacia atrás.
—¿Qué significa?
—Colapsó. El cliente canceló 250 millones de pesos. Dicen que nuestro sistema de transmisión tiene una falla crítica que causa sobrecalentamiento. Se van con la competencia si no lo arreglamos ya.
Patricia se puso de pie como si le hubieran dado una descarga eléctrica.
—Eso es imposible. Revisamos todo tres veces.
—Pues aparentemente nos equivocamos en algo fundamental —dijo la mujer de gris con voz de hielo—. Porque acaban de enviarnos un reporte de quince páginas explicando por qué nuestro diseño no funciona. La junta directiva está enloqueciendo. Necesitamos control de daños ahora mismo.
La gente inundó el pasillo. Teléfonos sonando. Alguien maldecía en voz baja. El ambiente tranquilo y estéril de Automotores Imperial se había convertido en caos total en menos de treinta segundos.
Roberto seguía parado junto a la puerta con la mano en la manija. A través de la puerta abierta de la sala principal podía ver una pantalla de proyección gigante, gráficas, diagramas técnicos, un sistema de transmisión automática para vehículos híbridos, el mismo tipo de trabajo que había estudiado solo en su departamento mientras Sofía dormía en el sofá.
Su cerebro empezó a trabajar antes de que pudiera detenerlo. Roberto miró la pantalla de proyección y algo hizo click en su cabeza. Los diagramas mostraban el sistema de sincronización entre motor eléctrico y motor de combustión. Los números eran perfectos, demasiado perfectos. Ningún sistema real funciona así, sin filtros de compensación.
Y ahí estaba el problema. Los sensores estaban calibrados para condiciones ideales de laboratorio, pero no consideraban las variaciones reales. La temperatura de la Ciudad de México, que cambia veinte grados entre la mañana y la tarde, la altitud de 2,240 metros sobre el nivel del mar que afecta la presión atmosférica y la combustión. Las condiciones de manejo real en calles con tráfico pesado y paradas constantes. Lo vio claro como el agua. El error que ingenieros con maestrías del extranjero no habían podido encontrar en tres meses.
Roberto podía irse ahora mismo, volver a su taller, a sus turnos de noche, a sus manos manchadas de grasa que nunca se limpian del todo. Podía ir a casa y decirle a Sofía que papá no consiguió el trabajo, pero que todo estaría bien, aunque ambos supieran que era mentira.
O podía darse la vuelta.
Si estaba equivocado, lo humillarían peor que antes, se burlarían de él, se convertiría en la anécdota que contarían en las comidas de la empresa sobre el mecánico sin título que pensó que podía resolver sus problemas. Pero si estaba en lo correcto…
Roberto pensó
.
.